Ecuador / Miércoles, 24 Septiembre 2025

Rodrigo Hasbún: Fracasamos todos, unos mejor que otros

Foto: blog de Eterna Cadencia

Considerado, en 2010, por la revista británica Granta como uno de los escritores hispanos que mayor proyección aglutinaba alrededor de su obra, Rodrigo Hasbún (Cochabamba, Bolivia, 1981), confiesa que, en ningún caso, esa mención ha significado presión para su trabajo. "Sigo escribiendo a mi ritmo", dice, y explica que en él la pausa, la revisión y la reescritura, tienen una importancia decisiva.

Autor de la novela El lugar del cuerpo (2011) y de los libros de cuentos Cinco (2006), Los días más felices (2011) y Cuatro (2014), Hasbún se inició en la literatura luego de su paso por la música. En su universo personal, el ritmo y las imágenes parecen contener un valor de peso al momento de narrar. Eso, posiblemente como resultado de su continua alimentación sonora y fílmica.

Fue merecedor del Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana en 2008, así como al Premio Nacional de Literatura Santa Cruz de la Sierra (2007), y al Premio de Guión de Literatura y Cine Petrobras.

A su paso por Lima, comparte con CARTÓNPIEDRA algunas reflexiones sobre su oficio.

Antes de la escritura, en cierta medida, para ti estuvo la música. Quizá una herencia de esa etapa pueda reflejarse en el ritmo con que trabajas tus narraciones. ¿Qué lugar ocupa el ritmo para ti en un texto?

Ocupa un lugar fundamental. Es el ritmo, una determinada cadencia, una intensidad, lo que inicialmente me atrapa o me repele en cualquier texto. Más que la trama o los personajes, a lo que soy más sensible en un primer momento es a cómo respira un texto. Suelen bastar dos o tres párrafos para darme cuenta si conecto o no.

Una forma particular de expresión que el ritmo adquiere está en la oralidad. ¿Para ti ella es importante a la hora de planear un texto?

Me importa cada vez más. No tengo un oído privilegiado para crear o recrear distintos registros, pero como escritor es algo que asumo como un desafío. Me siento crecientemente interesado en explorar, digamos, ciertas formas del habla de mi ciudad natal, una música interior que desde lejos logro oír mejor. Pienso que entre los escritores latinoamericanos de mi generación es un interés común. Quizá la generación anterior buscó cierta neutralidad que facilitara el tráfico de sus libros, pero ahora hay muchos escritores que están explorando el asunto de manera directa. Por lo demás, el panorama editorial se ha vuelto bastante más receptivo a esas experiencias de la lengua.

Pero entre lo hablado y lo escrito se cierne siempre una distancia probablemente insalvable, una tensión real.

Más que de tensión, yo hablaría de interpelaciones o resonancias, de un diálogo necesario y constante del que la escritura sale muy favorecida.

Las resonancias de ese juego probablemente nos remitan, entre otras cosas, a la experiencia propia. Rilke decía que la única patria era la infancia. Pensando en ello, en tu reciente libro Los días más felices (2011), parte importante de la trama parece obedecer a tus recuerdos de adolescencia. ¿Es importante la vida propia a la hora de escribir?

En mi caso, sí. Trabajo de cerca con lo que he vivido, con lo que he oído y visto, y dentro de esa gran esfera de la memoria, también con lo que he leído. Estoy más cerca de la memoria que de la imaginación, por decirlo de algún modo, aunque también es cierto que la memoria a menudo es imaginaria. Por cierto, Flannery OConnor, la gran cuentista, decía algo similar a lo de Rilke: cualquier escritor que haya tenido infancia cuenta con material suficiente para toda su vida. A mí me inquieta más la adolescencia que la infancia, quizá porque creo recordarla mejor, pero esa es otra historia.

Si es así, la vivencia primera estará integrada íntimamente con nuestros lugares de origen. Tu primera novela El lugar del cuerpo (2007), has dicho, plantea temas que hasta entonces no se habían puesto en la palestra boliviana. ¿Cuánto de la tradición de tu país está presente en tu horizonte de narrador?

Ya estoy más o menos reconciliado con la literatura boliviana, aunque durante años, con la arrogancia de la juventud, trabajé en contra de esa tradición. Algunas de las cosas que más me importaban como lector no las encontraba en la literatura boliviana, buscara donde buscara: una mayor honestidad, un trabajo directo con las emociones, más rabia y menos timidez en relación a la intimidad.

Me preguntaba por qué no se habría recorrido más esas vías, por qué tanto pudor. A mí me ayudaba estar lejos. Creo que parte de esa irreverencia era solo posible por no vivir en Cochabamba. Escribí Cinco y El lugar del cuerpo desde esa inquietud: son libros rabiosos y abiertamente autorreferenciales, que es algo que también sentía que no se había explorado demasiado en la literatura boliviana. Pasaron los años, crecí y me di cuenta de que mis reproches eran en cierta medida injustos, y que la literatura boliviana, ese conjunto disperso y divergente que por comodidad o flojera llamamos literatura boliviana, tenía momentos perturbadores, escritores valiosos, libros desafiantes, y que debía dialogar con ella de manera más directa, que es lo que estoy intentando hacer ahora.

¿Quiénes podrían contarse entre los escritores bolivianos con los que te has reconciliado?

Me gusta mucho la poesía de Jaime Sáenz y Guillermo Bedregal, que murió muy joven, creo que a los 20, pero que dejó tres libros intensos. Me interesan los cuentos de Augusto Céspedes y los de René Bascope. Hay una poeta vanguardista, Hilda Mundy, que es buenísima. Todos ellos están muertos.

Entre los que no lo están, hay varios escritores de mi generación que están escribiendo libros envidiables.

Desde un punto de vista político, ¿crees en un compromiso de parte del escritor? De existir ese compromiso, ¿es social o literario?

Para mí es un compromiso con la literatura, una literatura que cuando está bien hecha necesariamente evidencia ciertas problemáticas, pero sin vanagloriarse de algo que le es intrínseco. La buena literatura termina enfrentando siempre algunas tensiones, pero funciona mejor cuando lo hace desde la perspectiva de los personajes. Si no, se vuelve discursiva, predecible. En este sentido, y antes que nada, la literatura tiene que atrapar y conmover, lograr que el lector se sumerja en un mundo, en una experiencia casi física.

Has dicho que al inicio tu escritura era excesiva. Que has debido tallarla para dar con una voz que te gusta. En ese proceso, ¿qué preocupaciones estéticas te han acompañado?

Intento ser lo más preciso posible, y para ello la revisión es fundamental, porque solo ahí empiezo a percibir los excesos, las redundancias, la maleza.

¿Se puede ser preciso con las palabras?

Quizás no. Quizá estemos condenados a nunca llegar adonde realmente quisiéramos. En ese sentido los escritores fracasamos todos, unos mejor que otros.

Otro de tus intereses es el cine. La construcción de atmósferas, de escenas, el manejo de espacios, ¿son un aporte de ese género a tu escritura?

El mayor aprendizaje que muchos escritores señalan con relación al cine está vinculado con lo visual. A mí eso no me importa tanto porque siento que la mejor literatura, la actual o la de hace cinco siglos, es necesariamente visual, y que ese no es un rasgo que haya tomado del cine.

De él me interesa más aprender otras cosas. Cómo lidiar con el tiempo, con las esperas y el silencio. Cómo montar el material, dónde cortar, por qué ahí, buscando qué. Y mucho de esto desemboca en el tema inicial de nuestra charla: el ritmo. Siento que un escritor puede aprender mucho de ritmo por medio del cine. Y de la música, por supuesto.