Rodrigo Fresán se ha olvidado de ser Fresán. Pienso eso cuando leo entrevistas que le han hecho en los últimos meses por el lanzamiento de su más reciente novela La parte inventada. Con el tiempo todo cambia: las posturas, los intereses, el largo del cabello y hasta Fresán. Luego de ser un tipo de look grunge, se ha vuelto ese padre calvo y con barba blanca que parece ir en contra de aquellas cosas que un lector de sus libros podría creer familiares, como la tecnología descabellada, la conexión eterna, el mundo plagado de información hasta el descontrol, etc.
Pero ahora Fresán, en un juego de negación que también se podría considerar fresaniano —ese adjetivo debería ya existir en el idioma—, dice cosas como la que le comentó a Matías Méndez en una entrevista a Infobae: “El furor Facebook, Internet o Twitter me preocupa y me da más bien pena cuando entro a un vagón de metro en Barcelona y veo que en vez de sostener un libro están todos con los teléfonos. Me da cierto temor bradburiano pero duermo bien a la noche”.
El autor de Mantra es el vocero de una literatura plagada de referencias de la cultura pop —no como un glosario de todo lo que él sabe, sino como curiosidad y exceso—. Él, quien hace ciencia-ficción, usa distopías, lee a Philip K. Dick; él, autor que teme al avance de la tecnología, porque parecería que algo se está perdiendo para la humanidad. Esa paradoja es la que teje su obra y que parece negarla.
A pesar de sus declaraciones, Fresán no deja de ser el rey del pop. Lo suyo es indagar sobre aquello que nos hace humanos —la fama, la música, el cine, la enfermedad, el amor, la niñez—, con una conciencia particularmente iluminada alrededor de la labor de quien escribe, ese ser llamado a cumplir una misión divina porque no tiene más remedio: “El conocimiento pleno de todo lo que ocurrió puede llegar a ser una carga demasiado pesada para quien cuenta la historia”, escribe en uno de los cuentos de Vida de santos.
Rodrigo Fresán hace de los desvíos, de la digresión, su forma de contar. Sus oraciones van de una extensión considerable a la de la precisión de la daga. Hay humor en varias de sus páginas, pero no uno fácil; estamos ante alguien que maneja cierto cinismo con la capacidad de no entorpecer su relato. A veces entra en una espiral y la historia se enreda, en otras, hay una ligera idea de entendimiento, pero con el tiempo esa comprensión adquiere otros matices que le dan la vuelta a la anécdota y nos hace apreciarla con más emoción, como si fuese un eterno juego. Rodrigo Fresán es un autor que se lee mejor cuando ya se lo ha leído, cuando el libro descansa a un lado, cuando las ideas han reposado y toda la maravilla explota.
Y esta eterna movilidad se refleja cuando toma una canción de Lou Reed —del disco Berlín— y crea una ciudad en la que su obra tenga presencia. Un Macondo más próximo a una sensibilidad periférica; un condado Yoknapatawpha asentado sobre lo que hoy se mira con reverencia, como cultura de ‘lo cool’; una Santa María que se puede aparecer en cualquier punto del planeta y en la que Bob Dylan y Madonna tienen espacio.
Canciones tristes apareció en la obra de Fresán como ese espacio cálido y hogareño, que vuela, que se mueve por diferentes geografías y temperaturas, al que puede recurrir para aterrizar de mejor manera sus historias, o como dice él “…un territorio donde transcurra lo que escribo y me vuelvo todavía más digresivo”. Canciones tristes es un eterno reboot, una ciudad de nostalgias en la que muchos quisiéramos estar
El autor
Rodrigo Fresán es de la leva de 1963 —ya está en sus cincuenta— y es el dueño de una obra que cuenta con nueve libros. En ella no hay negación del realismo como eje, sino una clara aceptación de la fantasía y la creación de universos como única posibilidad. Es un deudor y fanático de Cortázar (quien solía visitar a sus padres cuando él era niño). Es un lector empedernido que puede hablar con autoridad sobre John Lennon, Vonnegut, superhéroes, Thomas Pynchon, Mad Men o lo que sea.
Fue uno de los grandes amigos de Roberto Bolaño, en sus años europeos —hay numerosas entrevistas o comentarios entre ellos para armar la radiografía de una de las amistades más importantes de la literatura en español de los últimos 20 años—, y es el periodista cultural que muchos quisieran ser, no tanto por el acceso a los productos que aparecen y que analiza, sino por la capacidad que tiene para encontrar relaciones entre ellos y salir victorioso. Además es quien ha patentado esa forma de hacer textos periodísticos en los que cada apartado viene antecedido por un número, escrito en letras. Muchos copian a Fresán, él debe reírse de esto… o quizás temerlo.
Declarado clínicamente muerto cuando nació, hasta que pudo respirar (“empecé por el final, no es por casualidad que mis libros empiecen por escenas finales y luego vuelvan para atrás”, ha dicho), Fresán es hijo de padres divorciados y desde siempre estuvo en contacto con la cultura, con libros, discos y películas. “Quería ser escritor antes de saber escribir. Me recuerdo con 4 años, entré al colegio primario a los 5 ya casi contando los minutos para poder saber leer y escribir para poder ser escritor, sin saber leer y escribir. Mis padres eran muy intelectuales de los años sesenta, del Di Tella. Mi padre hacía portadas de libros, trabajaba en Tía Vicenta e hizo un libro sobre Borges y otro sobre Cortázar; cuando mi madre se separó de mi padre su pareja fue Paco Porrúa, el editor de Cien años de soledad y de Rayuela. Rodolfo Walsh era muy amigo de mis padres y estaba en casa seguido y yo siempre lo miraba y me preguntaba si tenía algo que ver con María Elena Walsh, ese era mi principal foco de interés”, le dijo a Méndez.
Esa infancia con padres dentro del ámbito intelectual le da un peso a la niñez en su obra. Basta leer cualquiera de los cuentos de su primer libro Historia argentina (1991), y novelas como Jardines de Kensington, con sus digresiones/flashbacks, para reconocerlo. Por eso es tan fácil hablar de Fresán y su obra autobiográfica, a sabiendas de que eso resulta ridículo porque en sus textos hay entramados en los que lo corporativo gana, lo freak es glamuroso, El Che Guevara comparte cartel con Marilyn Monroe, la fama se traduce en nobleza y el ser humano siempre está con un pie al borde de la cornisa. “Si nos ponemos rigurosos y puristas —fundamentalistas— no hay texto que no sea biográfico aunque carezca de relación con tu vida: la escritura se volvió parte de la vida, como una suerte de juego”, le dijo a Ernesto Castro, para la revista Crónica.
Esos libros extraños
Hay una premisa por la que se debe empezar cuando se habla de la obra de Fresán: nunca deja de actualizar sus libros, de reescribirlos. Comenzó publicando casi un libro por año y luego se detuvo, se tomó su tiempo entre obra y obra, y ha sido capaz de revisar lo escrito, poner nuevas oraciones, quitar, erosionar, resignificar. Un loop de creación de nuevas obras a partir de las mismas cenizas de aquello que ya fue. También existe otra máxima para ser lector de Fresán: sus primeros libros son tan difíciles de encontrar que la canallada de sacar versiones nuevas, corregidas y aumentadas, se agradece. Además, hay que reconocer que Fresán y la linealidad son enemigos, con un odio patológico entre ambos.
En 1991 aparece su primera obra, que lo puso en el radar y lo convirtió en una promesa. En Historia argentina encontramos todo lo que hace a Fresán aquel nerd cercano, capaz de hilvanar oraciones y temas para golpear al lector. Los desaparecidos, Eva Perón, las variaciones Goldberg, golpes de Estado, dictadura, milicos, Mickey Mouse, y otros conviven en un conjunto de relatos que con riesgo tratan de condensar una idiosincrasia que no puede ser contenida en ningún tipo de tratado. Historia argentina es ese intento de entender el lugar al que se pertenece desde la clave de la creación. Es más, estamos ante un autor que busca descubrir de dónde y cómo aparecen las historias. Rodrigo Fresán es un autor de escritores, porque estos personajes e inquietudes han seguido dando vueltas en sus siguientes trabajos. Incluso La parte inventada, última novela publicada en 2014, podría leerse como esa obsesión de todo aquello que hay detrás de un escritor. Pero a eso llegaremos luego.
Fresán fue considerado, en una época en que Argentina buscaba nuevos referentes culturales, vocero de una nueva camada de autores. La novedad supo bien: el libro estuvo entre los más vendidos de su país natal por varios meses. En 2009, 18 años después, aparece una nueva versión del libro, con un cuento adicional. Ese único elemento que le faltó a su paseo por la identidad de su país y que establece una relación entre la crueldad y la afición sin sentido. En el relato ‘La pasión de multitudes’, prisioneros políticos y captores se unen en un relato en el que el Mundial de fútbol de 1978 es artificio, metáfora y realidad: mientras los vuelos de la muerte cumplen su función, lanzando cuerpos como zombis al agua, los criminales están pendientes de lo que Mario Kempes y compañía están haciendo.
En este cuento, el fútbol es opio y el hijo de intelectuales lo puede decir a través de la ficción, desde donde consigue escupir toda la repulsión posible en uno de los mejores cuentos sobre la crueldad humana. Historia argentina es un poderoso primer libro, así como Please, please me fue un arranque preciso para The Beatles.
Canciones tristes aparece por primera vez en Historia argentina. Y es esta ciudad la que representa todo el ejercicio narrativo de Fresán al ir de un lado al otro, al cambiar conforme los requerimientos de cada historia y al convertirse en un escenario en constante ebullición. Hay algo orgánico en Canciones tristes, porque al no respetar ningún límite geográfico, físico o humano, coloca a todo el universo fresaniano en un lugar que a sus lectores se nos vuelve común, conocido y amigable. Porque en Canciones tristes suceden muchas cosas y todas terminan explotando en nuestras caras. “Así, Canciones Tristes puede ser una playa de la Patagonia, un campo de concentración en Alemania, un barrio en las afueras de Los Ángeles o una zona de pruebas de armamento atómico en el desierto de Nebraska. Y, por favor, no confundir a Canciones Tristes con una mutación posmoderna de Macondo. Tampoco con un homenaje o una crítica a ciertos tics del realismo mágico: Canciones Tristes ces’t moi. Yo pienso y veo y escribo así: moviéndome”, escribió en el ensayo Tener estilo.
No se trata de establecer un lindero literario por encima de lo real, ni de crear una locación que unifique todo. Canciones tristes es el compendio de aquello que es y que no es, todo al mismo tiempo. Es la isla de Lost antes de que Lost haya sido siquiera una idea de productores gringos.
La línea temporal y otros libros
En 1993 aparece Vida de santos que promueve la idea de ser un libro de relatos que pueda pasar como una novela. Si bien como relatos cumple —con todo y Canciones tristes por ahí—, como algo de largo aliento, fracasa. Con Trabajos manuales, de 1994, no hay mucha distancia: Glenn Gould se mezcla en un conjunto de universos pequeños en los que se persigue a los zurdos y en los que la ridiculez humana no hace más que aparecer hasta quedar desnuda.
Esperanto es la primera novela (1995). Aquí tenemos una revisión al Tommy de The Who, en voz de un hombre que nadie puede entender. Este Federico Esperanto vive siete días repletos de tragedias y extrañezas, en las que se abren momentos de Historia Argentina, pasados traumáticos y la venganza como vehículo. El estilo de Fresán, ese de la narración en espiral, tiene en la novela un nuevo terreno para dilatar y entreverar sensaciones. El año de La velocidad de las cosas es 1998, otro libro de relatos que también ha sido corregido y aumentado. Es como si Fresán solo quisiera trabajar para arreglar lo que ha publicado. Hacer sus propios ‘remixes’, sus ediciones de lujo.
En 1999 se instala en Barcelona, y estamos ante otro momento, en el que el escritor migrante comienza a ser reconocido por lectores de toda Iberoamérica. Pero no es hasta Mantra, en 2001, que llegamos al libro que conseguir es casi imposible: búsquedas en librerías de viejo o pedidos al amigo que va a Argentina o a España —y que puede buscar allá también en librerías de viejo— permiten que lo tengas. En Mantra hay un texto escrito bajo pedido de la entonces editorial Mondadori, en el que hacer un viaje es la base de la historia.Y para su libro por encargo, Fresán escoge México y termina con una obra en la que las telenovelas son adicciones, en la que tenemos un Día de los Muertos alucinógeno, una idea de apocalipsis muy clara y en el que la vida se mira como en un audiovisual: un hombre tiene en mente una sola cosa porque un tumor no le deja pensar en nada más… y ese pensamiento en zigzag está cruzado por esa presencia de su infancia, ese compañero llamado Martín Mantra. Y la belleza explota cuando en medio del relato aparece una supuesta guía de viaje/diccionario, que le da otra dimensión a la historia.
Empiezan a distanciarse sus obras. Se toma más tiempo del que se había tomado antes. Vivir en otro país debe crear otras distracciones. Lo cierto es que en 2003 aparece Jardines de Kensington, relato oscuro en el que, escribiendo en su clásico collage —pero con menos arrebatos que en sus anteriores trabajos— tenemos la confesión perturbadora de un escritor de literatura infantil a un niño, con sus idas y vueltas, siempre en el marco de J.M. Barrie y su Peter Pan.
Seis años después aparece El fondo del cielo. Fresán se vuelve estilo propio, sujeto de su misma cosecha: esta vez es una historia de amor “con ciencia ficción”. Tres fanáticos de la ciencia ficción, hasta los extremos, se enamoran de la misma mujer y así no hay fanatismo que resista. Hay extraterrestres, una versión de Canciones tristes que aparece como planeta, y una pasión por la humanidad que detiene cualquier posible intento de invasión. Los extraterrestres están maravillados por la raza humana que prefieren observar y no intervenir. Sí, esta es una gran novela de amor.
Y en 2014, luego de cinco años de silencio literario —el Fresán periodista no ha interrumpido tanto su andar— llega La parte inventada. Nuevamente los recuerdos y la metaliteratura: leemos lo que hay detrás de un escritor, que aparece como una versión de Fresán, pero sin hijos, con todo y advertencias hacia los lectores. Porque esta vez se trata de contrarrestar la lectura fácil de hoy —con dispositivos y redes sociales de por medio— y entrar en una especie de carrusel en el que Pink Floyd, F. Scott Fitzgerald y 2001: Una odisea en el espacio conviven. Todo para sostener una idea clara de cuánto hay de propio en la obra de un autor. Esa parte inventada funciona como adorno a lo autobiográfico, como disfraz, como envoltura. El Fresán de 50 años escribe sobre un escritor como él, en medio de los productos culturales que lo han convertido en lo que es, mezclando géneros en un acto de resistencia, convirtiéndose en un soldado que, desde a paradoja posmoderna, busca algo que tenga sentido.
“Yo tiendo a pensar que mis libros suelen ser locomotoras descarriladas corriendo a campo abierto”, le dijo Fresán a Patricio Pron en una entrevista en 2007. Y nosotros estamos dentro de un vagón, tomando nuestros propios riesgos.