Camilo Luzuriaga es una de las figuras más influyentes del cine nacional. Aparte de la obra que ha desarrollado, su opinión y punto de vista son muy importantes a la hora de orientar debates sobre nuestra realidad cinematográfica. Por ese motivo el breve ensayo que publicó en este medio, llamado La industria ecuatoriana del cine: ¿otra quimera?, me parece referencial porque refleja su pensamiento en un momento vital en el que ha estado más ligado a la academia y a la enseñanza antes que a la producción. Y por ende, ha contado con mayores posibilidades de llevar adelante una reflexión más calma y analítica sobre el devenir de nuestro medio.
Sin duda es necesario repensar las estrategias que han impulsado a la cinematografía ecuatoriana en estos años. En eso coincido. Pero no necesariamente con los medios que sugiere Luzuriaga en su texto.
En su lúcido análisis de por qué el cine ecuatoriano participa apenas del 2% del mercado de la exhibición cinematográfica local, según cifras recientes, incurre en una equivocación de arranque al no considerar las “necesidades” y prioridades del propio circuito comercial del Ecuador que ha contribuido a generar también esa cifra. Pareciera que el porcentaje tan bajo es responsabilidad únicamente de los cineastas nacionales, porque no arriesgan y “no les interesa” el público y no es así. Anotemos en primer lugar la siguiente fatal coincidencia: los años de superávit fílmico para el Ecuador, 2013 y 2014, han coincidido con el obligado y más radical cambio en la exhibición cinematográfica desde la invención del celuloide: la llegada de la proyección digital.
El espectador y la ciudadanía en general apenas si han notado que frente a sus narices ha sucedido el más revolucionario reemplazo tecnológico en el mundo del cine. Más allá del romanticismo melancólico que nos embarga por el fin del celuloide, es decir de los rollos y las cintas, el haber ingresado de lleno en la era digital implica un verdadero giro copernicano al interior de la producción y exhibición cinematográfica. Pero eso cuesta mucha plata. Y no la han puesto el Estado ni los artistas sino las cadenas de exhibición cinematográfica.
Estos 2 últimos años las algo más de 220 pantallas existentes en el Ecuador han debido migrar de los costosos proyectores de 35 milímetros, en la mayoría de los casos nuevos todavía, a los más costosos proyectores digitales DCP. Entre $ 16 y $ 18 millones ha costado cambiar el parque exhibidor. Y eso han debido asumirlo por su cuenta las empresas, incluso al margen de su voluntad pues se trata de una agenda impuesta por los grandes estudios, o majors, que se han tomado su tiempo para diseñar el nuevo modelo de negocio a escala global. Pero es un cambio que, como he señalado, el espectador apenas lo nota, es decir que para amortizar esos costos no se puede subir el precio de la entrada. La salida entonces es contar con películas muy taquilleras durante el mayor tiempo posible en cartelera. Solución obvia: dar prioridad a los blockbusters, o sea al cine fórmula, acartonado y de resultados seguros que también podemos llamar “cine montaña rusa”.
Es decir, cuando más producción nacional hemos tenido menos espacio había en el circuito comercial por su necesidad de recuperar costos, lo más rápidamente posible, por el cambio tecnológico que ha enfrentado. Y es que ninguna película nacional por taquillera que busque ser alcanza el rendimiento económico de un bombazo hollywoodense. Con esto quiero decir que incluso si alguna película nacional se hubiese planteado como un proyecto abiertamente comercial, igual hubiera tenido el mismo problema de espacio que ha sufrido el resto de producciones en estos 2 años especialmente.
Entonces el 2% de participación del mercado nacional, o market share, no solo es porque las películas nacionales atraen poco público sino porque las salas comerciales tienen una urgencia económica que las obliga, de alguna manera, a darle menos espacio y permanencia a los estrenos nacionales. No olvidemos que se trata, además, de un sector desregulado en donde ni el CNcine, ni el Ministerio de Cultura ni la Supercom tienen competencias. Pero esto es algo que Luzuriaga pareciera avalar.
De cualquier forma hay que reconocer que lo descrito se ha agravado especialmente este año porque ciertos estrenos nacionales no ayudaron al boca a boca de la gente, o sea, en esa decena y más de películas estrenadas y por estrenar hay obras muy discretas o abiertamente malas. Pero eso pasa siempre y pasa con todos los cines del mundo empezando por el propio Hollywood.
Es un reto, sin duda, superar esa pobre participación de mercado. Pero de cualquier forma ese 2% representa 200 mil personas que cada año consumen producción nacional. Recordemos que en los años ochenta y noventa la cuota de participación fue de 0% como norma, simplemente porque no había producción. Y si bien se dice que “mal de muchos, consuelo de tontos” esta es una realidad lamentable no solo para el mercado ecuatoriano sino que sucede en la mayoría de nuestros países y en el mundo entero. El promedio “exitoso” de participación de mercado cinematográfico regionalmente bordea el 10% pero esto no depende exclusivamente de la voluntad de los cineastas o de los productores.
De ahí a proponer que el afán de lucro es lo que va a salvar la producción nacional, como lo hace Luzuriaga en su texto, me parece limitante y hasta cierto punto equivocado aunque no totalmente, porque por supuesto es necesario apuntar al rendimiento económico de las producciones y para ello hace falta un cambio fundamental: pasar de un cine de autores a uno de productores. En el diagnóstico de Luzuriaga se señala un hecho central para nuestra cinematografía, organizada horizontalmente con un director-autor-guionista-productor como figura principal. De ahí la lógica artesanal. Esto va a cambiar cuando el cine local cuente con verdaderos productores que piensen y se orienten al mercado.
De cualquier forma algo que Camilo pasa por alto en su texto es que si bien la búsqueda de recuperar costos no ha guiado la producción nacional esto no significa que no haya existido una búsqueda de la excelencia. Me parece que en este campo se registran los mayores logros de la producción nacional especialmente a raíz de la aprobación de la ley de cine. El posicionamiento simbólico del Ecuador y su cine, tanto local como internacionalmente, ha sido manifiesto y eso nos ubica hoy como una cinematografía emergente.
Ciertamente fue la ópera prima de Sebastián Cordero, Ratas, ratones y rateros, la que abrió la etapa más prolífica de nuestro cine convirtiéndose en un hito. Pero ese ciclo fue cerrado por Mi Corazón en Yambo, el documental que ha abierto una nueva etapa para nuestra cinematografía y que no hubiera sido posible, en gran medida, sin políticas de fomento.
De hecho, un segundo elemento que me parece importante resaltar es que Camilo Luzuriaga ya ha hecho conocida en ocasiones anteriores su desconfianza y subvaloración por el rol de lo público en este campo. Pero una premisa de la que hemos partido es que en este punto no necesitamos inventar el agua tibia. El rol del Estado es fundamental para orientar dos aspectos claves del desarrollo artístico en general: fomento y regulación. Sociedades como la nuestra requieren que el Estado defina mecanismos de financiamiento para el desarrollo y producción de obras cinematográficas y audiovisuales así como que regule los espacios por los que estas circulan. Ahí un avance importante ha venido dado por la Ley de Comunicación que, por primera vez en nuestra historia, establece cuotas de pantalla. Los resultados aún están por verse.
Y si bien es verdad que en Ecuador no podemos hablar de una industria cinematográfica no es menos cierto que sí podemos hablar de una respetable industria audiovisual que representa actualmente el 0,4 % del PIB nacional, es decir más de $ 500 millones anuales. Esa industria la comprende la televisión abierta, el negocio del cable, la producción de publicidad, la exhibición cinematográfica, etc. Es decir, el músculo de la industria nacional audiovisual está en la distribución, exhibición, proyección y comunicación... de contenidos extranjeros. Por eso, ese sector requiere de políticas de regulación que permitan circular cada vez más producción nacional, la cual debe ser de calidad. Y eso solo será posible si, paralelamente, se mantienen las políticas de fomento.
El oficio del cine es lento y costoso. A Ingmar Bergman hasta su tercera película la crítica le decía que mejor se dedique al teatro. Afortunadamente insistió y se convirtió en el fenómeno que es para el arte y el cine. Pero eso no hubiera sido posible, al menos inicialmente, sin la participación del Estado sueco financiando sus películas.
Finalmente, suscribo el análisis de Camilo Luzuriaga sobre el “quiteñocentrismo” de nuestro cine. Así como su lúcida reflexión sobre nuestras limitaciones dramatúrgicas y actorales, las cuales solo podrán ser superadas mientras más y más películas se hagan, es decir, mientras más oficio tengan los profesionales del sector. Reflexionar sobre las causas de una y otra cosa excede el espacio del presente texto y quedan pendientes para continuar como parte de un necesario debate sobre los retos y desafíos del cine ecuatoriano en su nueva etapa post ley de cine.
Nota:
Este texto es una réplica al artículo ‘La industria ecuatoriana del cine: ¿otra quimera?’, escrito por Camilo Luzuriaga, que fue publicado en nuestra edición # 147 y está disponible en nuestra web: www.telegrafo.com.ec