La vida consiste en arder en preguntas.
Antonin Artaud
Abro los ojos, miro a mi alrededor. Me encuentro en una casa enorme, como para rodar una película de suspenso, a las faldas de un volcán, habitada por una jauría de ocho perros, un niño pequeño que aprende a hablar y ladrar mientras su madre y su abuela se abrazan frente a una película de terror en la televisión. Por ahí aparece, a medio morir, un ángel pálido que sufre los desmanes de la burocracia, al puro estilo de Kafka, y come pastel de chocolate para aligerar sus penas y su temor a las arañas. Realidad. Delirio. Mi vida. La de la gran mayoría, aunque usted no lo crea.
Quizá todos somos parte de un sueño, una alucinación, de un guion escrito por alguien más.
“Sandra querida, la realidad puede ser más delirante que la ficción”, me dijo un amigo una vez, cuando le pregunté sobre ciertos personajes que aparecían en una escena de una de sus novelas: nada más y nada menos que una banda de músicos albinos y ciegos. Realidad. Delirio. La línea entre ambos espacios es fina, finísima, la frontera siempre se mueve, como un hilo a merced del viento. Basta mirar alrededor para sentirse entre la ficción y la vida real, observar a los vecinos, a la gente con que nos cruzamos en la calle. Basta con mirarse en el espejo, a plena luz o a oscuras, para hallarnos a nosotros mismos en mitad de la pista de un circo, saltando entre las páginas de un libro o como protagonista de un filme.
Quizá las historias de muchos, más de los pensados, son dignas de una superproducción de Hollywood.
Se me viene a la mente El gran pez, película del 2003, cuyo protagonista había vivido una existencia llena de aventuras, visitando parajes fantásticos y lejanos. Había vivido intensamente, en realidad, así de sencillo, y se lo trasmitía a su hijo todo a través de cuentos de noche, cuentos de día, historias, narraciones para darle sentido a su existencia y a la del pequeño. Las historias, por supuesto, estaban pobladas de seres inverosímiles, tanto que el niño, cuando creció, le reprochó a su padre que le dijera mentiras durante su niñez. Pero a pesar del alejamiento se abre un camino al final de la vida del hombre, una reconciliación con su hijo, y este toma el lugar de su padre, el del narrador, le cuenta entonces a él una historia para que su paso a la nueva vida sea fantástica, de película. Durante el funeral de su padre, aquel que fue niño y luego se hizo hombre descubrió entre los asistentes a aquellos personajes de sueño que acudían al entierro del gran pez. Seres reales, seres de ficción.
Quizá los hombres y mujeres de carne y hueso estemos destinados, todos, a vivir por siempre entre las páginas de un libro, como personajes de un cuento maravilloso, de una novela.
Invocaré, en tal caso, a dos enormes personajes imaginarios, más reales que cualquiera, el caballero y su escudero, Don Quijote y Sancho Panza. Ficción dentro de la ficción, dentro de la misma ficción… Cervantes inventó un narrador para contar las aventuras de Don Quijote, como si estas hubiesen sido parte de la Historia. Don Quijote y Sancho, mientras sobreviven en un mundo que no reconoce el bien ni a los caballeros que quieren llevarlo por estandarte, también se mueven dentro de un espacio narrativo que oscila entre la realidad y la ficción, donde se montan charadas y sainetes, representaciones para seguirles la corriente en su locura a los dos personajes, y para vivir, en realidad, un sueño, una existencia alterna donde la magia sí existe, pues todos, de alguna forma, y a veces solapadamente, necesitan creer en algo. Basten, para ejemplo, los sendos capítulos sobre la estadía de Don Quijote y Sancho en el palacio de los duques, nobles pródigos en imaginaciones, que llegan a ‘elevar’ a su caballero y a su escudero por los cielos a lomos de Clavileño, maravilloso caballo volador. Pero entonces sí hace efecto la magia, cuando Sancho contesta que ha pecado de curioso pues se ha levantado la venda de los ojos, y que ha visto, desde el cielo, tierras maravillosas y a los hombres como si fueran hormigas. Qué decir, asimismo, de Sancho en su papel de gobernador de la Ínsula Barataria, maravilloso líder que da muestras de honestidad y buen juicio, todo dentro de su inocencia. Locura, ficción, la ficción demasiado cerca de la realidad, tanto que nosotros, lectores seducidos, terminamos en llanto cuando Don Quijote retorna de su delirio y muere en completa lucidez, al final de la obra. Un final que debió dolerle a su propio autor.
De la ficción a la vida, a las personas.
Parece ser nuestro destino el indagar en la vida. Así les sucede a todos quienes poseen historias, hombres y mujeres, niños, animales, todos los personajes, que de pronto parecen entrar a una dimensión de irrealidad, a un espacio inventado por obra y gracia de otro, de otros, de quienes miran a través de los ojos del asombro, capacidad que vamos perdiendo los seres humanos al alejarnos de la niñez, aunque no es difícil recuperarla, solo basta con observar, atentos, el mundo a nuestro alrededor, indagarlo, preguntarle por qué, con quiénes, cómo, el cuándo. Indagar sin tregua, ese es el sino, aunque la existencia, en ocasiones, se torne pesada. La función debe continuar.
Las historias se seguirán, a veces sencillas, a veces disonantes, trágicas, cómicas, humanas. Reales. Delirantes.
La diferencia está solo en la mirada, en la voz que las cuenta.
Levanto la vista, más allá de mi reino de terror y felicidad. Hay un mundo alrededor. Hay personas, hay historias.