Ecuador / Jueves, 25 Septiembre 2025

Ochentaisiete o la importancia de la nostalgia en este asunto de la vida

Cine

El cine nacional parece estar luchando siempre contra alguna fuerza mayor. Hace meses, el estreno de A estas alturas de la vida coincidió con los EDOC, y ahora Ochentaisiete, la más reciente producción nacional, se disputa espectadores con la biografía del inmortal Cantinflas.

Lo cierto es que “la película ecuatoriana que tus papás no quieren que veas”, como reza su eslogan, presenta la historia en común y dramas personales de cuatro adolescentes: Pablo, Juan, Andrés y Carolina, lo que la inscribe en la tradición de obras como El guardián en el centeno, de Salinger, o Carpe Diem, de Saul Bellow.

Estructuralmente hablando, el filme empieza por la mitad, por el trágico momento que pone un punto de inflexión entre la infancia (a mediados de los ochenta), de unos adolescentes, y la juventud (a inicios de la década de los años 2000), de los adultos en que estos se convirtieron.

La historia, al inicio, podría parecer un poco morosa, pero es algo que se justifica, pues los directores, Anahí Honeisen y Daniel Andrade, deben dar cuenta, de modo casi simultáneo, de dos etapas de vida de los personajes y recrear situaciones y épocas diferentes. No solo eso: el espectador llega a creer que se enfrenta a dos historias paralelas, lo cual no es un error, sino, por el contrario, parte de la propuesta. De hecho, se ocultan las pistas varios minutos para mantener el suspenso. 

La película logra remontar a los espectadores a los años ochenta apoyándose en la invariable ciudad colonial, pero también y, sobre todo, en los barrios que estaban de moda en la época, con sus pequeños jardines delanteros y rectángulos de hierba en las aceras. Y para que no queden dudas sobre los tiempos, estaciona en las calles de la ficción a los más intemporales de todos los autos: un Mercedes Benz y un Volkswagen escarabajo, y convierte en protagonista de la historia a un Ford Maverick. A propósito de este dato, el escritor argentino Juan Mellineck dice en su libro La Máquina que los adolescentes en eterna rebeldía se vengan de sus padres agrediendo uno de los objetos que estos más aprecian, sus autos, y esto es precisamente lo que ocurre en Ochentaisiete: Juan se aprovecha de la borrachera de un padre violento para llevarse el auto, robarle los tapacubos y dejarlo abandonado en media calle.

También Andrés rompe el vidrio del Mercedes Benz de su padre con una roca al enterarse de que este no se encuentra de viaje, como le ha dicho su madre, sino que tiene otra mujer y una hija como de su edad. El auto, en la película, es el objeto de la venganza, de la rebeldía, de la libertad, de fuga, y al final, también, de muerte. Tan importante es este elemento, como personaje en el filme, que los espectadores, cuando van a ver la película, reciben un cupón para participar en un sorteo cuyo premio es, precisamente, el Ford Maverick.

Dicen los expertos en marketing que los gustos son cíclicos y que retornan cada 20 años. Por eso, los espectadores que fueron niños durante la década del ochenta estarán emocionalmente muy próximos a Ochentaisiete, sentirán nostalgia por la bicicleta de cross en la que se andaba sin casco, por la televisión a blanco y negro en la cual se conectaba el Atari, por los casetes y las inmensas radiograbadoras, por las medias corrugadas, por las chaquetas de jean, por el momento en que descubrieron su sexualidad, el rock y las drogas.

El filme da cuenta, además, de la presencia en nuestra ciudad de los migrantes que abandonaron países del cono sur como Argentina y Chile, a causa de las dictaduras. Los directores incluso sugieren la presencia de estos en la lucha que los grupos revolucionarios de Ecuador mantuvieron contra el gobierno de Febres Cordero.

La película transporta al espectador a las noches en que el grito “¡El escuadrón volante!” rompía la pasividad de los barrios populares y advertía a los jóvenes no despertar la más leve de las sospechas. El enrarecido clima político de los años ochenta en Ecuador se siente en varios momentos: cuando un patrullero pasa frente a la casa donde los padres de Pablo imprimen manifiestos revolucionarios como los que los miembros de Alfaro Vive Carajo distribuían, fugaces como fantasmas, en las esquinas de la ciudad; cuando otro patrullero disuade a los niños de robar tapacubos en la noche de San Juan; cuando un grupo de combatientes llega hasta la casa de Pablo a pedir refugio y su padre se los niega para no poner en riesgo a su familia. La revolución que nunca pudo hacerse en Ecuador aletea, como una mariposa negra, en la película.

Testimonios de las decenas de crímenes cometidos por el gobierno de Febres Cordero en contra de los jóvenes idealistas de la época sobran y siguen siendo motivo de indignación. En la película, no obstante, se muestra otra cara de la moneda, la de un policía que pierde a su hijo, por causas distintas, desde luego, pero que también deja una mueca de dolor que no suaviza el tiempo.

 En lo que respecta a la construcción de personajes, Ochentaisiete está llena de sugerencias, de guiños que vuelven cómplice al espectador. Este sabrá de manera inmediata, por ejemplo, que el hijo adolescente de Carolina es producto de la relación que tuvo con Juan en la casa abandonada que convirtieron en su refugio.

Tal vez por nostalgia, acaso porque los criminales siempre vuelven al lugar del crimen por inocente que esta haya sido, los sobrevivientes vuelven a la casa para verla convertida, al final, en chifa.

Pablo, el adolescente que huye del país tras chocar el Maverick y causar la muerte de Juan, no tendrá la suerte de volver a ver la casa de su infancia. De hecho, se queja ante la mujer de Andrés de que en su lugar encontró un edificio. Como dice una canción de Sabina, Pablo descubre que al lugar donde se ha sido feliz no se debe volver. Más aun, al enfrentarse al padre de su amigo, se da cuenta de que a diferencia de los delitos penales, las penas del corazón no prescriben.

Anahí Honeisen ha dicho que uno de los intereses fundamentales que tuvo al hacer el filme fue reflexionar sobre el modo en que la gente se construye a sí misma con el paso del tiempo, y esto se pone de manifiesto muchas veces a lo largo de la producción. Por ejemplo, en los celos que siente Andrés por su esposa a causa de la relación que tuvo su padre con otra mujer, o en la incapacidad que tiene Carolina de amar por temor a perder nuevamente a un ser querido.

Ochentaisiete recuerda, respetando las distancias, a Eso, película coincidentemente ochentera, basada en una historia de Stephen King, en la que un grupo de niños ve sus miedos en forma de un payaso al que muchos años después deciden enfrentar para condenarse o liberarse definitivamente.

Nada está de más en esta película. Al contrario, se agradecen las sutilezas y el delicado modo en que los directores desvían la atención del espectador. Parecería, por ejemplo, que entre Miguel y la esposa de Andrés se tejiera una imperceptibles y fugaz historia de amor; parecería que Andrés hubiese estado eternamente enamorado de Carolina, al igual que sus dos amigos.

Los directores han tenido cuidado de mostrar las ciudades vieja y nueva que conforman la metrópoli que hoy es Quito. Lo interesante es que no han necesitado, para expresar modernidad, el lente sobre los edificios del norte de la ciudad, como es común, sino que se han situado en algún lugar del Pichincha, desde el cual puede verse el edificio del Consejo Provincial y, abajo, el observatorio astronómico de El Dorado. Nuevas e interesantes locaciones de la misma ciudad de siempre.

Respecto a la técnica, es necesario señalar que al final se causa tensión dramática con fotografías que se mantienen durante largos segundos y que resaltan las expresiones de los personajes al tiempo en que difuminan la ciudad que está al fondo. La película fue filmada en película de 35 milímetros con micrófonos y amplificadores de los años ochenta, para logar texturas visuales y auditivas propias de aquellos años.  

Tan emotiva como Ni tú ni nadie, la canción de la banda española Alaska y Dinarama que constituye la banda sonora del filme, es el otro final, aquel que muestra el mundo no como es, sino como hubiese podido ser para los personajes.

Quedan aleteando en la memoria no las mariposas negras de las vidas que no fueron a causa de los errores que se comenten en esos cinco segundos que se lamentan siempre, sino las risas dulces de cuatro niños que empiezan a descubrir sus existencias.