Ecuador / Martes, 23 Septiembre 2025

Miguel Varea: el último pintor maldito

FOTO: Andrés Darquea / El Telégrafo
Perfil

Con su delgadez, su saco de lana y su desteñida melena rubia, el pintor Miguel Varea (Quito, 1948) tiene una pizca del vocalista de Nirvana, una cucharada de faquir y una taza bien colmada de hippie.

Nunca le ha gustado salir, excepto para departir algunos momentos en el Café Amazonas, con pintores que estima. “Desde la escuela he sido aislado, nunca me ha gustado hacer lo que les parece bien a esos fulanos que se sienten las reinas de las películas”, dice Varea.

Prefiere permanecer en el taller de su casa de Sangolquí, donde vive desde los años setenta; dibujando, escribiendo y fumando Full Speed y marihuana, planta de la que es devoto y que crece desordenada en el jardín trasero, allí donde en las películas se entierra a los muertos.

El taller es espacioso. Tiene ventanas al este y al oeste y tres mesones largos, sobre los que hay oleos destapados, pinceles, lápices de colores, espátulas, La historia de la fealdad, de Umberto Eco; dibujos, plumillas, un portarretrato con fotos de su esposa Dayuma, de sus hijos Jerónimo y Martín, y de sus pequeños nietos Miguel Ángel y Agustina.

Sobre un sofá hay tres cojines decorados con dibujos de su autoría que gustaron al cantautor español Joaquín Sabina. Tiene, además, una grabadora para escuchar programas sobre la cotidianidad política que siempre ha nutrido su obra y en un cajón, discos de The Doors, The Police, The Rolling Stones, The Beatles, Black Sabbath y otros clásicos del rock. Últimamente ha escuchado Por lo menos hoy, el noveno disco de la banda uruguaya No te va a gustar:

 

“Un día me encontré a la vuelta de mi casa

de pelo oscuro, un ángel con campera

le dije: te esperé la vida entera

y no me creyó casi nada.

¿Qué será de nosotros

si de afuera ya no entrara nada?

sin la duda, sin la espera,

dejando la puerta cerrada”.

 

Hace 2 años le detectaron un enfisema pulmonar que le obliga a dormir conectado a un tanque de oxígeno y que, contradiciendo las ordenanzas médicas, se niega a usar durante el día. Los tres paquetes de Full Speed que consume desde hace décadas le han pasado factura. De hecho, está un poco aturdido. Cada vez que se desconcentra, que se cierra como una ostra a la que sacan del agua, hablo de pintura y Varea se relaja y las arrugas de su rostro se distienden.

 

Vida y obra: cara y cruz de una moneda

Varea está emparentado con la historia cultural y política del Ecuador: yerno de Oswaldo Guayasamín y de la escritora Luce de Perón, e hijo del político conservador Miguel Ángel Varea. Estudió en el Colegio San Gabriel e ingresó a la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Central pero se cambió a la Escuela de Artes. “Era un desastre, no había más que un cuarto lodoso para hacer cerámica. Tuve buenos profesores: Jaime Andrade, Oswaldo Viteri, Mario Solís, Leonardo Tejada, pero los botaron los ‘Chinos’ y en su lugar pusieron a unos engendros. Se dañó la facultad”.

Lo cierto es que el artista cursó 2 años de carrera y tras la clausura de la Universidad durante el gobierno de Velasco Ibarra, nunca volvió a las aulas. Se dedicó a viajar por el sur del continente. En Perú vivió en un parque. En Chile estuvo durante el Gobierno de Salvador Allende. Cuando regresó a Ecuador retomó el arte al descubrir que era posible recrear con acuarelas la fiesta brava que le apasionaba.

Ha hecho grabados, óleos y plumillas. Siente predilección por el dibujo desde que Alfonso Montahuano, el carpintero que le enmarcaba los cuadros, le dijo que primero había que aprender a dibujar.

El artista difundió sus conocimientos en el Taller para la Práctica Artística que montó en la 6 de Diciembre y Veintimilla, así como, en uno de grabado que coordinó en la Casa de la Cultura Ecuatoriana durante la presidencia de Galo René Pérez.

Su momento preferido del día es el amanecer. Se levanta a las 4:00 y trabaja hasta las 7:00. Desayuna. Regresa a su atelier, dibuja y escribe sus característicos ‘libros’ de contenido político en pequeños cuadernos escolares con espiral. Juntos, dibujo y escritura, constituyen una verdadera autobiografía ilustrada. “Ando queriendo armar un libro. Soy vicioso de armarlos”, confiesa con la ilusión del niño que espera, en Navidad, que sean las 12:00 para abrir sus regalos.

En su obra plástica fusiona imágenes y palabras por la influencia que recibió de la literatura de Xavier Ponce, Alexis Naranjo y Javier Vásconez, poetas con quienes editó la revista Artes a inicios de los setenta. En la primera página de uno de sus libros dice: “Ha sido muy grato empezar el nuevo cuaderno Kansón”. Escribe con K, como en el castellano antiguo de las crónicas de Indias.

El trabajo de Varea es rico en tramas y se inscribe, según los críticos, en la neofiguración, movimiento caracterizado por representar el mundo de manera deformada. Los años en que los pintores (Oswaldo Guayasamín a la cabeza) orientaron su interés hacia el indigenismo en boga, Varea se mantuvo firme en su propuesta y al margen del arte oficial. Prueba de eso es que en toda su trayectoria no ha montado más de tres exposiciones. La más reciente fue en 2010 con óleos de gran formato: Angostura Appel; La computadora de Angostura; Ser mula no es delito y El hijo de putismo (trabajo basado en la obra del escritor argentino Leopoldo Marechal). Casi todos regresaron a su taller, pues no estuvo dispuesto —dice— a venderlos en dos reales.

Pese a que sus obras hay que entenderlas en contextos políticos, el pintor asegura que no le interesa representar ideologías, sino mostrar el uso que hace de los materiales. “No es lo mismo –dice– dibujar con bolígrafo que hacerlo con lápiz”. A propósito de ello me muestra trabajos que realizaba con elementos y herramientas que ya no se comercializan, como cartulina rascable y tinteros. 

Le gusta pintar cuerpos robustos y rostros, en especial de niños, aunque a veces le salgan fantasmagóricos. También se hace autorretratos; en unos aparece como Jhon Lennon, en otros como una caricatura, género que le apasiona y que trabajó para El Clásico y El Bocón, periódicos de deportes y política que sus hijos editaron a mediados de la década pasada.

Puesto que la obra de Varea conjuga imágenes y textos, no puede leerse al margen de la literatura que la ha nutrido. Si se pesca a río revuelto en el mar de sus dibujos, caerán en la malla textos de autores como Plotinio o Pitágoras: “Honra ante todo a los dioses inmortales, honra la palabra”. También admira a Ferdydurke, de Mitold Gombrowicz, y El banquete de Severo Ancangel, de Leopoldo Marechal.

Sobre uno de los mesones, cerca de la estufa que debido al calor del sector no es necesario encender, está una edición de Leonora, libro de la escritora Elena Poniatowska basado en la pintora mexicana Leonora Carrington.

 

“Quiero que se vayan las visitas”

Recuerda a su suegro, Oswaldo Guayasamín, a quien veía esporádicamente, como una persona ‘chévere’. “Era pilas. Conversábamos como bestias. Le encantaba chupar, se mandaba unas cuantas botellas cada almuerzo”. Además, admiraba la relación que establecía con sus clientes. “Tenía precios establecidos. Decía 10 sucres, y eso pagaban, no estaba con huevadas como uno”, dice Varea, mientras le pega una profunda chupada al cuarto Full Speed de la mañana y, añade, en son de broma: “Mi suegro de arte no sabía nada, pero era un libro abierto, sabía de todo”.

El artista mantuvo una buena relación con Ramiro Jácome, Pepe Unda, Oswaldo Viteri y el escritor Javier Vásconez, pero ha nacido bajo el signo de la ostra y es reacio a lo social. De guagua le preguntaban por qué lloraba, y él respondía porque quería que se fueran las visitas.

 

Siempre en la oposición

 Dayuma, la esposa de Varea,y él, comparten con el escritor Francisco Febres Cordero y su esposa Catica el vicio por el tabaco, males pulmonares y una amistad que empezó a inicios de los setenta. Dayuma es pequeña y gentil. Ofrece café e historias, mientras disfruta del cigarrillo electrónico que su marido se niega a adoptar.

La artista y diseñadora es combativa. Dice que a diferencia de muchos pintores de su generación, Miguel se mantuvo al margen del poder, desarrollando un arte contestatario que lo puso, en 1974, en la mira de la dictadura militar. “Nunca he hablado a favor de ningún régimen. El otro día me preguntaron cuál era mi posición política y yo respondí: ‘Siempre en la oposición”, dice Varea, y recuerda que definió a León Febres-Cordero, cuando era presidente de la República, como un “mamífero carnicero de la familia de los félidos de uñas y dientes muy fuertes”.

Mientraspone sobre la mesa un cesto de mimbre con confites, Dayuma recalca que han vivido al margen de las instituciones. Varea le responde que eso es imposible porque su familia es una institución. “La tuya más”, replica su esposa, como esos niños de escuela que compiten citando a sus familiares con más poder y dinero. Más allá de los chistes, los dos consideran que estar vinculados a la familia Guayasamín les ha cerrado las puertas, en la medida en que los han creído oligarcas del arte.

Aunque Varea no es precisamente de izquierda, recuerda La Habana como a una ciudad preciosa, y cita el grafiti que leyó en el faro del Morro: “El último en salir, por favor apague el foco”.

 

Drogas mortales y veniales

Varea no bebe, dejó el alcohol hace años por considerarlo muy fuerte, aunque no puede evitar ensalzar las bondades del snaps que alguien le regaló hace poco.

Al pintor no le tiembla la voz cuando confiesa que ha consumido todo tipo de drogas, desde los hongos hasta la base, pasando por los ácidos y la cocaína, para mirar con otros ojos la realidad. “Por drogo, me guardaron en una clínica del Inca. Un día fue a visitarme Oswaldo Viteri, con quien, en la Facultad de Artes, solo saludábamos. Desde ese día nos hicimos amigos”, recuerda el pintor, y cierra el tema.

A inicios de los setenta, cuando llegaron a su casa, no existía la autopista Rumiñahui. Debían tomar un autobús en el sector del Cumandá y atravesar el camino viejo (aquel que empieza en la ciudadela México y termina en Conocoto), con una bolsa repleta de materiales de arte en las manos.

La ‘mansión’ de los pintores está bordeada por un río, salpicada de flores, helechos, cactus, un arupo y un aguacate que plantaron  profundo, y que no han querido cortar pese a que impide el paso de la luz a sus talleres que, por cierto, se encuentran uno sobre el otro, como una litera.

El jardín es tibio, le revolotean las plumas de las aves que cazan Benito y Bruna,  dos perros negros y polvorientos. La casa es acogedora, llena de esculturas religiosas, libros de arte (El Greco, Trude Sojka, Le Corbusier, Breckman, galerías de Europa), juguetes, móviles que tintinean con el viento, cofres, instrumentos musicales de otros tiempos, bustos, pinturas no necesariamente de ellos.

Se casaron cuando ella tenía 15 años, tras un noviazgo de adicciones compartidas, por prescripción del siquiatra, que les dijo que debían cuidarse mutuamente. Se fugaron. Los padres de Dayuma acusaron a Varea de robo a almacén y rapto a menor. Pasaron su luna de miel en el retén policial. A ella la soltaron. Él evadió la prisión ingresando a una clínica de reposo.

Él pinta. Ella también y se encarga, además, de las ventas. Como diría el cantautor español Alberto Pérez, los dos se ocupan del mar y tienen divididas las tareas, ella cuida de las olas, él vigila la marea.