Los quiteños o residentes que deciden emanciparse del hogar paterno —o materno— suelen escoger recogidos urbanos precisos con la filosofía y las condiciones más favorables para situar su primer fuerte de independencia. La ciudad también es consecuente en su trazado urbano para adaptarse a las sinergias propias de esa diáspora cada vez mayor de almas pródigas. A su vez, la urbe se ve distinta y se transforma para los que salen del cascarón, cuando el bolsillo apremia y tienen que movilizarse a pie, en bicicleta o en bus, y deben explorar locales para alimentarse, vestirse y abastecerse de necesidades básicas que encajen con su presupuesto incierto.
Hay barrios que se han amalgamado precisamente para eso, para convivir con y, sobre todo, tolerar a jóvenes solteros que viven solos o en comunidad entre iguales, con sus costumbres aireadas y los rifirrafes propios de esa edad díscola.
No son los barrios universitarios colonizados por estudiantes de provincia. Son los barrios del quiteño que va por libre. Son los barrios donde está la acción.
Les voy a compartir un rápido inventario de algunos de estos barrios ejemplares por los que transité a lo largo de casi 20 años.
El Batán
Cuando dejé mi hogar familiar me mudé a un departamento en una casa de la calle Gregorio Alemán, detrás del estadio Olímpico Atahualpa. Como aquel piso tenía 4 habitaciones y un costo ridículo para ese barrio, mi casa se convirtió en un conventillo de pelafustanes en tiempo récord. En pocos años pasaron por ese lugar alrededor de 15 personas, entre hombres y mujeres, más dos gatos y un perro.
Otras residencias compartidas con igual talante se repartían en las cercanías. En esos tiempos se salía y se llegaba a pie, a cualquier hora, se llegaba sin anunciar y se acogía al que le cogía noche y al que no sabía lo que era el día; se pedía a los vecinos desde una tacita de azúcar hasta cualquier fórmula para el desamor adolescente.
El Batán ahora es un barrio de clase media dividido entre el alto y el bajo y aquellos departamentos comunales se ubicaron más arriba. El Batán Alto arranca en el parque Metropolitano, y forma el capuchón del cerro Guangüiltahua. Se adocenan las casas divididas en varios pisos y algunos edificios pequeños en los que se multiplican los departamentos más accesibles para la economía buscavidas que los del Batán Bajo.
Decenas de jóvenes vivieron y viven ahí: skaters, ciclistas, montañistas, ambientalistas y aventureros, en su mayoría.
Hay buena vista y circula envidiable aire fresco. Desde la Guangüiltahua se baja y se rueda hacia la ciudad, o se sube al parque para evadirse de la ciudad sin salir. El ‘Coloso del Batán’, el estadio, es el referente principal, y a ritmo de calendario de fútbol ha marcado el flujo del sector desde los ochenta.
En la actualidad, la nueva proximidad de los malls gigantes hace que solo sea un barrio tranquilo pocos días al mes. Por eso no es un barrio para perennizarse, a pesar de que sí es un vecindario amable, cálido, aunque la arremetida de las iniciativas corporativas hace que apenas los linderos con el gran parque queden para la convivencia a la vieja usanza. El Batán quedará en los recuerdos de la adolescencia.
Guápulo
Es el barrio bohemio de Quito y uno de los más antiguos. Se extiende desde la llamada patag hacia el inicio del valle. El pico del volcán Cayambe se divisa en el fondo camino al noroeste.
Me mudé al terminar los noventa y ocupé varios departamentos a distintas alturas. Como Guápulo no tiene un trazado de calles con denominación clara, salvo el camino de Orellana, que lo atraviesa zigzagueante de arriba abajo, el barrio está dividido por sectores reconocibles por los vecinos, como la vieja piscina, el cementerio, la cruz o la cancha de básquet. Algunas partes del barrio tienen nombres improvisados, acuñados con familiaridad para identificarlos más fácilmente, como ‘Beirut’, ‘Villa miseria’ o ‘Melrose Place’, dependiendo de la personalidad del caserío en cuestión.
Mantenerse en la parte de arriba de Guápulo es más costoso, porque tiene mejor vista, casas más cómodas y mejor situadas. Al otro extremo estarían los recodos más sencillos, rudimentarios, con poca vista y poca gracia, pero accesibles para los residentes más espartanos: baños compartidos y privacidades en riesgo, pero nada grave que arredre a un ilusionado muchacho que busca distensión y libertad.
Hay una parte que lo vuelve un barrio de tránsito para extranjeros que viajan dentro de una mochila, pero también están los que se quedaron a convivir con las familias de siempre, los guapuleños de raíz.
Los cafetines a media altura de la ladera son una espita de convivencia interior y exterior. Ahí se cuecen las habas y es muy probable que encuentres al amor de tu día o al amor de tu vida. A veces, ambos a la vez.
Guápulo es un barrio indefinible, es un trozo regado de la ciudad, caído, casi dislocado, por eso tiene un espíritu muy autónomo, emancipado. Vivir ahí es una experiencia extraña y entrañable a la vez. Como sus accesos son prácticamente perpendiculares, salir del barrio se hace muy difícil a pie, y uno puede quedarse largas temporadas perdido y alucinado en sus pliegues.
El Dorado
Este barrio con nombre de leyenda y sueño de gloria cae al pie del Itchimbía, otra colina que empieza en un gran parque con el mismo nombre. Es un barrio más central, conectado por San Blas y La Tola al casco colonial.
Yo viví tres años en la calle Gran Colombia, la que marca la frontera baja del barrio. Viví en la casa Robinson, una gran casona que está por cumplir el siglo de vida, y que fue dividida en pequeños y primorosos departamentos a partir de los años 80. Fantasmas, espectros, más otros seres incorpóreos y corpóreos han convivido desde entonces entibiados por chimeneas art decó y jardines llenos de sapos cancioneros. Las casitas cúbicas, sencillas y prácticas, con lindos jardines algunas, se multiplican conforme se asciende por la duna ortogonal; las pollerías de barrio, los abarrotes de vocación cantinera, los buscadores de tesoros, los constructores de relojes, los vagabundos con sus jaurías sin trineo, crean un ambiente medio steam punk, medio novela de anticipación a lo Huilo Ruales, medio distopía del doctor Mengele, sobre todo a la medianoche. Y también hay un entorno facultativo, algo frenopático, con hospitales y maternidades en el cerco, más la escuela de medicina tomándole el pulso al flujo de roqueros, malabaristas, bailarines y hopers de la vecindad.
Como está a un paso de la Asamblea Nacional y el parque de El Arbolito, El Dorado vive la agitación social como desde un palco. El incendio del congreso Nacional a inicios de siglo yo lo viví desde la terraza de mi casa, tendido en la reclinadora y con un coctel de pepinillos en la mano.
Si ya se me fue el bronceado de aquella vez, alguna sonrisa todavía me queda.
La Floresta
Cuando Quito se extendió hacia el norte a partir de la década de 1950, se crearon barrios con el concepto de ‘ciudad jardín’. La Floresta es todavía el sector que más sostiene ese concepto, con sus casas de una planta, con arquitecturas mezcladas y de estilo incierto: andaluz, morisco, inglés, americano y algo de criollo. Sus casas son casas más horizontales y amplias, con enrejados y amurallados ligeros con jardines como fachadas, diferentes a las casas del centro, que tienen sus jardines y patios al interior.
Entre una gran presencia canina y felina, en esos jardines hay buganvillas, guantos, magnolias, jacarandás, floripondios, rudas, chiricaspis y tilos, y en esas casas se han inventado y sembrado talleres de artistas y artesanos del vidrio y las orquídeas, escuelas de cine y teatro, estudios de grabación, restaurantes con música en vivo, galerías de arte emergente y hasta sobrevive un cine.
Actualmente, es el barrio del ‘mundillo’, el caldo de cultivo donde se cuece la corriente alterna de la ciudad. Así, tal vez mi lugar favorito sea la feria permanente de comidas típicas en la frontera con su barrio hermano mayor, La Vicentina. Es donde todos van a tripear con verdadera tripa mishqui a bajo costo. Además, los motes, los menudos, el morocho más un mesiánico caldo de 31 han salvado de la inanición a un par de generaciones de desbocados por un par de peniques.
Ahora el barrio está en peligro por el arribo de edificios que han desplazado a las viejas villas. La Floresta está siendo la última parada de los que van a abandonar la ciudad indócil hacia algún valle apartado mientras se deshacen de sus recuerdos y resacas en mercados de pulgas pop.
La Mariscal
En la calle Wilson viví por tres años en un departamento al que llamábamos con cariño ‘Monstruo Cinema’, porque nos pasábamos viendo ingentes cantidades de películas en un ambiente, digamos, algo difuso. Fue mi última parada en mi parchís urbano sin coronación. Después senté cabeza. Creo.
La Mariscal también es parte de esos barrios concebidos como ‘ciudad jardín’ y que pasó de ser un acomodado sector residencial a convertirse en la zona turística y festiva más efervescente de la ciudad. Todavía queda algún castillo morisco o alguna vieja casa suntuosa, pero travestido en bar de combos de cerveza o club para adultos empedernidos.
Por cierto, el barrio se llama La Mariscal por la estación Mariscal Sucre del tranvía que existía un poco más al sur, no por la calle Mariscal Foch.
El estado de mariscal de campo lo provee más bien la plaza Foch o del Quinde, que se ha convertido probablemente en el punto para pactar encuentros y explosiones más fácil de definir. Ese puñado de calles convierten a Quito en una Babilonia andina a la que hay que mantener a raya porque a ciertas horas puede volverse un panóptico irrefrenable.
No es un barrio recomendable para vivir, sobre todo si no se tienen los nervios y las ansiedades bien templadas.
Se llama la ‘zona’ más o menos desde este siglo. Y ‘zona’ significa también estar alerta, por si acaso. A Quito le convendría tener en cuenta estas advertencias que le hacen algunos de sus barrios más despabilados.
Así crece Quito, una ciudad púber, casi una metrópoli preestrogénica, a la ya que le gusta probar cosas, desbancarse, experimentar, jugar a ser grande, pintarrajearse la cara y rellenarse de bultos y agallas donde no los tiene; entre el miedo de buscar autosuficiencia, autonomía y neutralidad de cara a un futuro fuera de foco, sin profundidad de campo. Y con pánico por alejarse de las zonas de confort, el cálido hogar donde uno se miraba a sí mismo crecer en el vano de la puerta que da a la calle; las camas hechas, el pan caliente sobre la mesa y las flores del jardín llamando a jugar desde la ventana. Y ese techo que parecía eterno.
Es definitivamente una ciudad adolescente, que adolece, afectada, a la que le desorientan los mismos cambios que provoca, que sueña en grande pero casi ya no tiene para dónde.
A ratos altanera y otros sumisa, entre bárbara y bovina, Quito ya es una ciudad grandecita.