Ecuador / Viernes, 26 Septiembre 2025

Los juegos de la imaginación

Creación

La vida es una partida de ajedrez y nunca sabe uno a ciencia cierta cuando está ganando o perdiendo.

Adolfo Bioy Casares

 

Adolfo mueve su peón dos espacios (negro y blanco) hacia el frente.

Jorge Luis recoge su peón a la misma altura y lo enfrenta a su par.

Adolfo toma, tiernamente, a su reina y la acerca a su peón, por detrás. Ha quedado en un casillero blanco que aguarda una amenaza latente.

Jorge Luis controla los latidos de su corazón. Se permite una licencia y observa la lentísima lluvia que se cuece detrás de las cortinas que decoran el paisaje infinito de libros catalogados escrupulosa, meticulosamente, alrededor. En un abrir y cerrar de párpados piensa que podría estar en el centro de las cenizas de la perdida Biblioteca de Alejandría. ¡Alejandría! Cuántas sensaciones mágicas e imágenes corrosivas de verbos y sustantivos deslumbrantes le trae.

Como ese poema que fragua en el vertiginoso resplandor de la memoria. ¿Cómo era? Ah, sí.

‘El oro de los tigres’: “Hasta la hora del ocaso amarillo/ cuántas veces habré mirado/ al poderoso tigre de Bengala/ ir y venir por el predestinado camino/ detrás de los barrotes de hierro,/ sin sospechar que eran su cárcel./ Después vendrían otros tigres,/ el tigre de fuego de Blake;/ después vendrían otros oros,/ el metal amoroso que era Zeus,/ el anillo que cada nueve noches/ engendra nueve anillos y éstos, nueve,/ y no hay un fin.” Entonces, mueve, sutilmente —sabe que de nada sirve la sutileza en este ¿deporte ciego? Sabe también que aquello no es Alejandría y que tampoco está en el centro del tablero. Ni que fuese un Aleph, el Aleph—. Entonces mueve, decía, su alfil hacia el costado en que el rey contrario aguarda protegido por su firme batallón de peones.

Bioy Casares [podría ser] visto bajo la lupa del prólogo de Borges a propósito de su novela La invención de Morel como el “inicio de la boga fantástica [de la] literatura [en un] manifiesto [sobre] el que Emir Rodríguez Monegal diría: ‘tan importante para la nueva novela latinoamericana como el prefacio de Cromwell de Victor Hugo’”(1).                    

Adolfo recoge peligrosamente a su reina —sabe cuánta amenaza reviste— y la coloca tres casilleros blancos y oblicuos hacia el frente. Oh maravilla de las maravillas. Danza sempiterna de perfumes femeninos en la tienda de campaña de aquel profesor del príncipe Sirham cuando el reinado de Asoka, en el imperio de Pataliputa, a orillas del Ganges, en la India, donde el tutor inventó una estrategia laberíntica de guerra mientras acariciaba los muslos de jade de su tierna esclava del deseo obsequiada por la alteza. Y, de pronto, todo implosiona en Chaturanga, chatranj y en el árabe axatranj como un invento castellano que tenía 64 casillas sin distinción de colores para alimentar la alegría de los descendientes de un soberano que había ganado una batalla y perdido a su hijo en ella. Y de pronto, todo se dibuja en las luces artificiales de un juego que le hiciera comprender al antiguo soberano sus errores de campaña y penetrar una vez más en el corazón de la alegría. Entonces es Jaque.

¡Uf!

Jorge Luis observa que el rey contrario no se inmuta —¿es el mismo rey o es otro?, piensa—.

La ficha tridimensional, holográfica, actúa como aquel personaje que aparece y desaparece, activado por el dispositivo de una pulsación misteriosa al interior del cuarto de máquinas de una isla perdida de la humanidad en la mente de alguien que fabula con el deseo y la paradoja de la ausencia en la fracción de una de sus Ficciones o en la ficción de las fracciones de la ausencia y la paradoja del deseo que fabula con alguien en su mente. La ficha con la cruz sobre la sesera tiene a su caballo a un costado dispuesto a sacrificarse por ella. Sabe que si la bestia equina muere, será fácil acabar con la reina subversiva con las manos de su amor encarnado, de su compañera o con sus propias manos, si fuese necesario —el ánima es análoga a ese aparejo de dedos y uñas que nace o muere al final del brazo, la mano tal como el alma “es el instrumento de instrumentos” decía el viejo Aristóteles(2).  

Adolfo se pregunta acerca de la ventaja ridícula que implica el primer movimiento sobre el tablero. También reflexiona acerca del uso de los casilleros blancos, en primera instancia. Cree que son pozos cuadriculados de espuma. Escaleras infinitesimales. Anfiteatros frenéticos para albergar insondables estrategias originarias. Ágatas invisibles.

Se toca la quijada.

No frunce el ceño para que su oponente no registre en él alguna duda.

Y, de un solo zarpazo, disimulado con prolijidad y diplomacia, hiere de muerte al peón que actuaba como carne de mortero dos cuadros adelante. Lo desplaza, lo elimina.

 

El tema [de la novela de Bioy Casares] se anuncia inmediatamente en el título de la obra, que proclama que se trata de una invención. Pero, como afirma atinadamente D.P. Gallagher: “The title is pointedly enigmatic —it could refer to the narrator’s invention of Morel, or to bis account of Morel’s invention.” [“El título es significativamente enigmático y puede referirse al narrador de La invención de Morel o considerar la —propia— invención de Morel”.](3). La trama también es creativa y fantástica, hasta increíble, quizás, dentro del contexto de la ciencia actual. Así, como percibió Borges, la historia solo puede considerarse un “objeto artificial”, una nueva realidad que ha sido insertada dentro de nuestro mundo(4).

 

Jorge Luis apunta con su dedo meñique, como si midiese algo, apunta a su rey que mira con cierto desconcierto (ay, las palabras y su metonimia; ay, las palabras y su ominoso orín), apunta a su rey que mira con cierto des-concierto la jugada peligrosa. Sabe que si la reina opositora se posa, fatalmente, sobre su torre esquinera derecha, su reina, su amor celeste y marsupial, su perfume de madréporas, su amor de efluvios, acabará de un solo tajo impalpable con la femenil majestad del otro bando. Por eso, prefiere que su caballo negro sobrevuele uno de sus peones y relinche al espacio sideral como un signo de confianza y orgullo atroz.

Adolfo elige oxigenar a su rey, brindarle confort. Al fin y al cabo no hay mujeres cerca. Ni la reina propia, ni la ajena. Sus peones intactos aguardan cualquier señal. Solo basta un musitar indefinible, una mancha de silencio en el silencio y se adelantarían una o dos veces a costa de sus propias e insignificantes vidas. No se puede hablar de legionarios aquí, no, únicamente de pe-o-nes, pero, ojo, uno de ellos podría darle muerte a un rey.

Jorge Luis ha movido, de nuevo, su caballo que dibuja eles invisibles sumamente comprometedoras. Tanto que el rey casi va desguarnecido y, con suprema calma, da la orden a su peón: “¡un casillero hacia delante, dos casilleros hacia el costado! ¡Respiración en los oídos al equino contrario!”. 

 

[Morel inventa su máquina de la imaginación…] Como los hilos metafísicos y creativos [que] están entretejidos en una estructura narrativa estrechamente unida, es difícil o imposible separarlos. Por ejemplo, el impulso de inventar o crear de un personaje suele ser motivado por sus obsesiones metafísicas: miedo al tiempo, a la muerte, búsqueda de la inmortalidad, etc.(5).

En Adolfo se asila una idea. Con embargo, reconoce que la mano del opositor tembló por la ebria fragilidad del pensamiento fluctuante —hay que reconocerlo—. El caballo inverso se ha colocado entre la cruz que conforman los tres peones y el alfil del rey aciago que empieza a preocuparse.

Jaque.

Como una medida extrema, no desesperada aún, el rey se acerca a la bestia que sacude, con el estrépito de sus cascos, el polvo fútil de los inconclusos adioses.

Jorge Luis desaparece, como en un acto de magia, a la torre del rey amenazado. Cuando parecía que su caballo iba a retroceder, más bien se ha instalado en la esquina ¿del círculo? del territorio enemigo.

El caballo blanco de Adolfo mira al negro, que a su vez lo mira. Son Las mil y una noches. Simbad. Las alfombras voladoras sobre Persia y el brillo de las lámparas escondidas de Aladino.

Es una suma algebraica de espejos sucesivos que completan el pasadizo a la eternidad. La bestia blanca sabe que su reflejo de carne oscura no saldrá de allí hasta que no repare en una víctima propicia. Por eso Adolfo adelanta dos espacios a su peón izquierdo extremo. Pero, no contempla, desgraciadamente, que el rey opositor elige enviar a su flor de lisonjas inimaginables, a su reina preterida —ahora—, contra su sagaz antípoda: la otra, la enemiga, la que se asilará en un casillero donde será posible matar o morir.

 

La fascinación del narrador con las máquinas se intensifica a medida que se [da] cuenta del significado potencial que tienen para él. Es decir, que las máquinas pueden producir un tipo de inmortalidad. En un sentido limitado, Morel sí había inventado la inmortalidad. Pero los que la alcanzan, paradójicamente, mueren al ser fotografiados. El narrador sabe que la inmortalidad está fuera del alcance de los seres humanos, y que tendrá que abandonar su identidad humana para obtenerla. No obstante, ya no teme a la muerte porque él, como Morel, está convencido de que está creándose una nueva realidad como un ser ficticio y de que vivirá para siempre en el mundo trascendental de las imágenes. Cuando el narrador se inmortaliza sobreponiéndose a la película eterna, termina la historia, ya que su conciencia ha sido usurpada por su imagen. Ha abandonado este plano de la realidad y ha ascendido al nivel de la ficción. En sentido teórico, los personajes pierden toda identidad humana al convertirse en imágenes ficticias, y su realidad inventada se hace su única realidad, el único nivel en que ahora existen… [Es el daguerrotipo ficticio de Faustine. Es Faustine la imagen holográfica.

Es Faustine el holograma…]. Es imposible la inmortalidad física para el hombre, su imaginación creadora resulta ser el único medio de perpetuarse(6).

 

Adolfo/Bioy Casares roza su pulgar contra su dedo índice como si con eso sacudiese, finísimamente, tiza intangible. Es su oportunidad. Puede acabar con la pieza fundamental de su enemigo aunque con ello sacrifique a la suya, a su amante libérrima apostada a los pies de la torre extranjera, perpendicular, que se eleva sobre las dunas del desierto arábigo.

Traga saliva. Y al fin lo hace.

Mata a la reina contraria. Mejor dicho, la deja morir aplastada por un castillo de polvo.

Jorge Luis mira desde lejos, con un dejo involuntario de melancolía, el vacío que ha dejado su amante. Su pieza crucial, inexistente ya. Dándole vida a las gotas de arena del reloj cercano, tose falsamente frente a la cuasi sonrisa de su mejor amigo y mueve con despotismo ilustre a su penúltimo peón dos casilleros a la vanguardia, a la avant garde/ foreguard: “Despotriqué del ultraísmo”, piensa, torpemente. “Debo cuidarme la retaguardia”, reconoce, como una suma y resta de imágenes acústicas enarboladas. Tiene la seguridad de que el rey rival no supondrá que un simple alfil pueda con-moverse detrás de uno de sus peones.

Borges deja de sonreír. Mira —excusas—, acaricia, sin abrir los párpados, sus libros de Cábala, sus ediciones remotas de La tempestad de William Shakespeare, sus colecciones de Chesterton y Stevenson y sus algebraicos jardines de Tlón, Uqbar, Orbis y Tertius, así como sus enciclopedias persas. Acaricia las letras góticas escarlata o las de fino pan dorado que traducen atroces batallas de ampulosas mentes humanas. Luego, parafrasea, mentalmente, ese texto ¿cómo era? La invención de Morel. No reconocerá jamás que le hubiese gustado escribirlo. “Es la novela perfecta”, le clama el eco de una voz desperdigada ya en su corazón o en las glándulas del desasosiego. Por eso, y por las noches de arena incalculable y los laberintos de espejos sucesivos y las pipas inservibles y los báculos ardientes y el buen whisky cerca del tablero y el mate plural (sin revolver pues sería un insulto argentino) y los cardamomos inacabables en las lenguas de los diestros contrincantes, respira, lenta, suspendida-mente, como los curtidos yoguis. Y en una acción que podría parecer suicida, pero no lo es, aleja su otro caballo negro de la vista de su rey. De su vista pura. De la contemplación extasiada en la nada, en el vacío feroz de la entelequia.

Craso, monumental error.

Había un peón cretino junto a la ele recién dibujada y desaparecida.

Y el alfil contrario se ha movido —oh rabiosa hazaña: Arlt, Arlt— de manera sesgada, tres casilleros hacia el frente. Ah, la astronómica pérdida. Ah, la ceguedad premeditada del instante abatido. No hay error. Tan solo Azar con A mayúscula estremecido en sus secretas glándulas. Solo Azar. Distraimiento del Orden. Tan solo condescendencia, vejez en el agrado, ciencia de la piel que se despeña imperceptiblemente.

Tan solo sangre.

Sangre de la imaginación.

Sangre múltiple.

Sangre de uno.

Sangre.

Sangre.

 

Jaque Mate.

Notas:

1.- Emir Rodríguez Monegal, citado por Thomas C. Meehan en Preocupación metafísica y creación de La Invención de Morel por Adolfo Bioy Casares, s. f.

2. De anima, II, 8, 431b-432a. (Juárez Editor, Buenos Aires 1969, p.132-133. trad. esp. de Alfredo Llanos).

3. La traducción es mía.

4.  Ibíd, p. 503.

5.  Ibíd, p. 503.

 6. Ibíd, p. 504.