Cuando había cumplido los 16 años y a duras penas había terminado el tercer año de bachillerato en el colegio Bolívar de Tulcán, tuve que emigrar de mi tierra natal. Debí separarme de mis padres, mi casa, mis hermanas y de las flores que junto a mi madre había sembrado. Para entrar a las habitaciones de la casa tenía que caminar por un sendero repleto de flores a los dos costados. Camino hermoso, colorido y perfumado.
Pienso que, cuando iba a subir al bus para que me lleve a Quito, mi escuálido equipaje junto a mi flaca figura de adolecente debió aparecer a los ojos como una imagen tierna, conmovedora y triste.
Una cama de hierro, de esas de campaña, que mi padre decía que perteneció a su tío el escritor, periodista y militar: Luciano Coral, ideólogo de la Revolución de Alfaro, un colchón de cabuya, unas cobijas deshilachadas, pesadas y frías y unas sábanas remendadas, constituían el menaje fuerte que llevaría conmigo a mi destierro.
En el interior de una caja de madera, pintada de verde perico para darle un poco de color a la pobreza, había metido unas prendas de vestir y unos viejos zapatos que no conocían la moda. En medio de las ropas mi madre había colocado los certificados entregados por el colegio. Las notas de calificaciones se alternaban entre buenas y regulares, pero la conducta no se alternaba, se leía siempre igual: mala.
Perfectamente, mala.
¿Por qué siempre mala? Fueron tantas cosas. Pero revisemos una: El profesor de física, un tal Changúan, me había hecho perder el tercer año en esta materia. Un día lo esperé a la salida clases, en la plaza principal de la ciudad, que quedaba frente al colegio. Lo aguardé con paciencia y cuando lo tuve cerca lo tomé de la solapa de su viejo terno, lo sacudí unos segundos y luego lo tiré al suelo con dos puñetazos. Cuando caía le grité tres palabras. Las personas que habían visto la escena, aplaudían. No sabían de qué se trataba, pero aplaudían.
Las autoridades del plantel, al conocer lo que había sucedido, con una jugada maestra, la única de este tipo que deben haber hecho en su vida, me separaron del colegio. No fue una expulsión. Fue un pedido amigable de que me retirara del establecimiento y no regresara más. Se valieron de un recurso diplomático y tuvieron éxito porque hasta hoy no he vuelto.
Llegué a la capital del país, en calidad de estudiante exiliado y me puse a buscar un colegio donde continuar mis estudios.
Buscando colegio
Caminaba por las calles de la ciudad llevando en las manos los certificados de notas. Visité muchos colegios y en todas partes me devolvían mis papeles a los treinta segundos de haberles echado una mirada. No me daban una respuesta. No hablaban. Pero yo entendía ese lenguaje. Cuando la persona que me atendía era mujer, le mostraba una sonrisa, de esas que dicen que son dulces. También, una mirada tierna. Hacía esfuerzos para que mis ojos aparecieran con al menos una lágrima. Ponía voz de niño educado. Muy educado y, nada.
¡Nada carajo!
A la salida del Mejía, el último colegio que visité, me senté en las gradas que daban a la calle Vargas y, como creí que pronto moriría, me puse a meditar mucho tiempo. Los estudiantes que salían de clases me veían como a un ser extraterrestre. Yo les gritaba desde mi interior: ¡ala!, ¿qué les pasa? Si soy de acasito no más. Soy de Tulcaaan.
Había conseguido un cuarto en la Loma Grande, en la calle Fernández Madrid. Me matriculé en un colegio de propiedad de un pariente de mi padre. Estaba ubicado junto al teatro Bolívar.
Allí me recibieron con los brazos abiertos. La pensión era alta.
En este colegio al que, cuando digo su nombre antepongo lo de ‘El benemérito…’ conocí a un compañero de gran talento, de ingenio desbordante, de exquisita conversación y cantor de tangos. A lo largo del camino en que anduvimos juntos, ganó varios premios de poesía, escribió en un importante diario del país, y cantó los tangos de Carlos Gardel en las cantinas más connotadas de Quito.
‘El provinciano’
A los pocos días de habernos conocido, aquel compañero me invitó a un céntrico bar que tenía una flamante rocola. Pidió una media de ‘Flores de barril’. Como ya conocía la historia por la que me vine a Quito, hizo sonar en la rocola, una y otra vez, la canción: ‘El provinciano’, cantada por don Olimpo Cárdenas.
Las locas ilusiones me sacaron
de mi pueblo
Abandone mi casa
para ver la capital.
Escuchando esta y otras canciones y acordándonos de todo lo que nos había pasado en nuestros largos años de vida (16), descubrimos que a los dos nos gustaba cantar. Él le hacía al tango y yo a las rancheras. Cuando la botella se hallaba en la mitad del camino empezamos a cantar a dúo y en menos de lo que canta un gallo, dimos inicio al periplo de una bohemia inolvidable que fue muy aplaudida en las cantinas quiteñas.
Después de muchos y continuos chupes ya estábamos identificados plenamente con la afición por el canto y vinieron los planes.
Se me ocurrió que los viernes, al caer la tarde, debíamos exponer nuestro arte en alguna cantina. Y así lo hicimos. Empezamos desde abajo, en El palacio de las medias, una cantina de mala muerte frente a la Cruz Roja que, tras los escaparates de abarrotes, tenía un espacio con cuatro mesas y un baño repugnante.
Siempre, después de la primera media de Cristal, Gustavo Herrera —ese era el nombre de mi amigo— se ponía de pie, sacudía su larga melena, aclaraba la garganta y empezaba a cantar:
Percanta que me amuraste
en lo mejor de la vida
dejándome el alma herida
y pena en el corazón…
Ya pedida la segunda media, yo también me ponía de pie y cantaba:
No sé mi negrita linda
qué es lo que tengo en el corazón
que ya no como ni duermo
vivo pensando solo en tu amor…
Desde la calle se escuchaba la fuerte voz del tanguero y más de una vez oí que decían afuera: “¡Entremos! Ya está cantando el loco del tango”.
‘La cumparsita’ era la joya más preciada. La primera parte de esa canción era recitada, y luego venía la letra mundialmente conocida:
Pido permiso, señores.
Este tango, este tango habla por mí.
Mi voz entre sus sones dirá por qué canto así…
Escuché tantas veces a Gustavo cantar con tal calidad, seguridad y emoción, que una tarde le dije que debía presentarse, mejor dicho, que debíamos presentarnos en alguna cantina de categoría y con buen público. El programa de una actuación de calidad, que planeamos quinientas veces, incluía canciones de Gardel y de Jorge Negrete. Yo creía que, para brindar un buen espectáculo de canto, a Gardel había que ponerle de contendor a un buen gallo. Ese gallo era yo. Mejor dicho, el gallo era Negrete, a quien yo representaba con mi chisguete de voz.
Quienes me conocen saben que yo soy Pedro Infante. Pero esta vez le hice a Negrete. Nomás que tuve que cantar en un término más alto.
Como espuma
que inerte lleva el caudaloso río
Flor de azálea…
La actuación en El Palatino
La actuación anhelada llegó el rato menos pensado. Una tarde de viernes que estábamos más despelotados que de costumbre, entramos al bar El Palatino, en la calle Rocafuerte, junto a la plaza de Santo Domingo. Nuestro presupuesto alcanzaba para dos canelazos por persona. El salón, a pesar de ser muy amplio, estaba repleto de burócratas que parecían desbaratarse en sus asientos. Bebían y reían. Julio Jaramillo y Daniel Santos sonaban en la rocola, a todo volumen.
Cuando habíamos terminado el primer hervido, le dije a Gustavo que esta era la oportunidad que estábamos esperando. Casi como si fuera una orden le dije: “Canta aquí. Te paras en la mitad del salón y empiezas con ‘La cumparsita’ y luego vas con ‘Mi noche triste’. Si te silban, cosa que no va a pasar, entro yo”.
Lo motivé unos minutos y lo lancé a la pista. Previamente le había hablado al dueño del local para que apagara la rocola.
Gustavo caminó hacia el centro de la cantina. Se paró elegante y decidido. Sacudió su poblada cabellera y cantó ‘La cumparsita’ como todo un porteño. Cuando terminó su actuación, lo llenaron, mejor dicho, nos llenaron de aplausos y la mesa de canelazos…
Esto nos fue gustando cada vez más, por eso lo repetimos muchas veces en otros escenarios, mejor dicho, en otras cantinas.
Quito desde mi lejana llegada me ha dado muchas alegrías y muchas cosas bellas pero:
En medio de esta dicha
me atormenta la nostalgia
del pueblo en que deje
mi corazón.
¡ Salud!