Las cicatrices de la historia
“Ojalá pusieran árboles en los mapas, nos resultaría más fácil encontrar el camino. Los mapas nos engañan. Afirman que el tiempo se detuvo y no lo ha hecho, continúa, rehaciéndose constantemente… ¿Dónde estoy ahora? ¿Estoy en el Este o en el Oeste? ¿Tiene alguna importancia? ¿Por qué? Sí, la tiene. Porque significa una historia, significa un punto de vista, una perspectiva.”
Tilda Swinton, mientras recorría en bicicleta las huellas del Muro de Berlín (The Invisible Frame, 2009)
El 13 de agosto de 1961 los berlineses se despertaron separados para siempre de su otra mitad. Decenas de miles perdieron el contacto con sus familias, no pudieron volver más a sus trabajos, a sus cines favoritos, ni visitar a amigos y amantes que quedaron del otro lado del muro. Había empezado el bloqueo sistemático de la frontera de 160 kilómetros alrededor de Berlín occidental. Hubo quienes escaparon saltando sobre alambre de púas o desde ventanas de edificios fronterizos, o reptando por túneles se libraron de ser parte de la ‘construcción del socialismo’. Las medidas de control se radicalizaron: culebreando a lo largo del lado oriental de muro se establecieron ‘franjas de la muerte’, desde 186 torres de vigilancia se disparaba a quien intentase la fuga. La Volkspolizei (Policía Popular) había recibido un buen entrenamiento al puro estilo soviético.
El Ost
Walter Ulbricht (entre 1950 y 1971, presidente del Comité Central del Partido Socialista Unificado: SED) decía que la RDA quería proteger a sus hijos, a los camaradas, de la amenaza capitalista y la contaminación ideológica. Nada se había aprendido de la muerte trágica de Rosa Luxemburgo en 1919, un ícono de la socialdemocracia alemana, quien escribió: “Libertad es siempre la libertad de pensar distinto”. Y traicionando esa democracia que ostentaban en su nombre, erigieron una dictadura represiva. Cuando en 1965 el trovador Wolf Biermann cantó que “La RDA yace en su ataúd de muros/ no es ciertamente el paraíso/ de obreros y campesinos/ cuando con derecho echemos por tierra/ nuestro Estado/ hablará bien de nuestra República/ ¡el que sepamos odiarla!” le prohibieron publicar, actuar en público y salir del país. Hasta los inocuos Beatles eran enemigos del régimen y Ulbricht llegaría a decir, en 1965: “¿Realmente les parece que tengamos que copiar cualquier porquería que nos venga de Occidente? Yo creo, camaradas, que con la monotonía del ye-ye-ye, o lo que quiera que digan, deberíamos cortar de raíz”.
Así que en el amurallado paraíso socialista no se cantaba “She loves you, yeah, yeah, yeah” (claro que se cantaba, en la clandestinidad ¡que hervía!) y se aprendía a ser bueno desde chiquito: los Jungpioniere, uniformados impecablemente con pañuelitos rojos, estaban siempre listos para la paz y el socialismo. También se libraron de las inhibiciones del pudor burgués: militantes del FKK (Frei Körper Kultur) se tendían al sol de la utopía socialista. Tanta era la libertad que uno ya no sabía qué hacer con el exceso hacinado tras un muro. El mundo allá afuera estaba de todas formas apestado de guerras, nazis impunes, drogas, sida, derroche y sobreabundancia del consumismo. Allá vivían los explotadores capitalistas, las hienas del lucro.
El West
Creyendo o sin creer, la vida emocional, ideológica y social del alemán oriental era radicalmente distinta a la del alemán occidental, hijo del Plan Marshall. Pero en esa posguerra conformista y conservadora de Occidente existía una extravagante isla: West-Berlin, ese enclave del capitalismo, rodeado por el mar del socialismo, la ‘zona’, el punto más caliente durante la Guerra Fría. Ni el temor a un ataque o un bloqueo amedrentaba a los berlineses. Duros, con un gran sentido del humor, siguieron viviendo en su isla y el muro omnipresente se convirtió en parte del paisaje. La Alemania Federal implementó estímulos para que la gente se quedara y se mudara a West-Berlin: arriendos baratos, exención del servicio militar obligatorio. Y así empezó a florecer allí un Milieu alternativo, inconformista, imbatible.
F. nació en Berlín occidental al cumplirse un mes de la construcción del muro, así que su tía Lieschen, que vivía en Potsdam, ya no pudo asistir a su bautizo. Su niñez transcurrió en esa ciudad dividida, desgarrada y gris, donde no sabían a dónde ir con la basura, mientras sus padres intentaban explicarle cómo fue alguna vez Berlín sin el muro. Por supuesto, no lo comprendía: L. no conocía otro Berlín que el amurallado. Con el paso de los años todos estaban cada vez más convencidos de que el muro jamás caería.
El reencuentro
Pero cayó, 28 años más tarde, el 9 de noviembre de 1989, cuando la tenaz resistencia pacífica y activa de los alemanes del Este acabó con los límites. Antes de la medianoche, hace exactamente 25 años, empezaron a abrirse los pasos de frontera entre West y Ost-Berlin. Un río de seres humanos alucinados, repitiendo “Wahnsinn, Wahnsinn, Wahnsinn” (una locura), surgía como de otro planeta. Son ya míticas las imágenes de miles de alemanes del Este cruzando el puente de Bornholmerstrasse, el primer paso que se abrió.
Desde ese día, L. se pasa la vida intentando explicar a sus hijos cómo era el Berlín del muro. Y por supuesto no lo comprenden, no conocen otro Berlín que el reunificado, contrahecho, cuyas cicatrices abiertas se convirtieron en paraísos de la vida alternativa.
Durante su visita a la Alemania en 1996, Sergio Pitol resume así la historia: “Por razones geopolíticas, durante cuarenta años estuvieron separados […] Una noche, por fin, derrumbaron el muro provisorio. Contemplamos con emoción en las pantallas de televisión esa fiesta de abrazos […] Una vez terminada la euforia quedaron estupefactos al descubrir que eran diferentes, que no era tanto el amor como creían […] Su tiempo interior no coincidía, sus usos, sus gustos y costumbres discrepaban, sus valores eran otros, y comenzaron a observarse con recelo y suspicacia. Unos se volvieron arrogantes; los otros se sintieron engañados”(1).
En los años 90, a consecuencia de la frustración, el desempleo, el sentimiento de inferioridad y la avidez con que las empresas de Occidente se abalanzaron sobre los mercados del Este, llevando a la quiebra a la mayoría de industrias locales, explotaron en la Alemania Oriental todo tipo de aberraciones. Por un lado estaban los neonazis adolescentes, hijos de ‘perdedores’ y ‘engañados’, todavía a la espera del prometido paraíso del capitalismo, y por otro, el nacimiento de la Ostalgie: la nostalgia por la vida de la RDA. La agresividad, el desencanto y la incertidumbre se habían instalado en las calles del Berlín oriental y en ciudades y pueblos que llegaron a ser nombrados como los ‘nuevos’ Estados Federales: Brandemburgo, Mecklemburgo-Antepomerania, Sajonia, Sajonia-Anhalt y Turingia tenían un aspecto desolador, desgarradas por el abandono, la migración laboral, la pobreza.
Pero el tiempo no se detiene: 25 años tras la caída del muro, las metamorfosis de ciudades como Leipzig, Halle y Dresde, principalmente de Berlín, resultan vertiginosas. Y la historia de esa transformación la podemos vivir en la aventura de una mítica calle berlinesa: Schönhauser Allee, en el barrio de Prenzlauer Berg.
Se dice que quien ha estado en Berlín y no ha visto Schönhauser Allee no ha conocido Berlín. Es un bulevar excesivamente largo y ruidoso: repentinamente se abre una grieta y surge de las profundidades el metro, traqueteando por el aire, infestándolo de ruido, de vida, compitiendo con el tranvía, varias líneas de buses y hordas de carros. Aquí late la vida, siempre nueva, siempre otra y a pesar de todo, la de siempre, aquella que sedujo a cineastas y escritores.
Debe su nombre al castillo a donde se dirigía atravesando los campos: Schönhausen, hogar de la reina Elisabeth Christine. En el siglo XIX se pobló de industrias (principalmente cerveceras), comercios, iglesias y edificios de viviendas de la burguesía en ascenso. Tras la Segunda Guerra Mundial se apilaban allí toneladas de escombros. Tras el muro se vivió allí en departamentos insalubres, que pedían a gritos ser restaurados. Al norte de Alexanderplatz, los vecinos de Prenzlauer Berg podían, sin embargo, deleitarse mirando, en el horizonte, el símbolo del progreso tecnológico de la RDA: la Torre de Televisión.
Entrados los años 90, Prenzlauer Berg se consolidó como ojo del huracán de la vida alternativa que se desbordó sobre el muro, a caballo entre los ideales del socialismo y el rechazo al capitalismo y al conformismo burgués. En los abismos de la desolación se abrieron espacios creativos que jugaban en los márgenes.
Una vez que la cultura se instaló en Prenzlauer Berg, el barrio se revalorizó y llego lo temido: la gentrificación. ‘Alternativo’ se volvió un lifestyle más. Hoy sobran cafés, bares, juegos al aire libre para niños, boutiques, librerías, talleres de artistas y artesanos, alrededor de la Kollwitzplatz, donde en 1993 solo paraban trastornados que habían perdido las coordenadas de la vida y no se hallaban en los nuevos mapas.
¿Qué queda hoy de la rebeldía del Club Franz, del misterio de las bodegas de las cervecerías, catacumbas habitadas por murciélagos, que según el mito se extienden hasta Alexanderplatz? ¿Qué queda de Schönhauser Allee 20, la primera casa okupa del Este de Alemania? ¿Dónde están los desharrapados que en los 90 marchaban contra la opresión del fascismo y del capital, los que no se dejaban arrebatar la libertad recién ganada al calor de la convicción de que el mundo no es de quienes pueden comprarlo? ¿Dónde la precariedad, el sentimiento de abismo del que surge el arte y el alma de las ciudades? Pervive en los ángulos oblicuos y efímeros de la fiesta, el teatro y las noches de bares, así como en las perspectivas indestructibles que quedan plasmadas en las obras de arte.
En un deslumbrante documental de 1990, testimonio de un mundo al borde del colapso, nos encontramos siguiendo a tres viejecitas que cantan y ríen mientras caminan por Schönhauser Allee. Una vez en el bar de la esquina, la entrevista: «‘¿Qué opinan de lo que acaba de suceder?’: ‘Lo tomamos como viene, igual no podemos cambiarlo. A fin de cuentas, es darf wieder jelacht werden, wa?’ (Nuevamente está permitido reír)», en ese dialecto tan delicioso y despreocupado que se habla en Berlín.
Mientras ellas ríen, desde una casa del Schönhauser Allee que se cae a pedazos, se emite un programa de radio. Habla el locutor desde un sillón desvencijado, de fondo, música desgarrada: “Mientras se reforman las leyes de la reunificación, nuestro programa, ya marginal en la RDA, quedó en el limbo de la legalidad. No esperaremos su licencia. Mientras ese grupo de individuos inventa sus nuevas leyes y el nuevo país que dicen que están construyendo, nosotros seguimos al aire”. Entonces aparece una banda de metal tocando para una niña, frente a una torre de vigilancia abandonada, en una de esas desolaciones que serpenteaban a lo largo del muro. En donde una vez estuvo una ‘franja de la muerte’, hoy baila una niña, entre los escombros, peinando las cicatrices.
Notas:
1.- Pitol, Sergio (2006). ‘El viaje a Alemania’ en Soñar la realidad. Barcelona: Random House Mondadori, p. 78.