Ecuador / Miércoles, 24 Septiembre 2025

La trilogía onírica de Mario Levrero

Foto: Eduardo Abel Giménez
Espacios

Tras meses de vagar sin rumbo por los estantes digitales, me encontré por accidente con la obra del uruguayo Jorge Mario Varlotta Levrero (1940-2004), un escritor de aires kafkianos que estaba fascinado por explorar los territorios del inconsciente.

 

Mario Levrero (así firmaba sus libros) fue cineasta, oficinista, librero, redactor de revistas médicas, historietista, humorista, creador de crucigramas, parasicólogo... Durante la mayor parte de su vida experimentó la tragicomedia de no ser leído por casi nadie, a no ser por un selecto grupo de admiradores, aunque sus textos desde el principio se concibieron como una experiencia íntima.

 

No; no puedo dormir. Pero en cambio puedo soñar; soñar voluntariamente, despierto. […] Es cierto que no trae descanso verdadero a la mente ni al cuerpo; en la mente se forma un estado pasivo de alerta, un espectador que al mismo tiempo es actor de la obra que se va a representar; pero el espectador ignora el argumento y asimismo lo ignora el actor, y el escenario es infinito.

 

La narrativa del montevideano es inclasificable. Su prosa es límpida, ajena a los artilugios. Las atmósferas de sus libros carecen de estructuras preconcebidas y fluyen a partir de la libre asociación de ideas, el método por antonomasia de los surrealistas. El automatismo es la pauta con la que se enhebran los acontecimientos en las tres novelas que conforman La trilogía involuntaria.

 

*

 

En la primera parte de la triada, La ciudad (1966), un personaje que no posee nombre narra en primera persona su llegada a un pueblo fantasmal, en el final de las pampas. La ubicación no se precisa ni la época; es como si Joseph K. hubiera llegado a Comala.

 

En el villorrio se levantan una decena de casas destartaladas, un bar, una zapatería y un quiosco. Todas las edificaciones circundan a una desproporcionada gasolinera, cuya presencia constituye el límite del absurdo, porque al lugar no llegan vehículos.

 

Las presencias —¿personas?— que rodean al narrador son difusas. Están apenas delineadas y adquieren una consistencia frenética. Es el caso de Giménez y Ana, los únicos personajes que disponen de nombre propio. Ana es una mujer escurridiza que vive en los suburbios, en un caserón empobrecido por donde corren y reptan sus innumerables hijos. La relación del narrador con la mujer es ambigua, producto de un deseo insatisfecho que está mediado por el asco y la curiosidad. Giménez, por su parte, es el único empleado de la gasolinera. Es un hombre fofo que no le teme a nada, está atrapado en un trabajo inútil, y no tiene reparos en considerar al pueblucho una ciudad. A pesar de su pasividad, es un músico virtuoso capaz de tocar de memoria las obras de Bach.

 

La lectura de La ciudad es una experiencia asfixiante, visceral.

 

“Desde la primera línea de este libro singular —dice Antonio Muñoz Molina en el prólogo del libro— uno ya está plenamente instalado en el desasosiego: todo lo que se cuenta es vívido y preciso, pero también es abstracto, e intuimos que posee una lógica oculta, pero en apariencia los hechos y los lugares no se organizan en un sentido previsible: la sensación es muy parecida a la que tenemos en algunos sueños”.

 

Esta cualidad se potencia aún más con El Lugar (1969), segunda parte de la trilogía y a mi parecer la novela más lograda.

 

**

 

El protagonista de El lugar se despierta en una habitación cerrada que dispone de una puerta de entrada y otra de salida y carece de ventanas. No sabe cómo llegó ahí ni por qué lo hizo. La puerta de entrada está cerrada pero la de salida le permite desplazarse a otra habitación de las mismas características. La experiencia se repite decenas de veces, frente al estupor y el pánico del narrador, hasta que llega a una habitación en la que vive una pareja de pigmeos que hablan un idioma incomprensible y que además lo desprecian.

 

Los cuartos se repiten hasta el hartazgo, al igual que las personas que los habitan. Algunos están vacíos y ofrecen ciertas comodidades, como si hubieran sido colocados por alguien y le estuvieran destinados. No hay ningún indicio del mundo exterior.

 

El tiempo pasa. El personaje va perdiendo los vínculos con su antiguo mundo. El universo se transforma en una maraña de habitaciones, las cuales se van tornando cada vez más ruinosas. Una mujer imposible se desliza por su vida como una sombra, y gracias a su compañía vislumbra la salida hacia una playa amurallada.

 

El horizonte debe ser falso. Las pesadillas vuelven, los cadáveres de sus antecesores irrumpen. El caos de las habitaciones se resuelve en un caos aún mayor, donde se reúnen varios personajes disímiles. El narrador trata de escapar de sus pesadillas para despertar en otras.

 

La cadena se extiende y se concatena como el texto; la salida no existe.

 

No tengo sueño pero quiero dormir. Quisiera dormir sin soñar, dormir mucho tiempo sin imágenes, liberar mi cuerpo de toda sensación. Los interrogantes siguen escribiendo, pero no surge ninguna respuesta.

 

***

 

Paris, la última de la triada, es la novela más compleja y en la que, de una vez por todas, el mundo narrado pierde contacto con los parámetros newtonianos de los sentidos humanos. La temporalidad queda desecha.

 

El protagonista llega a la “ciudad de la luz” después de un viaje de 300 siglos. Es una metrópolis imaginaria al igual que la América de Kafka (cuando escribió el libro, Levrero aún no había abandonado su tierra vernácula).

 

El tiempo transcurrido ha hecho estragos en las edificaciones, que están cubiertas por una costra de polvo. No obstante, las centurias no fueron suficientes para aniquilar a los antiguos amigos del narrador, el cual desemboca, y es atrapado, en “el asilo para menesterosos”.

 

 

En ese asilo se practican extraños ritos: parodias de la sacristía, encuentros con meretrices, orgías con hombres lobo. Es un hospedaje anómalo, vigilado por unos carabineros que están dispuestos a llenar de plomo a cualquier incauto que se atreva a salir.  

 

El único escape del asilo son los sueños, pero como la realidad es tan volátil, no difieren de la vigilia:

 

No era el sueño en sí mismo, el no poder salir de él, lo que me asustaba, sino la dualidad tan curiosa que se había dado, el hecho de estar viviendo al mismo tiempo dos realidades palpables y completamente distintas.

 

Ninguno de los narradores de la trilogía tiene nombre. Todos siguen a una mujer imposible, y son carcomidos por el deseo. Todos entran en una encrucijada.

 

El género de la novela, con Levrero, se desdibuja y adquiere otra connotación que va más allá del efectismo de la historia y se inmiscuye con el sustrato del pensamiento inconsciente, el lado oscuro de la psiquis humana, aquel limbo que conocían bien las sociedades prehistóricas y que desembocó en el nacimiento de las mitologías.

 

La trilogía involuntaria no tiene nada que envidiarle a las grandes creaciones fantásticas que van desde Lewis Carroll hasta Borges y Philip K. Dick, y en mi opinión, al igual que lo que pasó con la obra de Roberto Bolaño, el tiempo se encargará de recuperar a un autor desconocido en nuestro medio, y del que ni siquiera se pueden conseguir libros impresos.

 

La ciudad (fragmento)

 

Quizá con el primer golpe hubiese bastado; no pegué con demasiada fuerza, pero Giménez era blando y no oponía resistencia. Se dobló con gran facilidad, pero no cayó; seguí golpeando.

 

Me parecía que no le pegaba a un hombre; mi puño no chocaba contra ningún hueso; como si pegara a una enorme masa de pan, a un monstruoso paquete de algodón de forma humana.

 

Más que caer, pareció derretirse, ablandarse, como manteca; quedó tirado en el piso, todo a lo largo. Sangraba por heridas abiertas en las mejillas y en el costado del cuello, y por los oídos. Su carne se abría con facilidad ante cualquier golpe, y enseguida manaba la sangre”.

 

París (fragmento)

 

En el espacio reducido entre una de las claraboyas y el parapeto, hay un cuerpo de mujer, desnudo, blanco, que se retuerce blandamente; y una media docena de perros, no muy grandes, oscuros, que se mueven sobre él. Me aproximé más. Es, evidentemente, Angeline, y los animales la acarician con la lengua, por todas partes. Ella gime y retuerce el cuerpo para ofrecer nuevas zonas a los perros (o lo que sean).

 

—¡Angeline! —grito ásperamente y me acerco más, tratando de apartar a los animales con los pies. Ellos gruñen sordamente, y varios pares de ojos brillan malignos con fosforescencia verdosa en la penumbra. No me asustan, a pesar de todo, y logro acertar un tremendo puntapié en la cabeza de un animal. Dio un aullido y saltó en el aire, hacia atrás, con una contorsión del cuerpo, y cayó más lejos, como muerto. Los demás retrocedieron.

 

Un par de alas se abren paso, automáticamente, a través del saco que acaban de romper. Mi caída es frenada como por un paracaídas enorme y compruebo con asombro que estoy volando, que incluso gano altura. Las alas se mueven solas, y puedo cambiar fácilmente de dirección, o subir o bajar, mediante movimientos muy sencillos del cuerpo. Me veo enfrentado a una avalancha de pensamientos; estaba recordando mis alas; surge en mi memoria el recuerdo de vuelos anteriores, aunque todavía sin una precisión mayor; pero ya desaparece toda voluntad inquisitiva, y rememorativa, y me siento impulsado vivamente a alejarme de allí, no por el hecho de alejarme ni para llegar a ningún sitio en particular, sino por el vuelo mismo. Todos mis pensamientos se fueron diluyendo lentamente mientras aleteaba sobre los oscuros techos de París.