Ecuador / Martes, 23 Septiembre 2025

La palabra clave es ‘tristeza‘

Debate

…nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas, doblan por ti.

John Donne

 

Sí, ya lo sé, he plagiado parte del epígrafe que eligió Ernest Hemingway para su novela Por quién doblan las campanas, una de las mejores obras, según la crítica, que se hicieron a propósito de la Guerra Civil española. Pero es que no encontré nada más preciso para comenzar este texto, esta diatriba sobre la tristeza, sobre la crueldad y de cómo el ser humano que ha quedado marcado debe recurrir a un desahogo que le permita expresar lo atroz, lo innominado.

Este no es un texto político, no, o quizá lo es, en la medida en que me permito una reflexión sobre la guerra, más allá de la geografía y de los datos históricos, explorando algunas obras literarias que surgieron a raíz del conflicto. Y es que el arte implica una postura, una manifestación de lo que cada ser humano, como persona, siente frente al horror. No intento hacer, sin embargo, una sociología de la literatura, sino un alto en la carrera de acumular solamente datos históricos sobre un conflicto que marcó a muchos, para dar cabida a una interpretación de acuerdo a las ficciones creadas en torno a la guerra.

La ficción, lo sabemos muy bien, no solo se alimenta de la realidad, sino que pretende desnudarla de manera más eficaz. Y, sobre todo, nadie escapa a ella.

Pero primero, vamos por la historia, los sucesos, el contexto.

La historia

En 1931 se aprobó la Constitución de la Segunda República Española, con lo que terminaba un ciclo, los partidos de izquierda empezaban a posicionarse en el imaginario político español, mientras que los sectores tradicionalistas, católicos, monárquicos, perdían pie.

La violencia política se extendió a nivel nacional. De lado y lado, los asesinatos comenzaron, guardias civiles, militantes de izquierda, políticos de derecha… gente que moría, alternativamente, como represalia al crimen anterior, y así hasta el año 36, cuando la violencia no podía contenerse bajo ninguna consigna u oración.

En 1936, el Frente Popular había ganado las elecciones. Ese mismo año, los generales Mola, Franco y Sanjurjo comienzan a organizar el golpe militar con el que pretendían derrocar a la República. El levantamiento estaba casi listo para inicios de julio, pero el general Mola aún esperaba algo que acicateara más el clima político de creciente violencia. Ese hecho fue, precisamente, el asesinato de José Calvo Sotelo, uno de los líderes monárquicos, en respuesta al asesinato del teniente José del Castillo.

No había marcha atrás.

El 18 de julio de 1936, un grupo de oficiales del Ejército español, comandados por el general Emilio Mola, se sublevaron contra el Gobierno español, la República. Desde esa fecha y hasta 1939, en el territorio ibérico se instauró una guerra que enfrentó a hermanos, vecinos, al pueblo contra el pueblo, a los hombres contra los hombres. Y los hombres no se enfrentaron solamente dentro del territorio español, sino que el conflicto se esparció a todas partes, por la implicación política en cada país. En España no estaba en juego solo la posesión de un territorio, sino el avance de la Idea, de lado y lado, la sobrevivencia de un estado de las cosas. Fascismo y comunismo, términos poco comunes, se convirtieron en palabras de la vida diaria.

Uno de los primeros en caer fue Federico García Lorca, oh Federico, fusilado por su condición de homosexual, de progresista, de hombre de teatro.

Aquí en Ecuador, los intelectuales de izquierda, bajo la mirada atenta de la dictadura de Enríquez Gallo, se pronunciaron enseguida en solidaridad con el Gobierno de la República, pues aquel levantamiento no solo atentaba contra la República en España, el fascismo amenazaba a todos los gobiernos progresistas del mundo. A su vez, los sectores tradicionalescatólicos sentían que su mundo desaparecía —la persecución religiosa en la zona republicana fue una realidad—. Poco a poco, la esfera sacra caía pisoteada frente a las consignas que posicionaban los derechos de los hombres frente a los derechos de Dios.

Un nuevo Renacimiento, quizá, violento y como toda renovación, remojada en sangre, que convocó a miles de voluntarios de países extranjeros. Las famosas Brigadas Internacionales fueron una realidad, miles de voluntarios de más de 50 países, siendo los franceses quienes más abogaron por la causa de la República, lucharon, murieron algunos, sobrevivieron otros, en las batallas en las que poco a poco el territorio republicano fue cayendo en manos del bando nacional.

La historia la saben todos ya: para abril de 1939, las cartas estaban echadas a favor del Ejército del general Francisco Franco. Los supervivientes del otro bando, el republicano, huían a través de la frontera con España o trataban de embarcarse en cualquier puerto o, peor aun, se quedaban en algún escondrijo dentro de su país, temiendo a las sombras, a los susurros, a la venganza.

¿Ahí terminó la guerra? Quedó un silencio contenido, las ganas de decir algo más sobre todo lo que había sucedido de lado y lado. Algo que decir sobre el horror diario, el antes y el después de la muerte, si es eso posible. Ahí, entonces, entra la ficción.

Las ficciones

Mi primer acercamiento a la Guerra Civil española se dio, por supuesto, a través de la ficción. Después descubriría, guiada por mi curiosidad, el libro de Hugh Thomas sobre la guerra, con datos, mapas, nombres, la historia, así como luego me hice con la compilación de ensayos dirigida por Edward Malefakis(1), y accedí al maravilloso estudio sobre los intelectuales durante la guerra de Niall Binns(2). Pero fue la ficción, insisto, la que me abrió las puertas al horror.

Si alguien ha escrito sobre la Guerra Civil ha sido Antonio Muñoz Molina. En Beatus Ille (1986), Beltenebros (1989) y El jinete polaco (1991) se invoca a fantasmas, seres que transitan en un tiempo paralelo, el tiempo de la guerra, en medio de intrigas, recuerdos y, por supuesto, la muerte. Pero es en La noche de los tiempos (2009) en la que el autor de Úbeda da vida a un personaje inmerso en mitad de la guerra, un arquitecto llamado Ignacio Abel, quien debe huir de una ciudad, Madrid, que se cae a pedazos, no solo en sus muros, sino en sus hombres, que caen fulminados por ejecuciones, bombardeos, la pobreza, la tristeza de la guerra.

‘Tristeza’ es la palabra clave. Así se puede definir lo que uno siente luego de leer Réquiem por un campesino español (1960), de Ramón J. Sender. Qué más triste que esta descripción: “Nadie sabía cuándo mataban a la gente. Es decir, lo sabían, pero nadie los veía. Lo hacían por la noche, y durante el día el pueblo parecía en calma”(3). Lectura rápida, máximo dos horas, pero que queda en la mente como un eco, una pregunta: ¿qué tan válida es la tristeza del traidor?

Juan Marsé Carbó es un novelista español autor de Si te dicen que caí.

‘Desolación’ es sinónimo de ‘tristeza’. Ese es el panorama que nos presenta Juan Marsé en Si te dicen que caí (1973), novela de posguerra en la que unos niños famélicos juegan a ser valientes y malandrines en terrenos desconchados por las bombas, rastreando mendrugos, persiguiendo, uno de ellos, a una puta ‘Roja’, una mujer caída en desgracia luego de la guerra, aunque, podrán preguntarse muchos, quién no habrá caído en la desgracia luego de que el país se había desangrado, había hambre por doquier y quienes fueron republicanos tenían que esconderse y mirar de reojo a cualquiera que se les acercase, fueran a dar sus huesos en algún calabozo. Después de la guerra, no quedó sino el recuerdo de los que se habían ido, y el futuro consistía en buscar, como fuese, el sustento diario, aunque el miedo te empujara de nuevo dentro de tu escondrijo.

La nostalgia, el deseo de regresar, se relaciona también con la tristeza. Así lo plantea Henry de Montherlant en El caos y la noche (1964), en la que un anarquista, Celestino Marcilla, vive exiliado en París, aunque aún con el conflicto en su mente, reviviendo la furia, el arrojo, y el miedo, sobre todo el miedo, pues teme que puedan encontrarlo los nuevos gobernantes en su exilio; todavía podrían despertar ciertos fantasmas para cobrarle viejas cuentas. Debe ir a España, regresar, y ver de frente que Madrid, la ciudad que él recuerda, ha desaparecido.

Lo anterior a la guerra había quedado sepultado. Durante la guerra, los nombres, las familias, ciertos valores, quedaban todos olvidados. Después de la guerra, solo quedó la muerte. Así se podría resumir la trilogía de José María Gironella —Los cipreses creen en Dios, Un millón de muertos, Ha estallado la paz— que narra la historia de una familia de Gerona antes, durante y después de la guerra, una familia tradicional que se ve separada y que está apegada al bando nacional. Es posible que la visión de Gironella esté sesgada por una postura, pero ¿qué literatura no lo está? La guerra y sus matices, el hambre, los principios devastados, la tristeza, sobre todo, es lo que marca el horror personal de cada ser humano, lo que decide expresar.

Antonio Muñoz Molina es un escritor español autor de La noche de los tiempos.

Y sí, seguramente, en este punto, me toque concordar con la crítica y admitir que Por quién doblan las campanas es una de las mejores obras sobre la Guerra Civil, si no la mejor. Quienes habitan esas páginas son seres humanos, no personajes. ¿Cuántas veces puede repetirse la palabra ‘tristeza’ en un texto? Las veces que sean necesarias, siete, en realidad, como lo hizo Hemingway, porque eso queda después de esta lectura. La tristeza, el deseo de descansar, al fin, de lado y lado, de parte de los partisanos, de parte de los guardias del puente que cumplen, de lado y lado, su deber, con tedio, con la esperanza de que la guerra termine de una vez, con el anhelo de ser parte del bando ganador, aunque esto, en última instancia, se torne ya algo secundario frente al sencillo anhelo de paz, al deseo de evitar la muerte, en contraste con la vida:

Morir no tenía importancia ni se hacía de la muerte ninguna idea aterradora. Pero vivir era un campo de trigo balanceándose a impulsos del viento en el flanco de una colina. Vivir era un halcón en el cielo. Vivir era un botijo entre el polvo del grano y segado y la paja que vuela. Vivir era un caballo entre las piernas  y una carabina al hombro, y una colina, y un valle, y un arroyo bordeado de árboles, y el otro lado del valle con otras colinas a lo lejos (4).

Espero con ansias y temor el gran proyecto de Almudena Grandes sobre la guerra y sería necesario un artículo aparte para reflexionar sobre las obras cinematográficas sobre ese periodo doloroso para España y el mundo. Acaso.

Acaso sea inútil reflexionar a estas alturas sobre una guerra que ocurrió hace tanto tiempo, dado que hoy en día tenemos tantas guerras que han vertido sangre fresca, y de seguro algunos objetarán que me he portado ‘cínica’ sobre el activismo en redes para hablar del conflicto en Medio Oriente. Pero la cuestión es que si conoces una guerra, las conoces todas, y quizá aprendamos de una, de todas. Quizá optemos por la expresión y la acción efectiva en su momento, no cuando no se puede hacer absolutamente nada para recoger los restos de lo que queda después de las bombas.

Este no ha querido ser un texto político, o quizá sí, dentro del marco del miedo a que en algún momento las campanas doblen por alguien cercano o por nosotros mismos. Quién recordará a los caídos hoy, quién nos recordará a nosotros en caso de caer. Siempre habrá alguien para contar estas historias.

Porque después de la guerra, no queda sino seguir viviendo, para bien o mal.

Notas:

1. Malefakis, Edward (editor), La guerra civil española, Madrid, Santillana, S. A., Taurus, 1996.

2. Binns, Niall, Ecuador y la guerra civil española. La voz de los intelectuales, Madrid, Calambur Editorial, 2012.

Aparte del estudio hecho por Binns, la obra cuenta con documentos sobre la Guerra Civil elaborados por escritores emblemáticos como Jorge Carrera Andrade, Gonzalo Escudero, Joaquín Gallegos Lara y Jorge Icaza, entre otros.

3. Sender, Ramón J., Réquiem por un campesino español, http://es.scribd.com/doc/171213727/Requiem-por-un-campesino-espanol

 4. Hemingway, Ernest, Por quién doblan las campanas, Barcelona, Editorial Planeta, 1993.