Visto desde el espacio exterior, Tokio debe parecer una gran burbuja brillante en la que no hay donde esconderse de esa luz que parece traspasar todas las barreras, el cristal más ahumado y la más gruesa de las membranas, colándose hasta la última esquina de todas las habitaciones, al último escondrijo y la única grieta, a todos los nidos de todos los pájaros y a todas las colmenas. No había a dónde correr, ningún sitio, en el que no pudieran encontrarte junto a tu sombra(1).
Ryu Murakami
Sí, no leyó mal el nombre. El epígrafe que encabeza este texto pertenece a Ryu (Ryonosuke) Murakami, no a Haruki, el nombre sonadísimo internacionalmente y que se ha erigido como el eterno candidato al Nobel —risas aparte, que no comparto, por cierto—. La cuestión es que al pillar un apellido famoso, al vuelo, las personas suelen desechar o aceptar un texto, sin siquiera indagar más. Hay dos Murakami en Japón, ambos escriben y ambos son excelentes.
Estilos disímiles manejan los dos autores, sí, pero sin desmerecerse el uno al otro. Si bien Haruki Murakami enfrenta diversas críticas —light, demasiado occidental, poseedor de una fórmula que combina esoterismo con frases sencillas—, personalmente me gusta, y no iré más allá en la crítica, pues entraría, entonces sí, a quitar espacio al otro Murakami que no es tan conocido como su homónimo. De Haruki, mucho se ha dicho, para bien o para mal.
Y sin embargo, Ryonosuke Murakami (Nagasaki, 1959) es muy respetado en su país, y en otros países de Europa, por ejemplo, no solo como escritor, sino también como director de cine. Considerado algo así como un enfant terrible en versión japonesa, Murakami no dora la píldora a la hora de escribir, de describir su visión de un país devastado, una distopía que no está ya habitada por elementos míticos o mágicos, sino que ha devenido en un paraje inundado de luz artificial, inclemente, de la cual nadie puede escapar.
Su primera novela, Azul casi transparente (1976), es una vertiginosa historia en la que un grupo de jóvenes totalmente occidentalizados, que viven cerca de una base militar estadounidense, pasa los días entre lo que vulgarmente se dice “Sexo, drogas y rock n’ roll”. Y aquí no solo hay jóvenes locales, japoneses, sino que las orgías de drogas y alcohol son multiétnicas: mujeres negras, blancas, hombres blancos, ‘amarillos’, de todos los colores, se juntan, se frotan, en departamentos siempre desordenados, donde la cerveza se escapa de los vasos, y las jeringuillas para chutarse morfina son de uso común. Aquí no se distinguen razas ni colores, no hay diferencia alguna entre quienes bailan enloquecidos en escenas alucinadas. Si la preocupación de algunos artistas anteriores a Murakami —como en el caso de Yukio Mishima— era mantener pura su tradición, alejada de las influencias occidentales, para Ryu(2) esto ya no es un problema; el Occidente no amenaza con invadir Japón, ya lo hizo hace rato y sus consecuencias se viven día a día. Ya no hay una separación entre Oriente y Occidente, dentro ni fuera del territorio nipón. El mundo de este Murakami es el que todos ocupan, demente, de colores estridentes, de olores, de recuerdos que nadie quiere recuperar:
Alguien pasó una bolsa con pegamento para esnifar, toda humedecida de opalescencias lechosas, otro pasó el brazo por el hombro de una chica riéndose sin parar con la boca llena de dientes, otro llevaba una camiseta con la cara de Jimi Hendrix. Todo tipo de zapatos apisonaban la tierra: de cuero zori, sandalias con correas atadas alrededor de los tobillos, botas de vinilo plateado con flecos, altos tacones esmaltados, zapatillas de tenis, sin contar los pies descalzos. Y toda la gama de pintura de labios, de uñas, de sombra de ojos, de pelos, de colorete oscilando al ritmo de la música el tumulto de inmensa ondulación(3).
Este paisaje podría ser el de cualquier concierto del mundo, una imagen, tal vez, de aquel memorable festival de Woodstock donde la marihuana y el alcohol hermanaban a las pieles desnudas, a los mechones de colores. No es necesario mencionar el sitio, podría ser en Japón o en cualquier país del mundo, totalmente occidental. Ya de los kimonos, las ceremonias solemnes detrás de puertas de papel y la estética de los cerezos en flor no queda nada. Los paraísos artificiales son los únicos existentes.
En su segunda novela, Los chicos de las taquillas (1980), la postura del autor se radicaliza. El Japón de la posguerra ha llegado a una degradación impresionante, después incluso del auge industrial con miras a la recuperación económica del país. Los habitantes de las islas de Japón buscan dinero, así de sencillo, sobreviven apenas en parajes hostiles, junto a ruinas, en centros donde los residuos tóxicos convierten en monstruos a quienes se exponen demasiado… monstruos por dentro y por fuera, mujeres que no tienen empacho alguno en abandonar a sus hijos en las taquillas, lo que nosotros conocemos como ‘casillas de custodia’, esos pequeños espacios en la entrada de las casas comerciales, donde uno deja sus pertenencias.
Dos niños, Kiku y Hashi, comparten la misma suerte: han sido abandonados en las taquillas de una estación de metro. A ambos los encontraron y los llevaron al mismo orfanato, donde establecen una relación que excluye, de cierta forma, al resto de hombres y mujeres; ellos son hijos de las taquillas, seres marginados desde su nacimiento. Y sin embargo, ambos son adoptados por la misma familia, que los trata amorosamente; pero ya ningún cariño puede modificar esa sed insatisfecha de amor, esa ansiedad que desde bebés, atrapados en sus respectivas casillas, los atenaza y los vuelve violentos, caprichosos, tristes y eufóricos a la vez, anhelantes de felicidad y destrucción.
¿Es posible la destrucción más allá de la desolación? ¿Queda algo que pueda ser verdaderamente destruido luego de que el mundo no es más que un nido de vicios y sombras? La esperanza, los niños, tampoco pueden escapar de este escenario de pesadilla:
En los aleros de las chabolas se veían tiras de bombillitas de colores de Navidad, que atraían enjambres de insectos. Había pandillas de niños que jugaban en los solares vacíos, saltando, dando patadas a las latas, tratando de hacer volver una cometa o cazando lagartijas. Una niñita se abrazaba a su muñeca junto al cadáver en llamas de un perro, mientras junto a ellos un grupo de chicos le quitaba los neumáticos a un automóvil abandonado.
Esta tierra de nadie ha sido bautizada como Toxicentro en la novela, un recinto en el corazón de Tokio, un sector contaminado por altos niveles de cloro y otros químicos. Ahí solo viven quienes quieren destruirse o destruir al mundo, mientras ganan dinero, prostituyéndose, drogándose, escuchando la encantadora —y perturbadora— voz de Hashi, que busca tonalidades que lo acerquen a un conocimiento absoluto, a una paz que no sintió ni cuando era recién nacido.
El canto de Hashi podría homologarse a aquel de las sirenas que trataron de encantar al héroe Odiseo, en otra mitología, en un mar lejano: es un canto que perturba, que cada persona puede interpretar a su modo, dependiendo de sus temores y esperanzas. El canto de Hashi anuncia lo que cada hombre sabe en su interior: el pasado y el futuro no son más que la propia miseria.
Su hermano-amigo Kiku lo sabe: el mundo está ya destruido, degradado, y la única salida es acabar con estos seres perversos que ha bitan el mundo, capaces de abandonar a sus hijos, capaces de cualquier atrocidad incluso amparándose en la ternura y la ridiculez. Por eso, Kiku busca la droga datura, un tóxico capaz de enloquecer a los hombres —más allá de su propia insania— al punto de volverse salvajemente agresivos.
Los chicos de las taquillas buscan, en realidad, a través de sus impulsos agresivos y tiernos a la vez, una cosa, recuperar a su madre, volver al latido primitivo que los unió a ella cuando estaban en el mismo cuerpo. Pero encontrar a esa madre implica encontrar la respuesta a la terrible pregunta que ningún niño debería hacerse: ¿Por qué me abandonaste, mamá?
***
De este Murakami hay otras dos novelas: Sopa de miso (1997) y Piercing (2011), que retratan también, de una u otra forma, la degeneración de una ciudad que ya no puede reconocerse dentro de la dicotomía oriental/occidental. Ya somos parte de un mismo mundo decrépito, disminuido, condenado a morir por nuestra propia mano.
Estos escenarios apocalípticos son definitivamente interesantes a la hora de explorarlos, junto a la otra literatura de Japón, aquella que aún retrata las costumbres ancestrales del archipiélago, que conjuga las imágenes sutiles de la naturaleza con la crueldad de las pasiones.
El contraste de los autores es necesario, enriquecedor, para formarnos un panorama de la literatura japonesa. Así, por supuesto, es necesario mencionar a los grandes: Yukio Mishima, que ansiaba, a través de la estética y la moral, recuperar las tradiciones de Japón, quizá su obra más relevante al respecto sea Caballos desbocados, segundo volumen de su tetralogía El mar de la fertilidad; Yasunari Kawabata (1899-1972), por su tratado de los estadios del hombre, como la vejez, como en La casa de las bellas durmientes; Natsume Sōseki (1867-1916), escritor de haikus y conocedor de la lengua y literatura inglesa, que enseñaba; Kenzaburo Oé (1935), con El grito silencioso, de las obras más bellas y terribles que se han escrito, que explora la relación entre el pasado y el presente de un hombre y un país; Junichiro Tanizaki (1886-1965), cultor de la estética, incluso para retratar las pasiones, como en Arenas movedizas; Ryunosuke Akutagawa (1892-1927), quien reflexionaba en sus cuentos sobre el Japón feudal como origen de la sociedad en que le tocó vivir; Kōbō Abe (1924-1993 ), quien indagaba sobre la identidad del hombre, más allá de su origen, por ejemplo en El rostro ajeno; Kyōka Izumi (1873-1939), escritor de cuentos de terror; Banana Yoshimoto (1964), quien ha logrado obtener críticas favorables de su obra, aunque, como a Haruki Murakami, algunos han calificado de demasiado ligera.
Aquí habría que hacer una pausa, un paréntesis ante esta cuestión: ¿qué implica ser ‘ligero’ en la literatura japonesa? ¿Retratar, acaso, las costumbres adquiridas en Japón? Kitchen, de Yoshimoto, es la novela que la dio a conocer a escala internacional, pero que ha levantado críticas por su ambientación: una cocina, precisamente, que sirve como trinchera y refugio a una joven que se queda sola en el mundo y que adopta como compañía a sus electrodomésticos. Claro, no es una cocina tradicional japonesa, no estamos hablando de paisajes tradicionales, pero la interiorización del personaje, más allá de la tradición, ahondando en lo humano, sencillamente, es el mérito de este escrito. Así como lo es, también, del famoso japonés Haruki Murakami, quien ha conseguido la interiorización de algunos de sus personajes, no importa si están escuchando música o si viven en un universo paralelo. Y así, saltando de nombre en nombre, volvemos-llegamos a Ryu Murakami, que ha retratado ese destino horrible que los autores japoneses denunciaban, del que prevenían a través de sus escritos. Aquí ya no existe el miedo a que los otros llegan. Los otros son ellos, somos nosotros. El otro ya no existe como tal.
Notas:
1.- Murakami, Ryu (2010) Los chicos de las taquillas, Madrid, Escalera Ediciones.
2.- El protagonista de la novela se llama como el autor, pero no significa que la obra sea autobiográfica, por lo menos no al 100%. Otro punto que el protagonista y el autor comparten es la cercanía a una base norteamericana, pues Murakami habitó cerca de una cuando era niño: absorbió todo lo que vio, lo positivo, lo negativo. Para quienes vivieron de cerca la ocupación norteamericana, no hubo una transición para asimilar las costumbres foráneas. Sencillamente, tuvieron que adaptarse a los nuevos habitantes, que, como en todo proceso evolutivo, despiadado, tienen las de ganar a la hora de imponer sus usos y costumbres.
3.- Murakami, Ryu, (1997) Azul casi transparente, Barcelona, Editorial Anagrama.