La llakta
La ciudad que habito empieza en la avenida Patria y, prácticamente, finaliza en Chimbacalle. Coincide con el asentamiento de la capital audiencial y de la república decimonónica: un conjunto de casas, iglesias y conventos. Una ciudad que se construye a partir de la palabra, del discurso, de los pedazos de ella que recorremos (y escogemos). El mío es un Quito narrado, imaginado talvez.
Pero no siempre fue así: hasta los 18 años habité otra ciudad que se extendía hacia el norte, en las planicies que alguna vez fueron hacienda. La vida de mi infancia fue la del barrio: nada relevante que recordar.
Las casas fueron construidas una junto a la otra, uniformes, neutras, lejos de los bares de moda y de los centros culturales.
Las grandes barriadas del norte, construidas por el Seguro Social. Apenas podría mencionar la tiendita de la esquina como el lugar de mi noche de viernes: beber y dejar que los amigos te cargasen hasta casa.
Sin embargo, sabía que nunca me quedaría solo, que nunca amanecería abandonado, y eso me llenaba de satisfacción. Siempre estuvieron allí: el Jimmy, el Suco, desde pequeños. En las pelotas abandonadas sobre los techos de los vecinos y en los bailes con focos cubiertos de papel de colores.
Todos jugábamos a ser adultos, aunque nos resistíamos a crecer. Había algo sospechoso en esa vida de madurez, algo fuera de lugar.
Cada porción del barrio permanece en la memoria como si fuesen aquellos días los únicos vividos con intensidad. Aún hoy, cuando vuelvo, siento que ese lugar es mío aunque lo habiten otros y las calles se vean mucho más amenazantes que en ese entonces. Intrusos del recuerdo, parásitos de mi propia vida: crecen allí aunque no los pueda ver. Como una infección. Recuerdo que en ese lugar fui feliz, quizá por única vez en la vida.
Todavía puedo reconocer cada trazo de mi calle, cada herida que los años le fueron infligiendo: el rectángulo de cemento en el lugar donde repararon la alcantarilla; el sifón que recogía el agua lluvia al fondo de la calle ciega; el imperceptible desnivel que empezaba a sentirse frente a la que fue mi casa.
Sin embargo, existen pequeños detalles que ya no encajan con el recuerdo. En esa calle donde jugábamos tranquilos hasta la medianoche se levantan ahora casetas de guardias temerosos, que calientan sus recelos entre cobijas malolientes. Dicen que el barrio ha cambiado, que los nuevos vecinos llegaron desde lejos y que, desde el primer día, se encerraron en las casas para no asomar ni las narices. El barrio se amuralla contra el miedo, calla detrás de las puertas para no comprometerse jamás.
Podría resultar contradictorio, pero mi territorio actual gira alrededor de un viejo torno de claustro, se adentra entre calles estrechas empedradas de andesita, gastada por el uso, que hace arriesgado el tránsito en días lluviosos. Soy fiel al precepto de que uno decide ser de alguna parte y por eso he delimitado mi territorio con cuidado. Con el paso de los años el resto de Quito se me va haciendo extraño, como si llegase a otra ciudad. Y voy cayendo en cuenta de que el Centro Histórico tiene otro aire, otro ritmo de vida talvez. Tengo la suerte de vivir y trabajar allí y, como los antiguos, puedo llegar caminando a cualquier parte.
Este tampoco fue el espacio de mi adolescencia que, propio de la edad, tuvo sabor a conquista, a emancipación. En algún momento fuimos dejando la periferia, para acercarnos a donde las cosas sucedían. Recuerdos de un cielo azul cobalto, de un cielo asediado por nubes de lluvia: un pequeño parque donde jugábamos fútbol, de niños, y donde nos íbamos a emborrachar 10 años después.
Crecer significó salir de los límites del barrio, subvirtiendo el orden impuesto por nuestros padres. Las historias de sitios prohibidos y peligrosos, que nos contaron nuestros mayores, terminaron por acrecentar nuestra curiosidad, y el barrio se fue desdibujando como una acuarela pintada con mano infantil e insegura.
Cuando la Foch era apenas un redondel oscuro, propicio para los amores vergonzantes, la calle Calama era el eje de la diversión nocturna: la calle más caótica, la más escandalosa, la más degenerada y divertida de ‘La Zona’. Se extiende por tres o cuatro cuadras y desemboca frente a un tradicionalísimo colegio normalista. Femenino. A ambos lados se va acomodando una cantidad inconcebible de bares, discotecas, restaurantes, hostales o humildes chupaderos.
Siempre me gusta recordar al obispo José Pérez Calama, español de Soria que llegó a Quito a finales del siglo XVIII. Tenía fama de ser rectísimo, culto… y de no querernos ni un poquito. Gran amigo de Eugenio Espejo, lo apoyó en la causa de moralizar a los habitantes de este pedazo de mundo, con los resultados que conocemos. Personalmente, amo estas pequeñas ironías históricas: el pobre obispo debe estar revolcándose en su tumba pensando en la calle bajo su patronazgo.
Es un secreto a voces que todo en esta ciudad es lujuria y escándalo, pero nada parece evidenciarlo: la gente es muy cortés, casi todos ponen la basura en su lugar, nadie grita y todos dicen “por favor”, “podría” y “deme haciendo”. Un lenguaje que se esmera en la delicadeza del trato es un requisito indispensable de supervivencia. El abuso de imperativos podría provocar un profundo malestar en los interlocutores. Así que todos utilizan este español ‘quichualizado’. Pero por debajo, corre una furia que se enciende en cada borrachera. ¿Cuándo fue la última vez que le dijiste a tu mejor amigo que lo querías? Borracho.
¿Cómo conociste al amor de tu vida? Borracho. ¿Tu mejor ligue? Borracho también. Borracho te abandonaron y borracho olvidaste quién te abandonó.
A diferencia de muchas ciudades, esta se aferra a su historia. Las calles no están identificadas con números, sino con nombres. Caminar por ella es, de alguna forma, recorrer sus derroteros de victoria y fracaso; algo que no es un desacierto en un lugar cuyo orgullo local se halla ubicado en las sombras de la época colonial: ‘relicario de los andes’, ‘luz de América’, ‘escorial andino’, ‘ciudad-convento’…
Cada barrio nuevo ha ido tomando, de esta manera, su propia personalidad. La ciudad vieja rinde homenaje a los prohombres independentistas; curiosamente, a ninguna mujer. Luego está el barrio América, donde las calles llevan nombres de países y capitales del continente y, avanzando hacia el norte, nombres de prohombres de la época colonial. En los barrios modernos va escaseando la creatividad y los nombres se van convirtiendo en catálogos fluviales, geográficos, botánicos: de las Bromelias, de los Molles, de las Orquídeas…
Camino siempre atento a los detalles que las construcciones antiguas me brindan; me maravillo de encontrar en cada cuadra formas de trabajar, vivir y comerciar, que ya resultan obsoletas en la época contemporánea. Paro un momento en la tienda de doña Luz, en la calle Rocafuerte, para retirar los sombreros finos de paño que me gusta usar (única herencia del abuelo paterno); compro ‘caca de perro’ en la esquina de la Bolívar y Guayaquil y pan de Ambato en la Sucre. Saludo con la gente que se va cruzando porque este lugar es como un pequeño pueblito incrustado en el Distrito Metropolitano y, de tanto andarlo, todos terminamos reconociéndonos.
Aunque suene retórico, pongo cara de tonto cuando alguien me pregunta con cara de espanto: “¿Pero no es peligroso el Centro Histórico”, y me asegura luego que no se atrevería jamás a caminar por aquí. Creo firmemente que no es ni más ni menos peligroso que cualquier otro barrio de Quito. Así que sonrío y respondo convencido: “No es peligroso, solo un poco malencaradito”.
Vivimos un momento de conflicto interno, de tratar de decidir qué ciudad necesitamos construir. ¿El futuro de Quito es el de un espacio patrimonial construido en función de lo que el turista quiere ver, comer, experimentar y fotografiar? ¿Lo que los expertos (entendida esta palabra en toda su alarmante ambigüedad) proponen? ¿Lo que los intereses económicos dispongan?
Yo jugaba fútbol, alguna vez lo hice, en los patios de mi colegio. Vistiendo el traje del diario, correteaba el balón junto a mis compañeros y (con mi torpeza habitual) tropezaba siempre y rodaba por el concreto. Siempre la misma rasgadura sobre la misma rodilla. La primera vez mi mamá me miró severamente pero tomó los pantalones y, resignada, los zurció cuidadosamente. La segunda vez me increpó duramente. La tercera vez me lanzó, como una pedrada, la frase que resume esa relación con el lugar que uno habita: “Vos no cuidas la ropa porque a vos no te duele la ropa”.
Esta ciudad nos debe volver a doler, para construir el lugar en que merecemos vivir.