Ecuador / Miércoles, 24 Septiembre 2025

La arquitectura de la ferocidad

Pablo Ramos, durante su última visita a Quito, dictó —completo— un taller de escritura. Fotos: Marco Salgado/ EL TELÉGRAFO.
Semblanza

En enero de 2006, Buenos Aires fue el escenario de ‘El robo del siglo’. A uno de los atracadores le bastó una peluca rubia para travestirse de ‘Susana’; otros dos se cubrían el rostro con capuchas negras; el cuarto llevaba un delantal de médico; y el quinto, uruguayo, de traje gris, comandaba al resto con la pericia de un director de orquesta o —mejor— con la precisión de un arquitecto.

Eran cinco, como las palabras que el escritor Pablo Ramos usa para titular sus novelas, leídas apenas por un par de amigos, hasta ese momento desconocidas, mientras él seguía los pormenores del atraco en televisión.

El noticiero transmite el robo y secuestro vía microonda. Las cámaras enfocan la sucursal del Banco Río de Acasusso, en San Isidro. Un reportero repite lo que el uruguayo de traje gris les dijo a los doscientos policías que rodearon el banco a través del comunicador de uno de los guardias:

—¡Sacame la gente que tenés en el techo porque te mato un rehén en vivo y en directo!— cambio y fuera. Miedo.

Veintitrés secuestrados. Ocho horas de espera. Ciento cuarenta y cinco cajas fuertes saqueadas. Afuera, planes del Grupo Halcón contra lo que parecía un crimen frustrado. Adentro: pizzas, gaseosas y una canción de feliz cumpleaños para la rehén que nació un trece de enero. Pasa la tarde. Entra la policía. Solo encuentran armas de juguete, gente aterrada y el túnel que los captores usaron para huir. Dos botes de goma flotan por los desagües subterráneos con el botín, ocho millones de dólares y los cinco ladrones del siglo a bordo. Casi todas las cajas de seguridad están vaciadas. Una contiene una nota: “En barrio de ricachones, sin armas ni rencores. Es solo plata, no amores”.

‘El robo del siglo’ hace que Pablo Ramos tenga una idea frente al televisor.

El Robo del Siglo en La Nación

II

Y buscaba de dónde viene el mal, y
lo buscaba mal,
y no veía el mal que había en mi
propia búsqueda.

San Agustín, Confesiones (1)

Antes de ser un escritor reconocido, Pablo Ramos edificaba relatos sobre cuadernos con tapas de distintos colores para luego mecanografiarlos en una Lexikon 80. A veces, se le ocurrían y los olvidaba, sin que llegase a registrarlos siquiera. Uno en particular, que no llegó a escribir, tuvo que ver con el asalto al Banco Río de Acasusso. Y más que relato, era un plan de salvamento, una salida desesperada.

Mucho antes de eso, a los 9 años, Ramos bobinaba motores de barcos en Dock Sud. Después, vendió periódicos, arregló muebles de madera, hizo instalaciones eléctricas, fue un buscavidas.

Un día le mostró sus escritos a un amigo que le soltó un ave de mal agüero: “mirá que de la literatura no vive nadie”. Pero Pablo Ramos, un supersticioso, espantó al ave negra con cábalas —cinco palabras para titular siempre—. Antes de 2004 ya tenía escrito El origen de la tristeza. Había dejado el manuscrito en la editorial Alfaguara sin que le dieran respuesta. De esos días aciagos recuerda, medio en broma medio en serio: “empecé a escribir para contar mi vida y terminé cambiándola para siempre. Estaba en la calle, no tenía nada. Nada más que la idea de hacer dos o tres atracos con unos amigos y una consigna: “si sale algo mal, que nos maten”.

El plan temerario de Ramos tuvo un giro frente a la realidad que le mostró una pantalla a inicios de 2006. Luego de ver sin comerciales ‘El robo del siglo’, quiso dejar una nota anarquista en el lugar de los hechos que superara la nota del uruguayo, una marca anónima. Al teclear la idea se distrajo, empezó a novelar y, sin saberlo, esquivó una condena.

“Me gustó lo de los boqueteros(2) —confiesa el director de La arquitectura de la mentira, ocho años después, sobre uno de los sillones del hostal Café cultura, en la zona rosa de Quito—. Siempre me gustó lo lúdico. Ganarle al sistema de alguna manera. Agarrar dinero, hacer lo que hacen las corporaciones pero desde abajo. Ellos (los ladrones del siglo) fueron en lanchas por el arroyo Maldonado, el arroyo de Borges que queda bajo Juan B. Justo. Hicieron toda una infraestructura como que estaban limpiando, hicieron la licitación como una empresa de limpieza, invirtieron mucho dinero porque sabían que en esa caja de seguridad había más dinero. El uruguayo era un crack al que descubren porque lo delata la mujer... como siempre”.

Nunca se sabrá si Pablo Ramos habría cometido un delito dejando un mensaje. Días después de que le diera vueltas en su cabeza a la idea de un atraco similar, sucede algo en su casa, en su ausencia. Él lo recuerda con sorna:

“Yo estaba internado por problemas de adicción en ese momento. Escribía en una máquina y le digo a un amigo: ‘mirá, no me permiten mandar mecanografiados al concurso del Fondo Nacional de las Artes (FNA)’. Él pasa a computadora mi libro de cuentos y le pone mal el título. Yo le dije: “ponele el título del tercer cuento (‘Cuando lo peor haya pasado’), pero se traspapela y le pone ‘Todo puede suceder’”.

Durante esos días llamaron a su casa. El arquitecto de la mentira recrea la escena impostando:

—Hola, ¿vive ahí el escritor Pablo Ramos?

—Acá no vive ningún escritor— suplanta la voz de la señora que limpiaba la sala y que contestó el teléfono—. Acá solo vive un pibe que es medio falopero, que está internado. Se llama Petito.

Sin saberlo, la mujer a quien le encargó su casa durante la internación le estaba dando la espalda a dos premios literarios. Cuando Ramos —nacido Petito— volvió, le dijeron a través de una bocina que había ganado diez mil dólares del FNA. Luego, alguien con acento caribe también le anunció que el premio Casa de Las Américas le otorgaría unos tres mil dólares. Él escuchó ambas cifras y respondió con una frase que completó de un trazo la caricatura de un anarquista que planeaba conspirar contra el sistema:

—Bueno, ¿a quién tengo que matar?

III

¿Cómo describir mi llanto…, mi odio…? La desesperación de haber perdido el paraíso.

Roberto Arlt

La luz que pasa entre las rejas puede dejar marcas en un papel y en el alma. Oscar Wilde escribió una balada luego de su exilio en Reading y cuando Pablo Ramos estuvo preso, acusado de estafa con tarjeta de crédito, leyó algo que lo sacó del fondo del abismo. Fue una frase terrible de Franz Kafka, quien a su juicio es el gran escritor del siglo, la que le devolvió la esperanza: “A veces pienso que no tengo nada en común con el mundo, debería acurrucarme en un rincón, satisfecho de poder respirar”.

Ramos se identificó con cada palabra y se trazó un objetivo: “Lo primero que hice cuando fui a Europa fue comprarme cien euros en violetas, las flores preferidas de Kafka, y fui en un tren a Praga. Le llené la tumba de violetas y escribí chiquitito: ‘gracias’. Ese tipo me salvó la vida. Yo lo leí en la cárcel y dije: o me muero o para arriba, este es el pozo”.

La primera visita de Pablo Ramos a Ecuador incluyó un episodio en el hospital. El escritor porteño daba un taller edificante llamado La arquitectura de la mentira hasta que una mañana, a fines de 2011, fue el propio maestro quien recibió una lección. Aquella ocasión vino como invitado a la Feria del libro de Quito, y antes de dar clases de escritura en El Panecillo, a tres mil metros sobre el nivel del suburbio bonaerense en el que nació, había usado drogas duras y blandas. Así que no pudo terminar el taller del que han salido escritores —ahora consagrados—, como Leonardo Oyola, Horacio Convertini, Miguel Simán o el guionista Hernán Rosselli. Ramos se desmayó a los pies de la virgen de Legarda y abrió los ojos en una clínica.

—Desde ese día no lo puteé más a Messi. Lo comprendí cada vez que se cansa de correr en el Atahualpa o cualquier cancha de la altura —dice contento, a tres años del incidente—. Ahora estoy con cero alcohol en Quito —en los últimos días de noviembre trajo de vuelta su Arquitectura... luego de un intento truncado, en el que los asistentes no aceptaron la devolución de lo que pagaron porque estaban satisfechos con el trocito del taller que escucharon de Ramos antes de que se desmayara.

Como agradecimiento y como revancha contra los efectos de la altura, él escribió un ensayo que envió por correo a todos sus alumnos antes de publicarlo en su blog, La arquitectura de la mentira, título de cinco palabras, ni más ni menos, una cábala que ha cumplido al ponerle nombre a cada uno de sus libros. Su próxima novela también llevará el nombre del blog y del taller, lo confirmó en Quito, antes del festival Lit 2014, al que fue invitado este año.

Cuando vino a otra feria y a un taller del que salió en camilla, ya había dado una primicia: el título de la novela que cerraba la trilogía que tiene como personaje principal a Gabriel, su ‘otro yo’ en una trama autorreferencial: En Cinco minutos levántate María (2011). Otra cábala a la que le antecedieron las diez palabras de La ley de la ferocidad (2007) y El origen de la tristeza (2004).

IV

Y descubriste que crecías como tus padres.
Que papá no era Dios, ni siquiera un buen vendedor,
sino un hombre tembloroso y aterrado en medio de una pesadilla.

J. P. Donleavy

 

Al hablar de su padre, Pablo Ramos vuelve a recordar a Kafka. Ángel Petito, el hombre del que no quiso llevar el apellido, es italiano, “yo no me parezco a él. Parece tunecino, como los sicilianos del sur. Somos tan distintos que él tenía dudas de que yo fuera su hijo”, sentencia.

Sin duda, la figura del abuelo materno es lo más importante en la vida del autor de En cinco minutos levántate María. Ramón ‘Pocho’ Ramos tenía dos oficios comunes entre migrantes que habían llegado de Galicia a Buenos Aires, era cantor de tangos y chofer de colectivos hasta que el cáncer le afectó la garganta. Empezó a carraspear y dejó de cantar. Le regalaron un carrito que tenía empotrada una pecera de canguil al lado de una maquinita que les arrancaba sonrisas a los niños. “Él hacía el pochoclo(3) a la vista, porque es una maravilla lo que sucede cuando revientan. De una cosita insignificante sale una cosa blanca y pura”, grafica Pablo Ramos.

Una tarde, él volvía de una gira. Daba los primeros pasos en una banda que ahora lleva el nombre de Analfabetos porque “la mejor manera de escribir bien es querer ser una estrella de rock”. Tenía resaca y había tormenta pero se bajó del colectivo al ver la luz del carrito de pochoclo.

—¡Está loco, no va a venir nadie! Vámonos y hacemos un mate— intentó convencer a su abuelo. El veterano se quedó mirándolo y soltó:

—El hombre del pochoclo hace pochoclo—. Se fueron al anochecer.

Un año después, Ramón Ramos vivía sus últimos segundos. Desde su desaparición no ha pasado un día sin que su nieto lo nombre. En su lecho de muerte, le dijo, a solas, luego de despedirse de toda su familia:

—Tata, ¿entendiste lo que te dije ese día que llovía?... Los días de sol, pochoclo hace cualquiera.

Fue una lección que al autor se le quedó grabada, por eso sentencia: “Ahora soy Pablo Ramos pero estuve en una pensión, internado. Dormí en la calle y escribí. Estoy en cualquier lado y escribo porque en días de sol los tipos como mi abuelo sostienen la infancia de los que no tienen infancia, haciendo palomitas de maíz para nadie porque el hombre de las palomitas de maíz se dedica a eso y eso es lo que tiene que hacer aunque el cielo esté gris y el futuro parezca tormentoso”.

V

El epílogo de una de las más famosas películas de Leonardo Favio es la decadencia de la carrera de José, el ‘Mono’, Gatica, exboxeador que trabaja como atracción en el restaurante de su eterno rival, Alfredo Prada. Una mañana, después del trabajo, sale del estadio junto a un amigo y, entre prisas, es atropellado en la calle Herrera de Avellaneda por un ómnibus al que no alcanza a subirse. El amigo desesperado les grita a los autos que pasan en busca de auxilio mientras Gatica se arrastra desde la mitad de la carretera hacia una acera.

Es una escena desesperante que termina en un hospital con el protagonista moribundo. El ‘Ruso’, su mejor amigo, le limpia los labios con un algodón húmedo, quitándole la mascarilla de oxígeno mientras Gatica desvaría, jadeante:

—¡Qué culo tiene esa piba!— los ojos bien abiertos.

Resignado, el ‘Ruso’ le vuelve a poner el oxígeno.

Fueron las mismas cinco palabras que el abuelo de Pablo Ramos dijo antes de morir y quien a los cincuenta años aprendió a leer para escribir unos versos. “Me encantó. Así hay que morirse”, sentencia el nieto, el novelista, el arquitecto de la ferocidad.


Notas

1.- De aquí en adelante, los epígrafes fueron tomados de las tres novelas autorreferenciales del autor.

2.- Butronero o boquetero: ladrón que roba abriendo butrones (agujeros) en suelos, techos o paredes.

3.- ‘Canguil’ en Ecuador, ‘pororó’ en guaraní: roseta de maíz tostado y reventado.