Ecuador / Miércoles, 24 Septiembre 2025

Kafka y el autor literario. Perspectivas del fracaso

Enfrentar el fracaso y la muerte desde la imposibilidad de ser, de existir, implica encontrarnos con el punto de inflexión en el que residen la literatura y el arte. Al menos cuando hablamos de Franz Kafka.

Muchas lecturas se han hecho ya sobre la literatura kafkiana y se han establecido cánones al respecto.

Encontramos, entonces, que El Proceso, América, La metamorfosis y ‘En la colonia penitenciaria’ son los títulos que se dice, generalmente, encierran el problema de lo ‘kafkiano’. Ahora bien, la fuerza está en la sutileza y la sutileza en la fuerza: posar la mirada sobre ciertos textos de Kafka, en cierta forma olvidados, es ratificar el fracaso desde los ojos de su inmortalidad. Lo que se inmortaliza en el olvido es la cosa olvidada, por eso cuando se recuerda se evoca la no presencia que se vuelve literatura, en realidad, esencia pura, lo que Hegel llamaría “la Cosa misma”.

 

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Recordar lo olvidado es construir. Qué mejor ahora encontrarnos en el camino del olvido con ‘La Construcción’ —llamada también ‘La obra’, ‘La guarida’ o ‘La madriguera’, según las traducciones(1)— narración publicada póstumamente entre muchos otros textos, y que fue escrito entre 1923 y 1924, cuando Kafka estaba muy enfermo ya, mirando la muerte a los ojos, acurrucándose en su fracaso.

El fracaso en Kafka

Supongamos que existe esta transposición: el animal narrador de ‘La construcción’ es el hombre —podría ser Kafka—, el autor. Hay una humanización en el animal, en el roedor que es la voz narrativa. Esa humanización construye un nuevo ser: el que no es hombre, pero que tampoco es bestia. Lo que lo hace ‘no-bestia’ es la conciencia de su construcción, de lo creado. La no-bestia tiene conciencia creadora. Y conciencia de la posibilidad de morir. El creador teme ser destruido y, cuando percibe ese temor, atrapado en su propia construcción, solo espera que la muerte lo encuentre porque en la perfección de su creación ha cometido un error: “Lo sé bien y ahora en su culminación mi vida apenas si tiene un momento por completo tranquilo; allí, en ese sitio, en el oscuro musgo, soy mortal y en mis sueños husmea interminablemente un hocico voraz”. Este error es indicio del fracaso. A partir de la conciencia del error, la caída, el fallo, es inminente.

Al trasponer la voz narrativa con la conciencia de su creador podemos establecer la operación que le atribuye a Kafka, como escritor, la perspectiva del fracaso. El malentendido universal es el punto de articulación: su literatura.

Según Maurice Blanchot(2), es precisamente la intención de evitar el malentendido universal lo que mueve a Kafka a destruir su obra. Sin embargo, su primer fracaso es precisamente la no destrucción de su obra y, además, la conciencia de que la no-destrucción es inminente.

Así como el narrador en ‘La construcción’ ha trabajado para no dejar grietas en la madriguera que constituye su espacio de seguridad, ha fracasado, sin embargo, al dejar la única salida del hueco, el único posible escape, bajo un ocultamiento precario. El escritor, a su vez, ha permitido grietas en su propia construcción, ha dejado poco oculto el único rescoldo por el que se puede acceder a la profundidad de su propio temor.
Ahora bien, para establecer una relación paralela entre literatura y fracaso comparemos la construcción del topo con la construcción literaria, con el trabajo del escritor.

Dejaremos en evidencia cuál es el fracaso del creador frente a su obra… y el fracaso es su
propio encierro en la expectativa de la muerte.

La construcción como fracaso

Desde afuera la construcción se observa como un gran agujero que en realidad no conduce a ninguna parte. Eso enorgullece a su creador, el topo, quien se satisface con la obra que solo muestra una parte de la excavación en la oscuridad, en lo que Blanchot llamaría “la noche”. Pero la narración es en realidad una confesión, una exposición —en tanto puesta en evidencia— del autor a través de su propia obra. En ella podemos encontrar la grieta, puesto que el creador se traiciona a sí mismo y expone en el inicio de su confesión su propia duda frente a la seguridad de su fortaleza. Es decir: pierde lo creado debido a la inminencia del fracaso. 

El fracaso se constituye, pues, como la pérdida de la obra, la exposición de la perfección de la obra al borde del peligro de su propia destrucción.

 

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De acuerdo con Blanchot, el arte es real en la obra y esta completa su realización en el mundo, de acuerdo con él, porque es entonces donde interactúa con una existencia.

Pretende poseer una calidad ontológica propia, por un instante entre las leyes de creación cree divisar el mundo a su medida. El creador siempre aspira a la universalidad de su creación, aunque es consciente de la milésima parte de la realidad que esta constituye.

El fracaso solo se muestra cuando la obra se ha culminado, cuando el creador, entonces, es ya consciente de la fragilidad de esta.

El mismo narrador admite su angustia ante su propia conciencia de la debilidad. Su existencia se enlaza a la de la obra en tanto el temor a que la falla se exponga, permanezca latente. Solo queda entonces la expectativa de la muerte. El creador ejecuta su labor para ocultarse a sí mismo, pero una vez que ha creado, descubre que puede ser descubierto, porque en el tránsito de crear se ha expuesto a sí mismo.

Y así como el autor se revela, también se produce su exposición en la obra. Es en esa confesión donde reside su fracaso, pues sabe que aquella es la única posibilidad de ser fuera de la construcción, es la única salida frente a la muerte, su vía de escape hacia el mundo exterior. La obra, su mundo interior, debe ser expuesto, forzosamente, no importa si incluso debe ser destruido, porque es la única posibilidad de escapar con vida de él.

Queda, entonces, la espera, pero mientras aguarda, el creador se debilita. Se siente más vulnerable y sigue calculando, cavando, indagando en la oscuridad, en la noche. El día está cada vez más lejos para él. A menos que escape, o que sea descubierto. Además, si la construcción, la fortaleza, no es puesta a prueba de uno u otro modo, jamás podrá retornar al día. Se quedará atrapado, destinado eternamente a construir en la noche y, como en el cuento, cuando culmine todo, esperará el momento del fracaso.

De cualquier modo, todo ha sido inútil: si lo encuentran, muere, y si muere sin posibilidad de escape, su fortaleza, su complejo sistema construido en la oscuridad, habrá fracasado. Pero también lo hará si no tiene un enemigo que lo encuentre, y su construcción será inútil, no lo protegerá de la muerte por la espera, de la muerte en la noche.

La paradoja del escape o la salida

La salida que ha dejado detrás de sí el constructor, tan simple, solo cubierta de musgo, es completamente inútil y a la vez se erige como su salvación. Es inútil, porque el creador no puede realmente calcular cómo ni de dónde vendrá el peligro, no puede luchar contra su propia muerte de ninguna manera.

Entonces, una vez más se expone su fracaso: la construcción es inútil porque la muerte lo asedia. Como el escritor, el topo está expuesto a la muerte y su obra a la destrucción. Kafka pretendió destruir él mismo su obra y destruirse a sí mismo, pero dejó una salida inútil: ni la destruyó él mismo ni destruyó toda la obra. Dejó una entrada cubierta de musgo que lo expuso a la luz del día —el ojo de los lectores—, por la que pretendía escapar, aunque sabía que por ella se podía penetrar en la fortaleza —la obra— para destruirlo.

La relación entre el escritor y su literatura es similar a la interacción entre el topo y su sistema de túneles: habitan ambos un no mundo, pero dejan una salida —que no es tal— para escapar a la luz porque en la oscuridad perecerían.

Un escritor en la oscuridad perece. Así, una obra que no corre el peligro de ser expuesta es inútil, porque el autor muere con y en ella, y la excavación en busca de protección será inútil. El autor morirá esperando morir.

Cuando la obra se ha culminado solo se espera morir… y he ahí el fracaso. La asunción del fracaso es el nacimiento del autor, porque implica su destrucción. Tal y como lo ha hecho este hombre-bestia que crea la construcción.

El fracaso no es, pues, solo un resultado adverso frente al mundo. Es una caída frente a las pretensiones de alienación del arte.

Kafka, entonces, no es un autor solitario, marginal, sino un autor fracasado en su intento de alienación. Pero a la vez es un fracasado en la construcción en la universalidad. Su literatura no es la base que cimiente la edificación de una sociedad, como lo pretenderían las concepciones filosóficas del Romanticismo. Su literatura, por el contrario, es la que pone de manifiesto las grietas de esa sociedad, las expone, y al hacerlo, también se expone a sí mismo.

Sociedad y literatura

Si trasponemos la relación entre literatura y sociedad a la relación literatura y autor, podemos encontrarnos con este fracaso.

Enfrentar la ruina, la caída, entonces, es la tarea del escritor. Escribir desde el fracaso, construir desde la incertidumbre, desde el cálculo fallido. Así, dicen Hegel y Marx, se forma la historia, mediante el trabajo que realiza al ser negándolo y lo revela al término de la negación.

Reivindiquemos ahora el término fracaso: es la condición de pérdida de las pretensiones del autor. La literatura es, desde esta perspectiva, la expresión del fracaso. No será la visión que reivindica la caída porque mantiene la pureza del arte. Ni tampoco la noción de que este es un fracaso porque la obra carece de un ideal. Es un fracaso porque no es ninguna de las dos nociones.

Este fracaso al que nos adscribimos radica en la expectativa de la muerte. Al palpar la muerte inminente no hay salvación: se pueden destruir el autor y la obra juntos o separados.

Solo queda esperar que la fortaleza —la obra— sea descubierta y así escapar del hocico voraz en medio de la luz del día, o morir en la espera de la muerte, atrapado en la oscuridad, porque no se sabe desde dónde vendrá la muerte, quizá llegará en la espera que lo debilita.

El fracaso es, también, el cuestionamiento de la propia obra. El trabajo empleado en ella y los fragmentos calculados con ingenio interpelan al creador sobre la justificación de la existencia de su construcción. Parece, en algún momento, como si él se preguntase en dónde radica la debilidad de su obra al revisar su proceso. En general, el creador se siente cómodo en ella, dentro de ella. De hecho tiene un lugar seguro a dónde acudir, pero incluso ese lugar seguro se torna inseguro porque la angustia de la muerte es preexistente a su creador, fue su motivo para ejecutar su acto. Y la exposición al fracaso lo mantiene en movimiento, le permite cavar, construir, ensayar posibles formas de escape.

Pero el fracaso no se puede predecir, se puede intuir, como le pasa al narrador, como le pasa al escritor. Y entonces este se pierde en su propia construcción para probarla, se mueve y prueba su propio laberinto.
La idea de que el único punto de salida constituye el mayor peligro para sí mismo mueve al topo una y otra vez a tantear la salida. Mira el día con ojos de la noche y experimenta su propio fracaso al salir, al intentar — de forma fallida— escapar de la madriguera.

Estando fuera de la madriguera, el autor no la posee. No se posee tampoco a sí mismo, pero tampoco posee el día, porque está ocupado temiendo por su madriguera. El triunfo de no haber sido descubierto —no se sabe por quién— en su escape es efímero y se pierde en la necesidad que siente de volver a los túneles donde esperará que alguien —no se sabe quién, de nuevo— descubra su madriguera para poner a prueba su punto de escape.

Una vez dentro, el creador teme. Teme al igual que afuera. El escritor, como esta bestia, no existe fuera de su obra, pero tampoco lo hace dentro, porque cada vez que sale, la obra lo acoge menos y menos. Ahí su fracaso, el escritor no es en la oscuridad: transita la noche hacia el día, en donde tampoco puede ser. Solo queda la obra. El topo ha pasado por el proceso de interacción del autor literario con el “mundo exterior”.

Lo curioso es que el “mundo interior” que parecería ser la obra resulta no serlo. Su mundo interior es el temor a la muerte, tanto en el día como en la noche. Su fracaso es construir una fortaleza en la que no se siente seguro y huir de ella hacia el exterior, donde tampoco se siente seguro. Habita el lenguaje que es creación, lo que Blanchot traduce como lo imaginario, que no es una extraña región situada más allá del mundo: es el propio mundo, pero en conjunto, como un todo.

Por eso no está en el mundo, pues es este, aprehendido y realizado en su totalidad por la negación global de todas las realidades particulares que se hallan en él.

El escritor solo existe en esta paradoja, no puede crear la fortaleza sin abandonarla, no puede abandonarla sin tenerla construida.

No hay respuesta, solo pregunta. El escritor vive en la pregunta —que es la angustia por la muerte— y la pregunta es el fracaso. Finalmente, el topo —y el autor— se expone a vivir en la pregunta, por lo que se muda al lugar del fracaso: al lecho de musgo que es inseguro y habita la seguridad del silencio que precede su muerte.

Pero sigue en la espera: su construcción no puede ser probada más que por él mismo ya que lo que lo amenaza no existe, no sabe si existe, existe en tanto él se pregunta por el sonido que interrumpe su silencio expectante; su enemigo inexistente —porque no lo ha visto, no lo ha palpado— se aleja y lo deja solo.

La bestia —y el escritor entonces— ha transitado el temor, la noche, la oscuridad, la luz y el día para seguir preguntando y esperando en esa indagación a la muerte.

Si hubiera realizado la obra con el único fin de dar protección a mi vida, no me habría engañado, desde luego, pero la relación entre el ingente trabajo y la seguridad real, al menos hasta donde soy capaz de percibirla y de beneficiarme de ella, no sería favorable para mí…¡Pero es que la obra no es sólo un agujero para ponerse a salvo!... cuando me hallo en la plaza de armas, digo, la idea de la seguridad queda lejos de mí, y siento que ésta es la fortaleza que he arrancado a la reacia tierra, a fuerza de arañarla y de morderla, de pisotearla y empujarla, una fortaleza, ésta mía, que de ningún modo puede pertenecer a otro, y que es tan mía que al fin y al cabo puedo soportar tranquilamente la herida mortal de mi enemigo, puesto que mi sangre se filtrará aquí en mi tierra y no se perderá.

Notas

1. Este relato se encuentra en compilaciones, pero fue editado autónomamente por La Compañía, en 2009.

2. BLANCHOT, Maurice. De Kafka a Kafka. Fondo de Cultura Económica. 1993.