Ecuador / Miércoles, 24 Septiembre 2025

Kadaré o la mecánica del sueño

Una de las construcciones imposibles del arquitecto Piranesi, un escenario de pesadilla como el Palacio de Kadaré.
Espacios

Porque Kadaré —él mismo lo ha señalado— intenta en El Palacio de los Sueños la construcción, el diseño, la puesta en marcha de una maquinaria infernal. Un descomunal proyecto de control del último reducto de libertad del sujeto moderno: el sueño, los sueños, los micromundos que aparecen simbolizados en el acto mismo de soñar.

Ambientada en los fríos y nebulosos territorios del Imperio Otomano —parece, en realidad, que estuviésemos acudiendo, en tanto lectores, a un sueño, a la novela como sueño— la historia se perfila como la huella que un caballo deja sobre la superficie lodosa de la tierra —la huella de un mundo rural, anclado en el Medioevo, aunque en pleno siglo XX. De ese primer signo, evanescente, ingresamos a un universo de formas siempre oblicuas. El palacio —edificio donde labora el protagonista de la novela, el inquieto Mark Alem, dentro del cual ha de entregarse a una vida que no es vida, una forma de muerte— resulta, en sí mismo, una imagen delirante. Construido con las manos del escritor albano, en ese palacio se pueden reconocer los engranajes, las estructuras y las piedras de Homero, Dante, Kafka, Borges y, en un giro hacia lo absurdo, a Kosinski, aquel escritor que trajera a la vida a Chance, el jardinero meditabundo que termina como alto ascensor del gobierno estadounidense.

Ingresar al Palacio supone, para Mark —entusiasmado con el puesto que ha obtenido, gracias a pertenecer a la poderosa familia de los Quyprilli— el inicio de una vida de prosperidad. No obstante, tal como reza el epígrafe, poco tiempo después, días o meses o sueños soñados, refirma que el trabajo es infernal. Claro. Ese costado de la vida donde los sueños ya no son la vida, sino su reemplazo, el borde, el reino de la muerte, el infierno. Morir y soñar parecen el mismo estado. Comparten el cuerpo del que sueña, y quien  selecciona, interpreta y archiva esos sueños es una especie de muerto en vida, atrapado por la telaraña de miles de imágenes que provienen de los puntos más extremos del Imperio.

En esa mecánica, el Estado, es decir, las formas institucionales de procesamiento y control del cuerpo social requiere de una infraestructura que trabaje casi exclusivamente para que los sueños —enviados por los súbditos diariamente— pasen por un proceso de jerarquización: del departamento de copistería al de selección, y de ahí al de interpretación, hasta lograr el sueño maestro, el parasueño, que será el que se remita al Soberano para que, a partir de los signos develados, pueda tomar las decisiones justas.

Mientras la novela avanza —diseñada a partir de una belleza fría y económica— asistimos al personal drama de Mark. E incluso podemos establecer un lazo de comunión mientras este constata las formas del horror. Día tras día, sentado horas y horas recibiendo miles de cartapacios, leyendo una y otra vez los sueños de los hombres y mujeres que pueblan el Imperio. Sueños mundanos, repletos de imágenes de verduras y amores; sueños exhibicionistas, que surgen de una necesidad de protagonismo; y otros, los que despiertan la alarma, sueños en los que los signos —un puente, un toro, la luna— pueden suponer las evidencias de una tormenta que se avecina en el Imperio: la traición, por ejemplo. Día tras día, el joven Mark, cada vez más confinado, encapsulado en sí mismo, como un animal huraño que rompe los lazos con el mundo, bebiendo una sopa o sorbiendo un café, apenas cruzando palabras con los otros funcionarios, otros cientos que caminan por los laberínticos pasillos, que inclinan la cabeza sobre el escritorio para continuar con su trabajo febril: engranajes de la gran maquinaria delirante del Sultán. Día tras día, atravesado por las dudas que surgen frente al folio que lee, incapaz de descifrar lo que ahí se consigna, cada día, atrapado, en un estado permanente de ensoñación, quizás más cerca del interior umbroso del sueño, muerto en vida, mientras afuera el mundo pierde todo sentido.

¡Dios mío, haz que no sea más que un sueño!

Pero también asistimos a la creación de una gran broma, una trampa de humor negro. Una apuesta arriesgada y total por diseñar la gran metáfora que hable —en el decir de una lengua literaria— del totalitarismo: la trampa mayor de toda mecánica del poder. El control de los sueños, así, parecería el último esfuerzo por controlar el cuerpo social, el cuerpo humano, por hacer de ese cuerpo orgánico, materia de control biopolítico. Huxley, Orwell, Bradbury resuenan. Están ahí, como tantos de los funcionarios que habitan El Palacio de los Sueños. El Estado, así las cosas, hace del cuerpo del soñante —sobre todo de ese que, por mala fortuna, sea portador de un sueño que presagia el destino horrendo del imperio— el territorio por gobernar. El sujeto entonces deberá perder —ha perdido ya, desde que la maquinaria estatal creara un ente de control— aquello que se llama libertad, cualquiera que sea la forma en que se materializa en la vida. Cuerpo del soñante, cuerpo asesinado en su subjetividad.

Con Mark, de su mano —a través del ojo de un narrador que se contamina con ese espacio liminal en el que sueño y realidad y muerte resultan todo y nada— conocemos el valor de la familia, sobre todo del núcleo de la familia albana a la que pertenece Mark. En las cenas donde su tío, el gran Visir, se evidencian las formas en que la sangre adquiere supremacía sobre la historia. La familia, entonces, puede determinar el orden por seguir del mundo. La familia, por ello mismo, constituirá, hacia el final de la novela, la materialización de la muerte, principio y fin de la vida. El tío de Mark —asesinado por el gobierno y un grupo de rapsodas albanos que corren la misma suerte— resalta así la confirmación de las formas institucionales de control del cuerpo. Y sin embargo, en ese giro absurdo —de elevada conciencia literaria— el narrador nos reafirma que la vida —quizás las formas en que la vida se traviste de sueño o de pararealidad— puede resultar siempre un acto fallido, otra vez, una broma. Así, el temeroso Mark —quien conoce sobre la situación terrible de su familia, de la que se sospecha que ha planificado un gran complot contra el Imperio, razón por la cual espera que en el Palacio le comuniquen su destitución o algo peor— termina siendo ascendido hasta las esferas máximas de jefatura del Palacio de los Sueños, como ese torpe y autista Chance, de la novela de Kosinski, desde el jardín, que, sin saber cómo, termina también como un representante del poder gubernamental.

… de todos los mecanismos del Estado,

el Palacio de los Sueños es el más ajeno a la voluntad de los hombres.

¿Entendéis lo que quiero decir?

En esta novela, Ismael Kadaré reorganiza el discurso literario en torno al infierno, torturando el cuerpo del sujeto, ya no por el tridente o el fuego ardiente del pecador, sino con la anulación del relato-límite, aquel que está entre la muerte y la vida, aquel que estalla en el sueño.

Así, la muerte última del sujeto, pero, al mismo tiempo –como el sueño y su doble– el alegato de lo que nos resta de humanidad.