Alberto Fuguet (1964) nació en Estados Unidos, pero desde joven decidió ser chileno, al menos desde que la lengua sirvió no solo para leer sino también para escribir, entre otros usos. A la escuela de periodismo le inyectó ficción y a los talleres literarios les exigía realidad: calle. De ambas partes lo excluyeron, pero de ambas luego le suplicaron volver y en ese gesto, de una exquisita venganza, logró imponer su mundo, que no era más que el mundo que comenzaba al cerrar los libros y levantar la mirada.
Los años ochenta fueron el desconcierto para el poncho y la zampoña, pero el comienzo de los sintetizadores, el rock y la performance como justamente el ready made de la historia, y la histeria, reciente. Las neovanguardias en las artes significaron una modificación a la dictadura moral autoimpuesta de los cuerpos y el miedo se transformó en deseo en este nuevo Chile que conoció el neoliberalismo como experiencia antes que como concepto y que, por cierto, llevó a que se sumaran a las filas en las nuevas casas comerciales, se endeudaran, pidieran préstamos y quisieran ser parte de la ‘vía chilena a la modernidad’ a quienes pocos años atrás participaron de los cordones industriales, entonaron el soundtrack del canto nuevo o prefirieron no escuchar música en inglés, y menos fumar marihuana para no caer en las garras del imperialismo.
“Aquí la verdadera transición no fue de dictadura a democracia —todavía hay senadores designados—, sino el cambio de moral, de antigüedad a modernidad de manera abrupta, de paradigmas estéticos y psicológicos, de ser una sociedad agraria y manejada por unos pocos a otra más compleja, con la contradicción de que en ella conviven el primer y el tercer mundo”, señalaba Fuguet a El País en octubre de 2004. Que Chile es un país tremendamente moralista, enfermiza y obtusamente moralista no es ninguna novedad. Casi todo el siglo XX ha sido así, y ese ‘casi’, por paradójico que parezca, hace referencia a la dictadura. El comienzo de los años setenta es una transición moral de la obsesión por la producción, leitmotiv de la Unidad Popular (UP), de una nueva ciudadanía basada en el consumo ya comenzando la siguiente década. Es decir, no solo es el cambio de una moral de la producción estatal, con sus mineros, pescadores y obreros como emblemas, a una del consumo neoliberal celebrada por la publicidad y el bienestar de la familia chilena, sino que justamente la gran modificación y verdadera revolución es la que pasa por las costumbres y hábitos en torno al deseo.
Dicha transferencia, y su seductora promiscuidad, entre lo real y lo ficticio, entre la ruina ideológica y el monumento social del consumo, entre la vida privada y la privatización del Estado, Fuguet la patentó en su obra y abrió un nicho que es insoslayable, más aun hoy en que la nueva narrativa chilena y el mercado editorial parecieran darse cuenta de que la vida, sobre todo la infancia, no era solo tiempo sino un bien de consumo, tanto así que se ha creado la noción de ‘literatura de los hijos’ que no es más que el corpus de obras de narradores contemporáneos a Fuguet que han (mono)tematizado la niñez en el contexto de la dictadura. Nuestro autor propone desde sus primeras obras otra comunidad etaria, una que bordea entre la adolescencia y la adultez, aquella que ya es punible por infringir la ley y que permea una visión política, una lectura desde la ficción a los agenciamientos neoliberales del sexo, las drogas y el rock sin melancólica ingenuidad. La pregunta que uno se hace es por los significados que subyacen a ser niño en dictadura, a su inocencia, a su no-compromiso, a ser los únicos que no tuvieron absolutamente ninguna responsabilidad y a quien no se le puede juzgar con el pasar de las décadas. ¿Qué hay de esa intocabilidad en los ya adultos que vuelven a este lugar? ¿Cómo leer dicha inocencia?
Más chespiritista que shakespeareano, pues todos sus ‘equívocos’ fueron aciertos y aunque, él lo intuía, el medio local durante mucho tiempo se encargó de denostarlo, no así sus miles de lectores, lo cual lo hizo más astuto para crear y sagaz para destruir. Basta ver las críticas hacia su lenguaje “soez”, “pornográfico”, o lo que señaló en 1992 el sacerdote Ignacio Valente, el crítico oficial más importante de Chile hasta ese exacto momento: “De la tercera novela más leída en febrero, Mala onda de Alberto Fuguet, hablaré poco, entre otras razones porque sólo pude leerla hasta la mitad. Se me hizo insoportable. Grandes serán las tragaderas que necesita un crítico literario, y creo que las mías lo son, pero no llegan a tanto como para terminar esta bazofia (…)El autor se especializa en lo más tonto que el alma adolescente pueda albergar, rindiendo un culto desproporcionado a lo más efímero de la moda juvenil del día (…) Hasta la cocaína se vuelve más estúpida que mala en esta frivolísima onda (…) Prefiero los antros de la delincuencia común, del terrorismo político, del lumpen de las ideologías más arrastradas, de las subculturas más bobas, porque incluso en ellas —como lo demuestra una abundante narrativa— pueden encontrarse más atisbos de sentido humano, de interés psicológico y psicopatológico, de significado ético y, en buenas cuentas, de humanidad”.
Hoy, a más de dos décadas de este libro, y de la colección de cuentos Sobredosis (1990), nos damos cuenta de que ciertamente lo que hace Fuguet es inaugurar una voz, abrir un estilo, crear nuevos arquetipejos como Enrique Alekán (el Papelucho adulto joven), Matías Vicuña o los que aparecen en Por favor, rebobinar (1998) y el resto de sus obras de ficción que visionariamente ya en los ochenta eran los primeros personajes noventeros y quizá en esa década los más lúcidos en ser parte del nuevo siglo. Es el primero en decir que la vida durante Pinochet también podía ser una farsa, igual que antes y después de él. Hay una zona de la vida y su representación, digamos biopolítica, que Fuguet encarna en su obra mejor que nadie en la doble vía de la dictadura militar y la del neoliberalismo, que vio, leyó y auguró como nadie más lo hizo. Los militares se fueron, pero los capitalistas (Chicago Boys) se quedaron. Representa el primer escritor joven ‘exitoso’, el que inaugura y clausura esa estrategia de marketing que se llamó ‘nueva narrativa chilena’, de la cual no terminó de sentirse parte. En una revista de 1993, señala: “El que escribe esto no se siente parte de este grupo. No tengo ni la edad (diez años menos, por lo pronto) ni el currículum ni la estética. Ni siquiera la ética. Somos distintos, nada más”. El singular estilo de sus críticas, reseñas y crónicas es parte de todo un imaginario, del que ciertamente fue el iniciador en Chile, pareciera ser más bien asimilado por poetas tanto que narradores, en especial a lo que se refiere a literatura anglosajona, el drama urbano, el coloquialismo que en realidad es el coloquialismo gringo traducido al chilensis. Algo intuye Fuguet al respecto y señala en el mismo artículo, llamado ‘La generación X’: “Soy –junto a Gómez- ‘futuro’ porque creo que somos algo así como la cabeza de lanza. Los hermanos mayores de los que vienen. Estamos empezando. En este -y sólo en este- sentido, me siento ‘el futuro de la literatura chilena”. Ese mismo año aparecerá Cuentos con walkman, la antología generacional de los chicos de un suplemento cultural juvenil de El Mercurio, y tres años más tarde, McOndo, el mismo gesto anterior pero a escala latinoamericana y enfrentando el realismo mágico de la crítica sobre el realismo mágico.
Todas estas tensiones Fuguet las hace suyas y expande en, por ejemplo, Cortos(2004), su segunda colección de cuentos que es casi una suma de tráilers cinematográficos en los que el rango etario de los personajes es mayor que enSobredosis, el lucro del mercado académico es ya patente, de la dictadura quedan las reliquias psicológicas y viajar a otros países es una contraseña de clase sobre todo a Estados Unidos, segunda mother patria. Tienen a la vez más conciencia de sus vidas y, por ende, de su fracaso, y no solo a nivel personal sino que de todo el entramado social. Leemos: “Mi tío Tomás dice que Chile ya no es igual. Esto no ha sido una transición sino una transaca, afirma molesto. Al final, Pinochet ganó y sigue a cargo”. En ambos libros se muestran las bajas pasiones del barrio alto, el Far West como la metáfora de una tierra con mucha ley y poca leyenda. Si bien es cierto que en estas nuevas obras de Fuguet, tal como Missing (2009) o Aeropuertos (2010) presenciamos el mundo latino en el mundo gringo, en Sobredosis y sus libros de los noventa, estábamos frente al mundo gringo en el mundo latino y más aún en Chile. Las fronteras parecieran ser el gran tema de Fuguet, y no solo verlas sino que cruzarlas o quedarse en ellas para radicalizar su patetismo. Me refiero a fronteras de clase, de edad, dialectos, de género, de nacionalidad, de idioma. Fronteras entre la literatura y el cine, entre la ficción y la no ficción.
Leer a Fuguet a más de 20 años de sus primeras obras es entender a un autor que fue vetado por la academia, la crítica profesional y el ‘buen gusto’ de la obra de arte, pero hoy la jauría es otra y podemos acercarnos con nuevos ojos a estos libros. Por lo general es demasiado tarde porque los tipos están muertos hace rato o su genio cayó en picada, pero afortunadamente este no es el caso.Como decíamos antes, si Fuguet incorporó a la constitución literaria las ‘leyes de la calle’, desde la misma vereda con Parra, hace a la vez el gesto inverso de abrir el trecho de la no ficción con varias ideas notables como la distinción de que “ir al supermercado es biográfico, pero no personal”. De allí que su obra de no ficción que comprende obras como Primera parte (2000), Apuntes autistas (2007), Mi cuerpo es una celda (2008), la autobiografía de Andrés Caicedo, Cinépata (2012), Una vida crítica (2013), la recopilación de críticas de cine del gran Héctor Soto, y Tránsitos (2013) sean los materiales más lúcidos no tan solo para leer su propia obra en literatura y cine, su hermana pasión, sino para configurar el exacto punto hacia donde se dirigen las más innovadoras obras literarias en su tensión con las autorías, los soportes y las posibilidades de la escritura sin el yugo capitalista de la verdad. Es justamente esta obra la mejor caja de herramientas que he leído de un autor chileno sobre su propia obra y su vida como obra literaria. Descarnada, autocrítica, nostálgica en el mejor sentido. “Los recuerdos, al final son como queremos recordar las cosas, no como las cosas ocurrieron”, señala y luego agrega: “El arte no es más que el lento cultivo y maduración de la vida interior, lo que lo transforma —sin querer— en un gran trabajo de investigación”. Dicha investigación tiene que ver con trabajar esos “bonus track”, es decir, “las sobras, el material de basurero que no se desechó, es aquello que se archivó y se olvidó. Son textos relegados, perdidos, escondidos, que reaparecen y salvan el día (…) Cartas, diarios, apuntes, charlas, artículos y columnas, entradas de blog, ensayos hechos y derechos. La tentación es creer que estos textos son compilaciones de artículos periodísticos. Error”.
Su obra de no ficción resume la ficción de todos los noventa y vislumbra el presente desde un nuevo género que él no inventó pero en el cual ha insistido con perspicacia el día de hoy donde las transnacionales son un tanto menos importantes debido a la presencia de las editoriales independientes aunque los autores se sientan más culposos que antes por la exposición que las redes sociales crean.
En fin, leer a Fuguet a más de 20 años de sus primeras obras es entender a un autor que fue vetado por la academia, la crítica profesional y el ‘buen gusto’ de la obra de arte, pero hoy la jauría es otra y podemos acercarnos con nuevos ojos a estos libros. Por lo general es demasiado tarde porque los tipos están muertos hace rato o su genio cayó en picada, pero afortunadamente este no es el caso. Fuguet con su obra de no ficción inaugura un nuevo género para leer hacia atrás todo lo que creíamos desechable o basuras culturales sin ser nostálgico ni mucho menos patético, pero sobre todo hizo la gran obra sobre la dictadura, esa que todos esperaban, pero que nadie quiso leer porque de fondo, les estaba diciendo a cada uno de los chilenos de fines de los ochenta y comienzos de los noventa que la dictadura neoliberal eran ellos mismos.