Ecuador / Martes, 23 Septiembre 2025

Filiaciones y huellas literarias en 3 novelas contemporáneas

Análisis

Destacado: Esta rica interacción dialógica, en la que varias narraciones se encuentran, nos devuelve a una biblioteca original que no deja de reinventarse: aquella que pervive en nuestra memoria y hace posible el juego intertextual que revitaliza y desempolva los textos canonizados.

Veo aquí 3 novelas desde una mirada que busca destacar la escritura literaria, ante todo, como un acto de lectura: El pinar de Segismundo (2008), de Eliécer Cárdenas; Oscurana (2011), de Luis Carlos Mussó; Memorias de Andrés Chiliquinga (2013), de Carlos Arcos. Se trata de novelas que articulan una suerte de hiperconciencia narrativa, en el esfuerzo por escenificar el diálogo con su propia tradición. El centenario del nacimiento de Jorge Icaza y Pablo Palacio, en 2006, generó una serie de relecturas y celebraciones críticas para pensar el lugar de estos escritores en el marco de nuestra memoria literaria. Las novelas mencionadas se construyen en el interior de una red de relaciones y referencias a otros textos, en los que la literatura misma deviene archivo y fuente de nuevas escrituras. Este archivo se ve sometido a múltiples mecanismos de apropiaciones y reminiscencias, en un juego de alusiones y citas que produce una escritura de amplias resonancias intertextuales. El corpus seleccionado evidencia no solamente una suerte de reescritura de la tradición, sino que propone, a la vez, un trabajo con la memoria: traslada a la escena contemporánea huellas de un pasado literario, desde una explícita filiación afectiva. 

1. En la biblioteca

En ‘Palabras finales’, de El pinar de Segismundo, Eliécer Cárdenas indica que la novela “fue escrita por el autor cuando se conmemoraba en Ecuador el centenario del nacimiento de Jorge Icaza e iba a cumplirse el cincuentenario de la tardía aparición de la novela Égloga trágica, de Gonzalo Zaldumbide”(1). Efectivamente, Icaza y Zaldumbide entran en la novela junto con otros escritores y artistas que protagonizaron el medio literario durante la primera mitad del siglo pasado: César Dávila, G. H. Mata y Oswaldo Guayasamín, entre otros; “amigos y cofrades” vinculados a la Casa de la Cultura bajo el liderazgo de Benjamín Carrión. La operación de nominación de los personajes, en función de un referente literario real, teje una escritura que seduce al lector por efecto de una especial familiaridad que la sola mención de los nombres hace posible. De entrada, el nombre propio establece los términos de un pacto de lectura, puesto que los personajes portan una sobrecarga de sentidos en función del lugar que ocupan al interior de una memoria literaria compartida. El solo reconocimiento provoca en el lector un particular placer, porque todo un acumulado de conocimiento se activa ante la enunciación del nombre propio.

Los personajes, sujetos históricos reales, son retratados en la novela de Cárdenas en su dimensión más cotidiana, en el desarrollo de una lograda trama que porta las huellas de otros textos —escondidos y asimilados— a manera de una sobredeterminación intertextual. La trama —una conspiración de artistas e intelectuales— está cargada de humor e imaginación, en la construcción de una escritura que reinventa creativamente los datos que ofrece la historia. En el presente narrativo, 1956, Icaza, Mata, Dávila, Guayasamín son convocados en la biblioteca de la casa de Benjamín Carrión, por su secretario privado. Los confabulados deben cumplir una secreta misión, que consiste en robar los manuscritos dispersos y ocultos de Égloga trágica, con el fin de minar la salud emocional de Zaldumbide e impedir su candidatura como binomio de Camilo Ponce en las próximas elecciones. La línea argumentativa se complejiza, puesto que el presente narrativo enmarca la visita al país de una embajada artística en representación del gobierno franquista. Paralelamente, se narra la llegada a Quito del poeta español en exilio León Felipe y, por otro lado, la presencia clandestina de Carlos Guevara Moreno recupera episodios del impacto que tuvo la Guerra Civil Española entre los intelectuales ecuatorianos. La biblioteca personal de Carrión, la librería de Icaza, el Teatro Sucre, la Casa de la Cultura, la calle La Ronda, la biblioteca jesuita de Cotocollao son escenarios, entre otros,  de encuentros y diálogos en los que, desde la perspectiva que posibilita la enunciación en tiempo presente, reconocemos trazos de proyectos estéticos y políticos que definieron los términos de un debate intelectual aún vigente: populismo, mestizaje, cultura nacional, proyecto indigenista, internacionalismo y militancia política.

Las siguientes palabras, que Cárdenas hace pasar por autoría de Icaza, bien pueden ser leídas como una suerte de arte poética del autor: “Que el mundo era un rompecabezas donde ciertos pedazos se unían como al antojo de algún escritor incógnito, omnisciente…”. Ciertamente, la novela ofrece al lector un conjunto de anécdotas que, aunque producto de la ficción, producen un efecto de totalidad que hilvana y articula disímiles elementos de la historia “real”. Elementos que, bajo una nueva composición, resignifican y actualizan la historia. Bajo esta nueva disposición de los elementos, asistimos, por ejemplo, a un delicioso lance de amor entre el novelista Icaza y la Lola Flores, que ha llegado como parte de la caravana española. Cárdenas reescribe, con estos nuevos protagonistas, el episodio en que Icaza narra el primer encuentro entre el Chulla Romero y Flores con Rosario, luego del baile de las embajadas. Así también, el desenlace “policial” con respecto al hurto de los manuscritos —cuyo autor intelectual resulta ser el hijo de la Mariucha, la joven india de la novela de Zaldumbide, violada por el joven terrateniente— actualiza el debate en torno a la novela indigenista y el lugar del mestizo en la sociedad ecuatoriana. Esta rica interacción dialógica, en la que varias narraciones se encuentran, nos devuelve a una biblioteca original que no deja de reinventarse: aquella que pervive en nuestra memoria y hace posible el juego intertextual que revitaliza y desempolva los textos canonizados.

2. En el archivo

La vida de Pablo Palacio constituye el epicentro de Oscurana, la novela de Luis Carlos Mussó. Más concretamente, los últimos años del escritor lojano en la sección psiquiátrica del Hospital Luis Vernaza de Guayaquil. La voz narrativa no deja de preguntarse por aquello que se esconde tras la insondable mirada del enfermo. No hay una respuesta única que cifre algo parecido a una verdad objetiva y contundente. Pero sí hay escritura: el texto que leemos. Un texto construido sobre la base de una recolección de datos, extraídos de un archivo múltiple y disperso: episodios biográficos (con particular énfasis, la relación amorosa con su esposa Carmen Palacios), detalladas descripciones fisonómicas, testimonios de quienes lo conocieron, rupturas y polémicas literarias, fragmentos de sus escritos —a partir de un trabajo de intertextualidad marcada, que permite al lector rastrear y reconocer las huellas de textos escondidos. En suma, libros, tesis, entrevistas, recortes de periódicos y revistas, conforman el archivo Pablo Palacio que sustenta la novela y, a la vez, se erige como horizonte de lectura. Un archivo trasegado por el novelista, manipulado y reinventado en la construcción de una suerte de archivo apócrifo: el nuevo archivo que, reescrito, sustenta el desarrollo de la ficción narrativa.

Tras las huellas de Palacio, la voz narrativa se multiplica: en segunda persona, bajo el nombre de Alejandro, un locutor de radio, junto con Roberto, emprende una investigación, en principio académica, que conduce, en la escritura de la novela, a una radical modificación del archivo palaciano: los jóvenes investigadores escriben, imitando el estilo de Palacio, la novela perdida, Ojeras de virgen. Una novela falsificada que ponen a circular entre los cachineros de Guayaquil, desde donde es “recuperada” por la academia, aunque las noticias mencionan un archivo de actas antiguas en la Biblioteca Municipal del puerto. La novela intercala fragmentos de una suerte de escritos autobiográficos de Palacio. En ellos, leemos lo siguiente: “Alguien que me invita al futuro llenándome de preguntas sobre literatura, política, filosofía. Alguien del que no hay que sentir el menor temor y de cuya presencia estoy completamente seguro”(2).  No resulta difícil advertir, en las líneas citadas, un juego de espejos que multiplica un deseo de lectura: Mussó, escritor, se proyecta a sí mismo, en calidad de lector, en el deseo de un Pablo Palacio por él ficcionalizado. Así, es el deseo de lectura  que provoca en el archivo un movimiento expansivo. En el caso de la novela, el archivo original, en el proceso de su narrativización, es leído y consultado para devenir escritura apócrifa: la invención de un Palacio que sobrevive como fantasma en la multiplicación de una suma de textos nunca clausurada. El archivo es asumido como lugar de un saber, de una memoria afectiva, y de un deseo que pone en movimiento nuevas escrituras.

3. En la escritura

Andrés Chiliquinga, protagonista de la novela de Carlos Arcos, es un indígena Otavalo que, en el verano de 2000, asiste a la Universidad de Columbia, como estudiante invitado en un curso doctoral de Literaturas Andinas. En el marco del curso, Chiliquinga debe preparar una exposición de Huasipungo, con el cometido de observar si el libro refleja la realidad del mundo indígena. Chiliquinga es dirigente, músico y comerciante, e inicialmente muestra resistencia para emprender la lectura de un libro al que percibe ajeno. Para el cumplimiento de esta tarea, recibe la ayuda de una compañera de la misma clase, María Clara Pereira, también ecuatoriana. Las conversaciones que ambos mantienen definen en la novela una explícita dimensión metaliteraria alrededor de la temática indigenista. En el inicio de esos diálogos, Arcos coloca en boca de María Clara lo que se revela como eje de su proyecto escriturario: “Si haces un buen trabajo podría ser el primer artículo sobre Icaza y sobre Huasipungo escrito por un kichwahablante” (3). 

En un trabajo de aliento comparativo entre la literatura de Perú y Ecuador, Alejandro Moreano señala que en Ecuador, después de Icaza, no se encuentran momentos similares a los de Arguedas y Scorza. Esta observación está enmarcada en una reflexión que busca reconocer, en un corpus contemporáneo andino, líneas de continuidad y ruptura con respecto a la literatura indigenista y neoindigenista. La paradoja, a la mirada de Moreano, resulta insólita al considerar que en el período de los ochenta se produjo la emergencia de los pueblos indios que, a partir del levantamiento en la década de 1990, se convirtieron en protagonistas centrales de la vida política ecuatoriana y núcleo de irradiación de los movimientos indígenas de América. Con el propósito de ensayar respuestas de interpretación, Moreano busca comprender el efecto que ha tenido en el campo literario ecuatoriano la drástica ruptura con el realismo y la Generación del 30. Una ruptura que no ha dejado de renovarse a lo largo de la segunda mitad del siglo veinte, bajo la forma de un “interminable matricidio”, en palabras del crítico (huida del huasipungo, de Mama Pacha, de Mama Domitila…)(4).  Bien podemos situar la novela de Carlos Arcos en el interior de estos debates, en el esfuerzo por construir un texto que en el diálogo con su propia tradición la problematiza.

Huasipungo se publicó por primera vez en 1934.

El encuentro de Andrés Chiliquinga con su tocayo, como lo llama, genera una serie de observaciones con respecto a lo que el autor de ese otro Andrés Chiliquinga ha consignado entre los guiones de su novela. “Subrayar todo aquello que Icaza escribe entre guiones” es la recomendación que le hace María Clara. Así, la lectura y comentarios de lo que Icaza ha escrito entre guiones generan una suerte de lectura correctiva que, en la redacción de los resúmenes que Andrés prepara para su exposición, se traduce en la escritura de un nuevo texto: la reescritura de Huasipungo en clave contemporánea: qué tiene que decir un indio moderno frente a un libro que, desde una perspectiva “mishu”, pretende hablar acerca del mundo de sus mayores. Resulta significativo que el autor de las Memorias..., Carlos Arcos, se inserta en la misma tradición a la que interroga y refuta, puesto que ese “lector/escritor ideal” —el Andrés Chiliquinga de hoy— es una invención de su propia imaginación literaria; es decir, una construcción que responde, como en el caso de Icaza, a un conjunto de saberes y sensibilidades de matriz blanco-mestiza. Una matriz sensible y enriquecida a la luz de los debates contemporáneos —impacto del movimiento indígena, el fenómeno de la migración, los nuevos referentes en la discusión académica— que posibilita una actualización de los códigos indigenistas en el interior de la economía literaria.

El escritor Carlos Arcos, casi 80 años después de la publicación del texto icaciano, lo reescribe en el esfuerzo por “corregir” un conjunto de afirmaciones acerca del mundo indígena en tanto otredad cultural en relación al mundo blanco-mestizo —el lugar de enunciación de ambos textos: Huasipungo y Memorias de Andrés Chiliquinga. Se trata de una lectura exhaustiva, y afectiva, que produce un nuevo texto, uno que se instala en los intersticios y fracturas del original: “Descubrí en mi corazón que el libro de Icaza y la historia que contaba de mi tocayo me habían agarrado. No era solo su historia, era la de los míos”(5). Justamente, es a partir de una lectura que compromete las emociones desde donde el lector, en su nueva función de escriba, resignifica los códigos del libro leído. Una lectura que se potencia en la escritura de un nuevo texto, en diálogo con una memoria familiar mediada por la voz del Chiliquinga icaciano que visita a su lector en sueños. Se trata, esta, de una voz ancestral que porta una palabra intervenida por varias generaciones de escritores: la “media verdad” de Icaza es reformulada a la luz de nuevas experiencias, tanto de vida como de escrituras.  Sin duda, dentro de toda biblioteca  se mantiene vivo el diálogo entre escritores, y sus personajes no dejan de interpelarnos al interior de nuevos pactos de lectura. “Los libros eran la ayahuasca de los mishus. Tal vez ésa era su sabiduría”, concluye Andrés Chiliquinga al cabo de su periplo universitario.

* * *

Cárdenas, Mussó y Arcos escriben desde una biblioteca compartida, cuyos catálogos parecen desordenarse y cobrar una nueva fisonomía en virtud de una particular relación afectiva con personajes, libros y escritores que pueblan nuestra memoria literaria. Como situados al interior de un “círculo mágico”, estos escritores modifican y reinventan el archivo que la institución literaria celebra y también olvida. Reconocer en la lectura a Icaza y Palacio en calidad de personajes despierta en nosotros “el sentimiento de lo ya conocido”. Este juego de apropiaciones y reminiscencias produce una escritura que hace posible habitar la tradición para reinventarla.

Notas:

1.  Eliécer Cárdenas, El pinar de Segismundo, Quito, Ministerio de Cultura, 2008, p. 167.

2. Luis Carlos Mussó, Oscurana, Quito, Antropófago, 2011, p. 169.

3. Arcos, Carlos (2013). Memorias de Andrés Chiliquinga. Quito: Alfaguara.

4. Alejandro Moreano, “Entre la permanencia y el éxodo”, en varios autores, La palabra vecina: encuentro de escritores Perú-Ecuador, Lima, UNMSM/Centro Cultural Inca Garcilaso, 2008, p. 85-110.

5. Arcos, Carlos  (2013: 81).


 

Pie de foto principal: (Izq) El Pinar de Segismundo (2008, Ministerio de Cultura), de Eliécer Cárdenas. Jorge Icaza es uno de sus protagonistas; (c) Oscurana (Antropófago, 2011), de Luis Carlos Mussó, cuyo eje es el escritor lojano Pablo Palacio; Memorias de Andrés Chiliquinga (Alfaguara, 2013), de Carlos Arcos Cabrera, reinterpreta el clásico de Icaza, Huasipungo.