Ecuador / Miércoles, 24 Septiembre 2025

El sueño de la muerte, de la vida, de la nieve

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Especial

A lo largo de nuestra vida solo nieva una vez en nuestros sueños...

Orhan Pamuk

En el principio era la palabra del narrador. Así, a través de su verbo, de sus palabras, el narrador construye su historia, hace que esta se desprenda de sí, hace que tenga vida propia, y la convierte en creación, como en un soplo, en un sueño.

Así maneja la narración el escritor turco Orhan Pamuk (Estambul, 1952) en Nieve, su única novela construida como un thriller, una historia que pretende ocultarse, ladinamente, bajo una trama casi detectivesca y que exhibe matices, narraciones dentro de la fábula central, reflexiones, y que le ofrece al lector la inquietante sensación de que todo, incluido nuestro mundo, no es sino un sueño de un dios lejano y sin nombre. Un dios que en algún momento se siente tentado por jugar con sus personajes como si fuesen los protagonistas de un mundo absurdo.

Sería ingenuo no relacionar Nieve con la obra de Kafka, no solo por el nombre del protagonista de Pamuk, Ka, sino por el ambiente que se cierne sobre la ciudad fronteriza de Kars —nótese el carácter periférico de la urbe descrita, como en las lindes del sueño y la vigilia—, ese aire petrificado, de abandono, que parece impregnar a sus habitantes y calles; los seres que transitan por las avenidas de Kars, enrarecidas por las copiosas nevadas, se miran de reojo, como si un secreto —terrible y a voces— fuera a revelarse, peligrosamente, a desatarse sobre la cabeza de todos aquellos que lo conocen. Los habitantes del pueblo en El castillo, de Kafka, siempre le advirtieron al agrimensor —protagonista alienado— que jamás llegaría más allá de las murallas del pueblo, que acceder al castillo era una empresa imposible; en Nieve, los habitantes de Kars saben que algo malo sucede, la religión y la política se muestran como bandos de una guerra que ha sido declarada en silencio y con rabia, y que amenaza con destruir a todo aquel que se encuentre en la mitad. O quizá, y peor aún, saben que religión y política son dos discursos distintos para articular un solo deseo de poder. Entrometerse en ese entramado no puede sino resultar en un fin trágico, no importa cuál sea el bando escogido.

Poder y miedo

La nieve lo cubre todo, incluso el miedo. El miedo a la muerte, el miedo a Dios —cualquiera que este sea—, el miedo a los hombres que representan a ese Dios —cualquiera que este sea.

¿Acaso el suicidio implica vencer el miedo a la muerte? Para las mujeres suicidas de Kars, las motivaciones son muchas y van incluso más allá de sus temores. Caen, muertas por sus propias manos —y según sus motivos privados— como copos de nieve, lentamente pero sin freno— en una ciudad sitiada entre la política y la religión y donde cada uno de sus habitantes pretende dar a conocer su historia, una pequeña fábula que aporte a la visión total de la ciudad. El lector no puede dejar de pensar en la metáfora que puede extraer de esa historia para relacionarla con la narración principal, las jóvenes suicidas. ¿Y la historia de ellas? ¿Su versión o relato de sus cuitas? Las muertas no pueden hablar, solo pueden revivir, a medias, en la ciudad de Kars, gracias a los relatos que de ellas arman sus familiares y amigos. Su vida, incluso después de la muerte, sigue controlada por el resto. En el fondo, la motivación de cada mujer para terminar con su vida es una cuestión personal acicateada por la represión —padres, Estado, maestros, el mundo—, por la violencia que se ejerce contra ellas al rededor del globo, ya independientemente de la religión que sigan o el territorio en que habiten.

Un Dios narrador

Dejando ya de lado la cuestión de los motivos —religiosos, políticos—, conviene anotar, como recurso estético, el uso que hace el narrador de su poder omnisciente. Vaya, como cualquier dios.

Y es que este narrador sabe lo que ocurrirá en la vida del protagonista y a su alrededor, y no tiene empacho alguno en mencionarlo, como en el caso de la transcripción del diálogo entre el islamista y el profesor asesinado en la panadería, o como la autobiografía de Azul que se transcribe en uno de los  últimos capítulos del libro.

Se ha creado a un narrador-dios que maneja el ambiente como un relato que pudo tener su origen en una de sus ensoñaciones, y que puede manipular a los personajes a su antojo, y que, a su vez, pueden estar soñando, también, dentro de ese paisaje nevado y onírico, un poco fuera de la realidad(1).

La nieve, como telón de fondo y constante que incita la sensación de abandono y silencio, es el marco ideal para que un narrador presente su voz como la del adulto que le ofrece un cuento a un niño en una noche de invierno, un relato que tiene que ver con verdades fundamentales, escondidas en los resquicios del lenguaje. Así, es capaz de intercalar en la narración principal pequeñas historias, las historias íntimas de cada personaje que transita por las calles cubiertas de nieve, de forma que el lector pueda, de alguna forma, incorporar cada narración a su mente y relacionarla, de forma inconsciente, a las otras —la narración de Azul a Ka cuando se conocen, aquel relato mítico sobre un padre y un hijo que se enfrentan en un campo de batalla hasta que uno muere; el relato de los amigos de Necip, el resumen de la novela de Necip, entre otros.

Así, otras pequeñas historias se entretejen, y el narrador, ese dios misterioso, de nombre desconocido —¡como seguramente deben ser los dioses, innombrable!— sabe el final de todas, aunque no lo revela totalmente, sino que suelta a cuentagotas la información. De alguna forma difusa, Ka parece conocer al narrador, o quizá intuye su presencia, tal vez bajo otro nombre, claro, con la denominación de lo sagrado: “No puedo creer en Dios porque estoy solo y no puedo librarme de mi soledad porque no creo en Dios. ¿Qué puedo hacer?”(2), le dice Ka al jeque, que vendría a ser un representante o mediador de lo divino, un personaje que demuestra su impostura y sus dobles intenciones desde el primer momento, dado su poder.

Pero esta imprecación, esta duda formulada por Ka, resuena en la mente del lector como si fuera una interpelación al narrador, a su Dios, tal como en algún momento los personajes de Kafka se rebelaban contra el absurdo en el que estaban inmersos.

Este omnipresente narrador, ubicuo, a veces nos cuenta que algo sabe, pero hasta ahí nomás, como un velo que alcanza a caerse por un instante para mostrar la pureza de una mujer, pero a la vez, con una coquería infinita. Lo sabe todo, y no pierde ocasión de decírnoslo: “Sé exactamente cómo era la grandiosa felicidad sin límites que sentía en aquel momento porque más tarde la describió con todo detalle en su cuaderno…”(3). Y este narrador parece luego ser el cronista de un santo, aquel que ha consignado la vida de un artista, de un iluminado, que está al borde de la divinidad y cuya historia, precisamente, entra en el terreno de lo maravilloso, de lo onírico, en el campo de los relatos donde un hombre puede pararse en mitad de una habitación e iluminarla con su gracia, la poesía en este caso. La nieve, la poesía, la palabra ‘Dios’.

El poeta como ente divino

La soledad es un problema de orgullo; uno se sumerge vanidosamente en su propio olor. El problema del verdadero poeta es siempre el mismo. Si es feliz durante mucho tiempo se vuelve vulgar. Si es infeliz durante mucho tiempo es incapaz de encontrar en sí mismo la fuerza que mantiene viva la poesía... La felicidad y la auténtica poesía sólo cohabitan durante un breve plazo. Un tiempo después, o la felicidad vulgariza al poeta y la poesía, o la auténtica poesía imposibilita la felicidad.

El poeta Ka, después de años de exilio en Alemania, ha vuelto a su Turquía natal, guiado por su nostos (clásico de héroes, antihéroes o cualquiera que quiera pasar por ello), y cuando está ya en la ciudad de Kars lo acomete un impulso casi salvaje por hacer poesía. En ciertos momentos, se ve impelido a escribir como un poseso. ¿Por una divinidad, una musa? ¿Un demonio? Para algunos, esa pulsión creativa en la que entra Ka podría homologarse al éxtasis místico de quienes experimentan sus encuentros con su Dios.

Hay que rescatar el emotivo encuentro entre Ka y el joven Necip, islamista y, sin embargo, aún conectado de cierta forma al mundo ‘profano’ por su amor hacia la joven Kadife y por su intención de ser escritor de ciencia ficción en un futuro. Empero, el joven debe dejar de lado sus amores, su visión de una familia con Kadife y su inclinación por la literatura, para concentrarse en su amor por Dios, porque más afectos no pueden tener cabida en su espíritu. Por tanto, debe dejarle a Ka sus cartas para la joven que lucha por las mujeres ‘empañoladas’ y debe cederle, legarle, a Ka, un poeta que ha envejecido, la turbadora imagen que ha tenido en sueños —el sueño dentro del sueño, una vez más—, para que Ka pueda convertirla en poema.

Veo el paisaje de noche, en la oscuridad, a través de una ventana. Afuera hay dos muros blancos, altos y sombríos, como de fortaleza. ¡Como si hubiera dos fortalezas frente a frente! Yo miro asustado el estrecho corredor que hay entre ellos, cómo se alarga ante mí como si fuera una calle. Esa calle donde Dios no existe está llena de barro y nieve, como las de Kars, pero ¡es morada! En medio de la calle hay algo que me dice “Alto”, pero yo estoy mirando el otro extremo, al fin del mundo. Allí hay un árbol, un último árbol, sin hojas, desnudo. De repente, se vuelve rojo porque lo estoy mirando y empieza a arder. Entonces me siento culpable por haber sentido curiosidad por el lugar donde Dios no existe.

Al crear, el poeta, o el narrador —en el caso de Necip— entra en competencia con su Dios, no puede crear si no se pregunta, si no duda. Y para creer, no para crear, no se puede dudar. Ka sabe que Necip es, en cierta forma, una versión suya del pasado, y quizá una versión suya del futuro, si quisiera dejar su miedo a la religión y adentrarse en una veta de creación más allá de las posibilidades del lenguaje y sus frustraciones. Sabe que podría crear como alabanza, pero aún no se atreve, no sabe si podrá acometer semejante tarea.

Mientras tanto, la nieve sigue cayendo en algún lugar. Y lo cubre todo. A Ka, la nieve le recuerda a Dios. No importa si este existe. Si ambos existen o si creen el uno en el otro.