Ecuador / Martes, 23 Septiembre 2025

“Soy el mejor cantador de subastas del mundo. Pero nadie lo sabe porque soy un hombre comedido. Me llamo Gustavo Sánchez Sánchez y me dicen, yo creo que de cariño, Carretera”.Así es como empieza Historia de mis dientes de Valeria Luiselli. Esta es la historia de mi amor por Carretera y le digo así de cariño. Sabe imitar a Janis Joplin después de dos cubas, interpretar galletas de la suerte, poner en equilibrio un huevo de gallina sobre la mesa, contar hasta ocho en japonés: ichi, ni, san, shi, ko, loko, sichi, hachi. Y lo más importante: sabe nadar de muertito. Así es como se me presentó esta criatura absolutamente encantadora y todavía faltaba que me contara su tierna historia.

Valeria Luiselli ha conseguido algo que no todos los creadores son capaces de conseguir: el cómo. Hay una eterna disputa entre los creadores y los críticos literarios: ¿qué es más importante: el qué o el cómo? En este caso Luiselli ha conseguido que la forma de Carretera sea más importante que sus dientes, por así decirlo. No importa lo que quiera contarte Gustavo Sánchez Sánchez porque te lo vas a creer: el cómo te va seduciendo. A los españoles nos pasa algo parecido cuando escuchamos a los de habla hispanoamericana: estamos tan atentos al acento, la pronunciación, la riqueza del vocabulario y cómo se usan las palabras, que nos perdemos en el mensaje. Esto, que para algunos será un defecto, es la mayor de las virtudes para los amantes del estilo literario y la creación de autor. Pero también es más difícil hablar de los libros con gran protagonismo del cómo porque es del todo subjetivo y, más que eso, es imposible contagiar el placer que uno ha sentido el leerlo.

Así, voy a dar cuatro pinceladas del qué: Carretera es un artista. Sí, es un artista, en general, en la vida; sobre todo de la vida, sobre todo de las subastas. En realidad, es un buen contador de historias —Valeria Luiselli lo es, en su nombre. Sabe absorber el alma de los objetos y después contagiar a los demás de esa alma: justamente lo que yo pruebo a hacer con esta historia. Es un subastador, pero el juego no acaba con él: encuentra un amigo que le ayuda a contar no hasta ichi ni hasta hachi, sino a contar lo que él quiere contar. Entre ambos contadores se esconde la autora, que sabe en todo momento cómo hacerlo y lo hace con gran acierto.

En la primera página Carretera habla de algo fundamental: dice que la inteligencia y la belleza se gastan y que cuando empiezan a hacerlo es como morir en vida. Pero él tiene un poco de suerte y otro poco de carisma, y no son cualidades efímeras, sino permanentes. Eso es, así es lo que quiero decir sobre Valeria Luiselli y el conflicto entre el qué y el cómo: cuando uno sabe bien cómo debe contar una historia, a pesar de la historia, cual sea, el texto no necesita, afortunadamente, ni belleza ni inteligencia –aunque, en este caso, rebose– porque tiene cualidades permanentes, que no se gastarán por más tiempo que pase por Carretera y su táctica de la subasta.

Ahora ocupémonos de lo importante: por qué esta historia no me interesa y, en cambio, es una de las mejores lecturas que he tenido este año junto a Frankie y la boda de Carson McCullers y Del color de la leche de Nell Leyshon. ¿Cómo puede ser que no quiera saber qué pasa con la historia de Carretera pero sí quiera seguir leyendo lo que de Carretera quieran contarme? Esa es la magia, el misterio, lo que hace que el arte esté vivo y sobreviva sin necesidad de que nadie se lo proponga. Carretera, el subastador, es cercano, es tierno, es divertido —es un buen compañero. De esos compañeros que uno no elige, que se los encuentra en la vida y bueno, pasa, quédate por aquí pero sin molestar y uno acaba encontrándole el gusto a su presencia. Así es la historia de mi amor con Gustavo Sánchez Sánchez: sus dientes son irrelevantes para mí, su vida es completamente prescindible, pero agradezco tanto saberlo todo de él.