“El almuerzo del solitario” o la cocina de los sentidos
En Almuerzo del solitario (escrito en 1974 y publicado por primera vez en 1975), Efraín Jara continúa el desarrollo del algunos temas capitales de su poesía (la confrontación entre la conciencia y el mundo; la celebración del instante frente al drama ontológico entre lo permanente y lo transitorio; la energía erótica como la gran central termoeléctrica de su escritura, etc.), y lo hace apelando, por un lado, a un campo lexical ya trajinado por el poeta anteriormente, sea de raigambre cósmica (“relámpagos”, “rayos”, “meteoros”, “cometas”) o mineral (“piedras”, “diamantes”, “metales preciosos”), las dos fuentes capitales de su imaginario.
Pero, por otro lado apela, o mejor dicho, interpela ámbitos y voces hasta entonces inéditos en su dicción poética: de la vida cotidiana (doméstica), de la política (nacional e internacional); de la prensa y la sociedad del mercado y del espectáculo.
Con estos heterogéneos ingredientes el hablante lírico va a cocer un largo poema (331 versos) cuyo motivo medular es la preparación del almuerzo a cargo de un hombre solo (el “viejo y roñoso amigo efraín”) que a la larga se revela como una alegoría sobre la elaboración del poema, sobre la cocina literaria.
Se trata de un soliloquio, es decir del diálogo del emisor poético consigo mismo, con su yo (que es el sentido del soliloquio y del monólogo interior, como bien lo ha visto George Steiner), en su devenir solitario (“no se es/ se llegar a ser el solitario”, repite en dos ocasiones).
Mientras prepara su comida, el protagonista piensa en voz alta sobre su condición existencial desde su posición de poeta, y medita sobre las circunstancias que lo rodean, ese mundo que a pesar de ser exterior y ajeno a su hábitat, inevitablemente termina por colarse importunándolo y enojándolo:
el equipo de fútbol local puntea el campeonato
hay que crear una sobretasa sobre el agua potable
para dotar de preservativos a los arcángeles
¡a la mierda!
caprinos
caprunos
cabrones
(Sobra decir que en un texto donde la ironía y la autoironía campean, “dotar de preservativos a los arcángeles” es sin duda una acotación irónica, pues además de inverosímil, en ningún caso resultaría una consecuencia de gravar impuestos sobre el agua potable).
La información periodística con la que trabaja Jara es sin duda sincrónica al momento de la escritura: en 1974, el Deportivo Cuenca (“el equipo de fútbol local”) realiza una destacada campaña, y es posible que en varios pasajes de campeonato haya comandado el tablero de posiciones.
Lo mismo ocurre con la referencia a Richard Nixon (“la historia se limpia con el infeliz de nixon”), quien el 8 de agosto de ese año, tras ser inculpado en el escándalo de Watergate, dimitió de su cargo como presidente de los Estados Unidos.
Vale la pena tener en cuenta esta información, pues igual que los anuncios comerciales de la época (“compre un congelador/ y lleve gratis una batidora”), y las aprensiones domésticas pequeñoburguesas (“el jueves toca cena donde los Fernández/ no te olvides de la píldora antinconceptiva”), es contra estas presencias molestosas e invasivas que el poeta enfila sus malhumorados dardos.
Lo importante es que el poeta se separa y se defiende de la chata y adocenada realidad para afirmar soberbia, endemoniadamente su individualidad:
todavía mi yo es mi yo
y no ceniza estéril esparcida
en el asfalto de la tercera persona del plural
II.
Frente a la costumbre y su repertorio de rituales cívicos, sociales, maritales (“olor a trapos fermentados por la rutina/ ¡nunca más!/ trampa de los deberes conyugales/ ¡ya no más!”); contra esta realidad insuficiente y estridente, sometida al ruido de la prensa y del mercado; ante esta realidad abocada a un proceso de descomposición física y moral (“los honorables padres de la patria/ padres/ podres/ pudrepatrias”), de cara al desordenado y caótico escenario del propio solitario (“calzoncillos y libros en el suelo”), y frente a la insoslayable temporalidad de la vida (“¿cómo es posible la existencia de dios/ si el hombre está hecho para morir?”), el poeta no solo manifiesta su disidencia de la norma y de la doxa, sino que encuentra tres vías de liberación y realización: la vindicación-celebración del momento; la elaboración poética y la recuperación y exaltación de los sentidos.
La celebración del momento es uno de los motivos que inauguran el texto y que se expresan con absoluta nitidez:
¡salud deslumbramiento enceguecedor del instante!
¡salud rastro del meteoro!
A presar el momento fugitivo, meteórico; aprovechar el día, es una actitud vital y un topoi literario cuyo más antiguo y célebre antecedente es el carpe diem horaciano. En el río revuelto y huidizo de la vida ordinaria, el poeta cosecha o pesca el significado esencial de la experiencia vital, dotándola de un sentido menos precario y perentorio a través del poema.
La reflexión metapoética quizá constituya —como ya lo adelantamos, y tal cual lo ha advertido María Augusta Vintimilla— el epicentro del poema, el lugar donde este libera su energía y su significado fundamental.
Esta dimensión autorreferencial, esta autoconciencia creativa aparece en dos momentos. El primero, casi al comienzo del poema:
no de hojas arrebatadas por la tempestad
sino de fría y obstinada pasión de usurero
por los metales preciosos
están hechos el destino y la poesía
La analogía del poeta con el usurero expresa enfáticamente (en metálico) la ambición y el empeño estético del artista en su búsqueda de la excelencia o perfección expresiva. Antes que escribir al calor de la coyuntura, envuelto en el arrebato o la borrasca emocional, la “usura artística” obtiene su ganancia o utilidad (en oro y plata) una vez que se cumple el plazo de la deuda, el tiempo del duelo.
Dicho sea de paso, esta estrategia de distanciamiento, esta poética del “interés usurario” que desdeña la escritura en caliente, explica que más tarde Efraín Jara convierta el traumático suceso del suicidio de su hijo en el pretexto para la experimentación poética, en su célebre Sollozo por Pedro Jara (1978).
La segunda aparición del asunto metapoético es más alusiva, perifrástica, y se trama en una sucesión de imágenes:
¿cuándo nosotros
los fugaces
con el alma chorreando confusión y oscuridad
nos decidimos por la intrépida ocupación
de pulidores de diamantes?
ah remolino de formas
desencadenado por un alfarero demente
ah peldaños resbaladizos
y pérfidos del desvarío
pero el alarido desesperado de la perduración
pero la gran voluntad de espejo de las imágenes
el deslumbrante imperio de soles de la belleza
Aquí se concibe el trabajo poético como una labor de orfebrería, de filigrana verbal (“pulidores de diamantes”) tan próximo a la poética neobarroca (Severo Sarduy entenderá la escritura como un “trabajo de brazaje”, de amonedación, esto es, talla y labor de la moneda), pero también como un ejercicio delirante de la imaginación, como una actividad que —en función de la belleza— desquicia la lengua, perturbando, trastornando el orden, la sintaxis del mundo: “ah remolino de formas/ desencadenado por un alfarero demente” (una fórmula que bien podría resumir los pliegues y repliegues de la retórica barroca, a cuya vocación experimental adscribe el proyecto artístico de Jara Idrovo).
En uno y otro caso el locutor lírico resalta la dimensión artesanal, manual, corporal de la escritura, y al hacerlo impregna de un sutil matiz local su definición del poeta y la poesía, pues recordemos que orfebres (joyeros) y alfareros son oficios relevantes en la tradición y memoria artesanal cuencana.
III.
Llega al fin la hora de la verdad, el momento cenital: la hora del hambre, del almuerzo.
Una metonimia animal, arcaica, poderosa (“el hocico húmedo”) seguida por una imagen cuya plasticidad y violencia expresionista recuerda un cuadro de Rembrandt o de Soutine, y rematada por una exclamación cómica (¿anuncio?, ¿reclamo?; ¿vallejiana?, ¿palaciana?) le sirven para introducir y nombrar la apetencia impostergable del instinto nutricio:
el hocico húmedo
torpemente certero
y feroz de los apetitos
la piedra reverberante y sin piso del hambre
el estómago como cuero de res templado entre dos estacas
¡el almuerzo
señores
el aaalmmmuuueeerrrzzzoooo!
A partir de este momento, el poeta alterna sus meditaciones ontológicas y existenciales con el paladeo gozoso de la lengua y del lenguaje: como los alimentos y frituras que el solitario prepara, las palabras chirrían, crujen, secretan sabores y saberes diversos. El poeta pone a prueba y a punto su competencia lingüística y culinaria en la hirviente bandeja del idioma. Onomatopeyas, paronomasias, condensaciones, metáforas y anáforas sazonan el almuerzo del solitario:
bullelalenguaenlaolla
bulledetallosdeagua
esta hambre
estambre de fuego del hambre
Para esta golosa y minuciosa descripción de los comestibles, el poeta invoca tanto su saber gastronómico como su memoria y conocimiento literarios: su receta tiene en cuenta las instrucciones de otros ‘recetarios’ y ‘gastrónomos’ eminentes: la Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile de Pablo de Rokha (1949), o la ‘Oda a la cebolla’ de Neruda (1954).
En su hermoso ensayo sobre Góngora, García Lorca dice que “un poeta tiene que ser profesor en los cinco sentidos corporales. Los cinco sentidos corporales en este orden: vista, tacto, oído, olfato y gusto. Para poder ser dueño de las más bellas imágenes tiene que abrir puertas de comunicación en todos ellos y con mucha frecuencia ha de superponer sus sensaciones y aun disfrazar sus naturalezas”.
Resulta irrelevante comprobar si Jara Idrovo se sujeta a esta jerarquía (aunque la vista lleve la voz cantante en este texto y en el conjunto de su obra).
Lo que cuenta es que desde este universo pentacorde de los órganos sensibles, con “los aromas y sonidos de la vida”, el poeta va a cocer el significado de su peripecia personal, combinando y probando con la lengua, dándole una forma, un sabor y por añadidura un sentido a la parte cruda, insípida e ininteligible de la existencia. Y al hacerlo, consigue lo que todo poema y poeta importantes pretenden: otorgar un sentido más puro y más pleno a las palabras y a las experiencias de la tribu.
Por eso, el almuerzo es al fin y al cabo simbólico, lo que el poeta cuece en ese paseo, en ese rodeo de la conciencia al mundo y del mundo a la conciencia es un rico potaje alegórico.
Esta es una alegoría sobre la cocina del poema: su infinito abanico de ingredientes (temas o motivos), sus múltiples formas de preparación, y su rendimiento virtual (la pluralidad de lecturas y sentidos que puede suscitar).
Estamos ante un poema que rinde para toda la colectividad, para toda la familia; pero también es una alegoría sobre el uso del tiempo, sobre la administración de la soledad, dos factores que todo poeta ha de saber procurarse y disfrutar.
Notas
Remito a “Las máscaras del héroe: ‘El almuerzo del solitario’”, en “El pensamiento poético de Efraín Jara Idrovo”, estudio introductorio de Vintimilla, María Augusta (1998). El mundo de las evidencias. Obra poética 1945-1998. Quito: Libresa/ Universidad Andina Simón Bolívar, pp. 42-47.