El argentino Diego Fonseca ha explorado todas las facetas del periodismo, desde la radio hasta la televisión, pasando por algunas redacciones. Hoy se dedica al oficio de editar. Al mando de América Economía, hizo énfasis en la importancia de contar las historias humanas que se esconden detrás de los números. Ha trabajado como editor adjunto en la icónica Etiqueta Negra y publicado dos recopilaciones de crónicas latinoamericanas: Sam no es mi tío, junto a Aileen El-Kadi, y Crecer a golpes, difundida en marzo pasado y que incluye textos de Martín Caparrós, Jon Lee Anderson y Boris Muñoz, entre otros.
¿Cuáles son las dificultades y diferencias entre editarse a uno mismo y editar a otros?
Editar requiere de mucho tiempo y te entrenas para eso. Antes de editar libros fui editor de revistas y hacer revistas cada 15 días o cada mes reconoce una mecánica similar a la del libro. Tienes que administrar cierta cantidad de autores en función de un producto conceptualmente cerrado que debe tener una cierta homogeneidad. Partiendo de ese punto, ya no me resulta complejo pensar un producto como una colección de historias, relatos o ensayos. Mi trabajo como editor empieza con una primera lectura para tener clara la voz del autor y determinar si hay o no una historia que contar. Después empiezo a trabajar sobre la estructura narrativa. Primero hay que ir al fondo y luego a la forma.
La edición implica una separación, un divorcio del texto. Si pido eso al autor, debo aplicarlo en mi autoedición, por lo que no hay diferencia en cuanto a la esencia. Ahora, es distinto lidiar con el texto ajeno que con el propio. Al texto de otro ya llegas con distancia, pero en el tuyo debes fabricarla, forzar un desdoblamiento. Tal vez autoeditarse sea negarse a uno mismo: creer que ese texto tuyo en realidad lo escribió alguien más. Si eres un buen editor sabes que hay una separación, en alguna medida esquizofrénica, entre tu yo reportero y tu yo editor. La toma de distancia es precisa pues ha de haber una ruptura con tu ego que facilite la destrucción creativa, digamos, de tu escritura. Que algunas buenas ideas, tal vez párrafos o capítulos enteros deben desaparecer porque no encajan en la historia. Que tal vez una buena porción sea una porquería. Que esa frase epifánica funciona, pero otro día, en otro lugar, con otra historia. Luego, como editor nunca debes dejar de ser reportero, pues así aceptas que otros editores trabajen tu propio material. Lo otro es el palo: yo puedo darme duro a mí mismo, incluso sin tacto, pero no puedo llegar a ese extremo cuando edito a un autor.
¿Has desarrollado la capacidad de desligarte de tus textos?
A veces te cuesta. El punto es que una historia nunca es un texto de primera mano, es un proceso de cocción, de amasado permanente y yo, por lo general, nunca entrego un texto antes del cuarto borrador. En cada uno de esos borradores, y antes, desde la producción, estás construyendo una relación con la historia en general y con fragmentos específicos, escenas que atesoras, que se te revelan fantásticas. En el momento de la planeación ya debes aceptar cierto procedimiento quirúrgico, empezar a trozar la historia por el foco: esto va, esto no, esto debe entrar de este modo pero no de este otro. El ángulo es siempre un recorte y a veces ese recorte implica —como decía— eliminar aproximaciones que tomaron tiempo de elaboración. Nunca es fácil, pero con el tiempo aprendes a divorciarte de la afección al texto porque sabes que siempre hay revancha.
Hay dos separaciones complicadas para mí, de todos modos. La primera, cuando empiezas a editarte, y la segunda, cuando debes entregar el texto. Antes de atacar el texto en la edición, cuando ya escribí uno o dos borradores fuertes, dejo que la historia respire. Te pones a hacer algo completamente distinto para desenchufarte de la escritura: salir a caminar, a correr, agarrar una bicicleta; en los tiempos yo juego a los trenes o a armar Legos con mi hijo. El punto es olvidarme de la historia. Entonces, cuando estés fresco, vuelve a mirarla porque eso te va a permitir una escritura distinta: ya no eres el mismo que la parió sino que limpiaste tu cabeza y estás listo para el sacrificio. Incluso imprimir el texto en una tipografía distinta y releerlo, ayuda muchísimo a profundizar la distancia porque ese pequeño cambio permite a tus neuronas, al menos a las mías, leerlo distinto. La segunda separación compleja es la de la entrega. Siempre siento que tengo a mano un texto incompleto —no importa cuánto lo haya trabajado—, que empleé demasiadas palabras o no usé el calificativo exacto, o el verbo preciso o el sustantivo más ajustado para lo que deseo nombrar. Ni hablar cuando sientes que alguna escena está bien, pero ese ‘está bien’ lo dices con temblor en la barbilla. Es tan complicado como algo que a veces se reduce a poner un adverbio, una sola sentencia o quinientas palabras más. Al final aprendes que todo texto es infinito, que las historias rara vez tienen final, y los dejas ir. Con seguridad encuentras revancha en otra historia y si no, olvídalo.
¿Hay un perfil de personalidad en particular para ser editor? ¿Qué rol juega el ego ahí?
No sé, tal vez ser obsesivo-compulsivo ayude. Lo primero que hay que hacer es leer bastante. No puedes editar sin recursos lingüísticos, ejemplos posibles, guías. Tanto se ha creado ya, que a menudo hay ejemplos en los que apoyarse y que contribuyen a enfocar a un autor o a ti mismo. Lo segundo es, sí, tener ego. Si quieres ver tu nombre figurando, si quieres firmar historias, sabes que estás jugando con tu ego. Hacemos nuestro trabajo por gusto pero todos queremos ver nuestro nombre junto a grandes historias. No estoy hablando de un ego ciego, absurdo. Hablo de conciencia de tu capacidad para contar algo, para conocer ciertas verdades. Se construye a partir de articular y aprehender conocimientos. El editor desarrolla autoridad a partir de los resultados de su trabajo. E insisto en la dosis de obsesión, porque es un oficio que se enfoca particularmente en los detalles. Eso también lo vas a ver en cualquier gran autor.
Has editado cosas tan diversas entre sí como una revista económica o libros de crónicas que responden al periodismo narrativo. ¿Cuáles han sido las similitudes y diferencias de tu trabajo como editor en esos campos tan distintos?
En el caso del periodismo económico, la referencia inicial que tuve fue The Wall Street Journal. Aprendí a narrar periodismo económico con el storytelling norteamericano; antes de eso cocía muchos ladrillos de texto. El periodismo narrativo latinoamericano suelta un poco más la pluma y adjetiva más. No creo que el periodismo latinoamericano niegue la multiplicidad de voces, pero sí creo que enfatiza más sobre una u otra voz; la toma de posición es más marcada. Los norteamericanos son más recelosos en el manejo del hecho, de las dos miradas en un texto, en quedarse al margen. No creo que haya una cuestión de estilo definida, de escuela. En economía, he trabajado más con los datos que con los ambientes pero eso también ha sido relativo. Acabo de terminar la edición de un libro con quince cronistas sobre casos de desarrollo económico y el criterio allí fue no poner el ojo en los estados de resultados sino en la vida de las personas que hicieron las empresas. En este tiempo tiendo más a eso en economía, a mirar detrás del proceso inmediato, a incluir un determinado negocio o proceso económico dentro de la complejidad de la vida de una persona o una comunidad. Todos, al cabo, somos más que una profesión o un oficio. Tal vez en algún momento vuelva a un periodismo de datos más duros, pero no sería igual. Me costaría dejar esta comprensión de los fenómenos de que la historia es más rica cuanto más humana. Bottom line: en definitiva, el periodismo narrativo invade mi modo de narrar la economía de manera agresiva, como esos virus que se extienden en una nación en una película.
Los gringos tienen a Norman Mailer o a Tom Wolfe, y Latinoamérica, al Gabo. Son formas diametralmente distintas de contar. Gabriel García Márquez se tomaba muchas licencias narrativas para contar un hecho periodístico, algo que sería inadmisible en la escuela norteamericana.
Sí, pero al mismo tiempo, (Martín) Caparrós es diametralmente distinto a García Márquez. Y al final del día, la verdad no existe, es un punto de vista. Hay una frase de Gabo que decía algo así como basta que uno crea que es verdad para que sea cierto. La verdad es una construcción subjetiva, depende del filtro bajo el cual ves el mundo. Déjame contarlo por este lado. Janet Malcom establece ese conflicto en El periodista y el asesino: un mismo hecho puede ser visto de manera totalmente distinta por el abogado defensor del criminal, por el fiscal, por el juez y por cada uno de los jurados. Juzgamos según somos. Malcom tiene un modo de tratar de lidiar con el problema de la verdad: ¿cómo hago yo para exhibirme a hechos expuestos de maneras totalmente diferentes?, ¿cómo abordar esas versiones para después narrar algo aproximado a la verdad? Lo que hace es tomar el hecho y rodearlo de la mayor cantidad de interpretaciones y puntos de vista posibles.
El problema del periodismo es tratar de encontrar la verdad última de las cosas, que nunca es la verdad última de las cosas. Las historias jamás terminan porque las miradas sobre las historias no terminan. Una historia que podemos considerar resuelta y perfectamente bien contada, 30 años después puede ser mirada desde otro lugar. Mi problema, el problema que tenemos todos los periodistas, es cómo trabajar con la indeterminación de la verdad y cómo trabajar con la indeterminación del lenguaje para contar esa verdad. Esa búsqueda, que es un problema epistemológico, va a empujar la acción del periodista, aunque su meta sea imposible.
Se dice que enseñar a escribir es un despropósito. ¿Qué es lo que impartes en tus talleres? ¿Cuál es la dinámica que estableces con los alumnos?
Mis talleres de periodismo narrativo trabajan sobre la planificación y la edición, y la edición pensada no como el punto final de una historia sino como su principio. El buen editor acompaña al reportero en la creación de una historia, en ese proceso previo al acto de escribir. El reportero puede estar pasando un hecho muy rápidamente, cuando lo que necesita es detenerse, anclar el bote y lanzarse como un buzo de profundidad para respirar en ese hecho, llegar al fondo (donde es más oscuro) y caminar lento, valiéndose del tacto, para encontrar qué cosas nuevas hay para contar. El autor es el padre de la criatura, nosotros sus tíos: las disfrutamos sin la responsabilidad de criarlas. Un editor te da herramientas para mirar distinto, no corrige historias. Ayuda a pensar. Tampoco se puede aprender a ser periodista ni es una vocación innata. Esa vocación se construye. Hay muchas personas que saben contar historias, otras que no saben contarlas, y ambas son periodistas. Del mismo modo, hay personas que son excelentes para contar historias y nunca fueron a una escuela de periodismo. No enseñas el talento, pero lo entrenas. Tratas de darle cauce a ese talento, repito a Maya Angelou, porque no sabemos bien qué es eso que entendemos tanto como la electricidad.
La dinámica de un diario, que privilegia la inmediatez por sobre todas las cosas, no permite esa relación entre quien escriba y quien edita.
Justamente, porque en el día a día es muy difícil trabajar cabeza a cabeza. En una redacción, por cada editor hay decenas de reporteros y de historias, y todo se debe dejar más librado a la producción individual a ritmo de proceso industrial. Mi trabajo descansa, en cambio, en llegar tarde siempre a los hechos. Es la única manera de poder pausar lo que se ha desplegado para contarlo. La narrativa de largo formato es sobre todo una reflexión profunda sobre las cosas, aun cuando sea la exposición de hechos sin una posición explícita. Suelo decir que son actividades complementarias: el periodista de diario navega el río heráclito de la realidad cotidiana montado a una balsa: debe remar a la misma velocidad del agua, siguiendo la corriente de los hechos o el agua —que es la realidad— volteará su bote y se ahogará en la saturación de información. Si no sigue el día a día a su misma velocidad, perdería la historia. El cronista no va a entrar en esa vorágine. No debe seguir la carrera del río porque lo suyo es la pausa. Su trabajo no está en el bote diario sino que empieza en la orilla de la realidad. Mientras su colega del periódico palea la balsa para mantenerse a flote, él, en la orilla, va a elegir el momento y el lugar exacto para zambullirse en la profundidad del río hasta llegar al terreno arenoso del fondo. Va a ir con calma porque las profundidades son oscuras y el terreno puede ser inestable y es mejor andar con cuidado. Va a valerse del tacto y de la intuición para encontrar el barco hundido y, mientras está en esa búsqueda, probablemente, encuentre otro tesoro. Esto es importante porque hace a los textos de largo formato: más tiempo laborás, más probable es que halles un mejor modo de contar la historia que aquella hipótesis que querías confirmar. El negocio del buzo de profundidad es la lentitud, porque debe percibir los hechos, las historias desde varios ángulos posibles. Entonces son dos procesos distintos. El cronista recorta la realidad, como un buzo de profundidad, mientras que en la superficie sigue pasando el reportero del periódico paleando con el agua de la vida a toda velocidad.
La tradición de la crónica latinoamericana no es algo reciente o nuevo, ha existido siempre. ¿A qué se debe entonces, este supuesto boom de la crónica que atraviesa al periodismo de la región y el contexto en que se da, cuando se habla de una crisis en el oficio?
Me parece que mientras más acelerado es el río de lo cotidiano, se hace más necesario frenar y profundizar. La abundancia y el bombardeo constante de información generan saturación, la realidad se fragmenta, el exceso narcotiza. Así, se hace difícil dilucidar qué es lo que ocurre realmente, cristalizar lo importante. Ahí está el mundo líquido de Bauman. Las historias más profundas son un intento de entender lo que ocurre en, por lo menos, un tema de un modo mucho más claro que con 25 historias sobre la superficie. Y creo que es una reacción natural. Una buena crónica, un texto de largo formato, un análisis o un ensayo de profundidad te permiten separarte de la velocidad de las cosas y decidir qué es lo que necesitas saber para entender mejor un fenómeno.
Como editor, has tenido que trabajar con grandes plumas, ¿se interpone el ego al momento de editarlos? ¿Cómo toman ese proceso los cronistas con mayor recorrido?
Nunca he tenido problemas. La autoridad del editor también opera por cesión de la autoridad por parte del autor, de lo contrario no funciona. Te encuentras con autores que tienen mucho mayor bagaje que uno, y ellos te ceden el derecho de trabajar sus textos. Con mis autores converso mucho la idea de un tema antes de salir a buscarlo, y eso también ayuda a todo el proceso, porque no llego al final y me encuentro con una idea imprevista, sino que conozco el punto de partida y, en la mayor parte de ocasiones, sigo el proceso muy cerca. Y claro que siempre te encuentras con autores a los que no debes ni tocarles una coma pues, por calidad, llegan con el texto listo para ser enviado a los lectores.
¿Eres cinéfilo? ¿Participas de la fiebre de series como Breaking Bad o True Detective?
Cada vez menos. Tengo un hijo de 4 años entonces me he transformado en un observador de shows infantiles. Pero sí, me gusta. Si trabajas con la narrativa el discurso visual te sirve para construir imágenes, escenas. Vi Breaking Bad de corrido, en 10 días, de nueve de la noche a una de la mañana. Hice lo mismo con The Tudors y The Borgias. Veo a escondidas de mi hijo, como cuando era adolescente y veía a escondidas de mis padres. Es curioso pero eso se parece al trabajo del editor, siempre atrás de las sombras ajenas.