Ecuador / Viernes, 26 Septiembre 2025

De librerías

Imagen: Andrés Rábago. Tomada de la web http://www.libreriaalberti.com/
Crónica

Admito que no me gustan mucho las librerías aunque, de modo excepcional, me atraen un poco las de libros usados, y esto ocurre no solo por la conveniencia del precio de los libros de segunda mano sino también, y más que nada, por el sabroso desorden con que muchas de ellas llenan sus estanterías y cómo esto obliga a la pesquisa investigativa en pos de posibles joyas sepultas entre polvos y olvidos. Nunca encontré tesoros, dicho sea de paso, pero ya con la búsqueda uno llega a tener suficiente diversión sana, sin malicia ni orgullo. 

Me acuerdo que desde chiquito las librerías de Quito que he visitado me han defraudado de una u otra manera: no por la cantidad olímpica de huesos, sino por los precios con los cuales estos se marcan, y más que nada por la vigorosa ausencia de libros de autores invendibles y extraños. Por suerte, siempre quedará la sección de literatura nacional y las cicatrices que le son propias a su relativa joven edad —que frisa los 200 años más o menos— por lo cual, cuando uno va a una librería quiteña, tiene que siempre intentar ir a la sección de literatura ecuatoriana, si es que la hay, y si es que no la hay le va a ocurrir lo que a mí, que siento el fuego arder bajo el suelo mientras se me quema la suela del calzado.

Decía un amigo, escritor extranjero, que estuvo viviendo en Quito por unos meses: “No hay ninguna librería decente aquí”, y yo digo que no le falta razón aunque, a un mismo tiempo, digo que está equivocado. Digo además que las existencias de todas las librerías quiteñas en un solo lugar, sin repetir títulos, cabrían en Multilibros JVC, en la Oriente y Vargas. Tengo buenos recuerdos de ese lugar desaseado, sin color y sin chispa, donde germinan múltiples microbios sin cuerpo en las hojas de los textos y donde las pocas veces que he ido he intentado comprar la mayor cantidad posible de clásicos. Pero  hay otros espacios dedicados al libro que me traen mejores recuerdos que las librerías.

Uno de ellos son las bibliotecas, en la cuales, por lo general, hay mucho silencio, no prima ni por asomo el lucro y están desprovistas de los pesados de los libreros así como de gente en general, tanto durante la mañana como durante la tarde. A las bibliotecas casi nunca hay nada que quitar ni que añadir: si no tienen un libro uno no puede protestar porque no está pagando y si lo tienen, no hay nada más que hacer que agradecer, entregando el espíritu e invitándole al bibliotecario  un trago de varón. La biblioteca de la Alianza Francesa está bien, pero tengo que admitir que, además de esta, solo he ido a la de la Casa de la Cultura y a la de la Universidad Católica en mis épocas estudiantiles.

Un espacio más interesante que cualquier librería —ideal para el reposo y el engorde del conocimiento a una misma vez— es el auditorio donde vaya a haber una charla cualquiera. Me fascinan las charlas, además de que antes de que empiecen uno puede leer un poco del libro que tenga a mano y si es que la charla resulta aburrida, o vacía, uno puede disimuladamente leer mientras esta dure. Una vez fui a ver, en un teatro gringo viejo, al famoso Paul Auster, el cual leyó de un libro cuyo título no recuerdo porque, puntual con su editorial como marcando tarjeta, este autor no deja de sacar un libro por año y por eso mismo todos sus libros son una sola y misma cosa. Fui a verlo al año siguiente también y me defraudó de igual manera, o tal vez de menor manera porque la audiencia ya intuía lo que iba a pasar: que iba a pararse a leer aburridamente por quince minutos y luego firmar los libros con cierto desdén. Mucho más productivo, entretenido y pedagógico oírle hablar a Huilo Ruales, la verdad sea dicha, escritor cuyo verbo ingenioso camufla a medias el condumio pugnaz y juguetón de sus astutas aseveraciones.

La mención de Paul Auster no tiene mayor interés, en realidad, o tal vez interese porque permite hablar de las librerías gringas, o de los eventos que en ellas se organizan impulsados por las ocurrencias sin límites de la publicidad que se encuentra casi siempre desesperada y fuera de control. De las librerías gringas que quedan solo puedo decir que no sé cómo sobreviven y que muchas dependen: a) de las universidades que encargan sus libros a través de ellas para sus estudiantes; b) del café y las golosinas que en sus rincones se vendan; c) de la ubicación e infraestructura para acomodar a la gente que lleva sus computadoras para perder el tiempo sin razón ni consuelo en las purulentas redes sociales. Las librerías gringas, por lo general, tienen malos catálogos también, en especial las que fueron construidas exclusivamente para ser cadena, que son las más, que no las independientes. Igual uno siempre se encuentra, en las librerías incluso, con ¡la mirada hosca del infame que lee en su aparatito! A estas alturas tengo que confesar que tengo dos aparatitos de lectura y que con ellos soy capaz de leer gratis cualquiera de los treinta mil títulos pirateados que compré hace unos 5 años, a medias, con una amiga (los DVD vinieron con una copiosa sección de ciencia ficción a modo de yapa).

Por estos y otros motivos las bibliotecas gringas, que no las librerías, son lo máximo: en ellas se puede hasta comer y beber, se puede sacar un libro y te lo prestan por dos o tres meses, y si no tienen el libro que buscas, lo piden prestado a otra biblioteca hermana y llega en menos de una semana. En las bibliotecas gringas se puede conseguir libros ecuatorianos que en Ecuador ya no existen, como  un ejemplar original de El pirata del Guayas, la primera novela ecuatoriana, anterior a La emancipada, que si bien no fue escrita por un ecuatoriano.

Pero no estamos hablando de la literatura nacional ni de las bibliotecas sino de las librerías: las librerías españolas, uno diría, son otra cosa, pero las que he frecuentado sufren de las mismas dolencias que las gringas, con la grata diferencia de que los vendedores españoles, sin ser simpáticos, saben más de literatura que los gringos, pues todos son filólogos a los cuales les llueven las desdichas encima sin cesar. ¡Sin trabajo ni fortuna los pobres filólogos! Las pocas librerías españolas de viejo a las que alguna vez entré son carísimas pero son, a falta de una mejor palabra, bien bonitas. El escenario del librero de viejo es tan sólido en su tradición como el librero maduro, educado y profesional en su oficio. En Madrid también hay ese mercado al aire libre llamado la cuesta de Moyano donde, que yo recuerde, los libros no son baratos ni hay mayor selección, por lo cual lo chévere de la tal cuesta de Moyano viene a ser la cuesta misma, el espacio polisémico en el que se encuentra, cerca del Prado, etc.

Las pocas librerías de Buenos Aires a las que he podido ir parecen las mejores de todas pero que no se engañe nadie: están pobladas de huesos disfrazados de novedades o de clásicos revividos. Lo bueno es que los libros son relativamente baratos y que las traducciones argentinas, en su mayoría, parecen buenas. En Buenos Aires hay librerías que atienden las 24 horas, una empresa demencial que intenta emular la inmediatez del Internet sin éxito alguno: ¡Necesito el último libro de Fabio Morábito, pero ya!

Internet bien podría ser la mejor librería en cuanto a precio y a posible variedad, pero bien sabido es que no posee nada de la experiencia fenomenológica del pasearse ni del oler ni del buscar con las manos sintiendo los lomos o los cantos de los libros donde germinan los numerosos microbios sin rostro que le dan su particular fragancia al papel. Lo bueno de Internet como librería es que cualquier gil puede bajar o comprar baratito miles de títulos piratas, pero su intercambio comercial viene a ser peor que el de las librerías tradicionales en cuanto a la salvajada infinita de títulos, propaganda, oferta, novedad, que de tanta cosa que hay, lo que vale la pena se confunde con la bazofia. Y menos mal que separé de la bazofia la novela colombiana más notable que he leído en mucho tiempo, la cual me tocó comprar por Internet porque en Ecuador, que yo sepa, no se venden libros de la editorial Periférica cuyo catálogo, como es bien sabido, es más que encantador: les reto ahora a que pidan Los estratos, de Juan Cárdenas, en su librería quiteña preferida.