Ecuador / Miércoles, 24 Septiembre 2025

Cristina Castrillo, las raíces del silencio

 

  1. Si el silencio supiera

 

Llegamos tarde. El tráfico de ese lunes lluvioso ha congestionado el centro de la ciudad de manera imposible. Entramos al teatro secándonos la cara y los pies y observamos a una mujer sentada en una silla, la liviandad de un cuerpo en silencio.

 

La imagen, en su sencillez, es estremecedora. Detrás, un papel inmenso se extiende vertical y nos muestra el trazo que ese cuerpo ha dejado al atravesarlo. Entonces, en medio del silencio, se precipita la acción: los dedos de una mano que en sutil movimiento nos contienen allí, a todos nosotros, en una delgada tensión poética que se prolonga en cada repetición, en cada imagen. Así de poderoso es el gesto cuando carga sentidos que le hablan a cada espectador de manera personal, como susurrándole un secreto.

 

Y ocurre el teatro. La presencia viva logra comunicar lo incomunicable. Ese teatro que, lejos de artificios, es economía de la acción y del ritmo, extensión kinésica de la energía y evocación profunda de lo misterioso y lo humano. La mujer de traje blanco y de gesto entrañable actúa sobre el mundo —que es en ese momento, ese escenario— y nosotros la observamos cuidando el silencio que se sabe parte de lo sagrado.

 

La dramaturgia se arma con la potencia de una sucesión de imágenes, como esos dibujos que se completan al juntar puntos diminutos. Se marca en la precisión del movimiento que comporta la narración del cuerpo y que el espectador va componiendo. La dramaturgia se ha urdido con éxito al margen de las palabras y se ha instalado en el relato mudo y en el diálogo silente entre la actriz y el público.

 

Hay historia. Hay sentido. Hay discurso y hay diálogo, pero no hay palabra. En cada imagen, sin embargo, la mujer nos habla de sí. Nos dice de la soledad y el terror, del suyo. Nombra la herida y la ternura, la fragilidad y la luz. Nos muestra su luz. Y mientras el escenario va oscureciéndose de a poco, esa luz que emana del huevo azul guardado en su pecho se vuelve también nuestra luz. El silencio estalla en un aplauso que lo invade con su contundencia, todo.

 

La gente se retira del teatro conmovida, interpelada e iluminada. De súbito, este acto sin palabras —beckettiano— le ha devuelto todo el sentido a la palabra y al teatro.

 

Como si el silencio supiera.

 

 

II. Entre lo confuso y lo arbitrario

 

Al día siguiente tengo el privilegio de compartir con la actriz, directora y dramaturga argentino-suiza Cristina Castrillo, una conversación en la que maravilla, esta vez, por su solvencia con la palabra.

 

—A mí me gusta escribir, yo amo las palabras, leo mucho, descubrir el mundo de las palabras de los demás, de poetas, de novelistas implica para mí un crecimiento constante. Al mismo tiempo me doy cuenta de que el mundo cree que está comunicando mucho y no está comunicando nada. Es como si ese privilegio que de golpe tuvimos los humanos de poder hablar llegara a un momento de agotamiento en el que la palabra no tiene ningún significado. Es por mi amor por las palabras, por la literatura, por la poesía, que decidí que en esta obra no iba a decir una sola palabra, porque hoy la palabra es un territorio del que hemos abusado.

 

Por otro lado, me gustaba pensar que tal vez hay cosas que no puedo comunicar, cosas que no se pueden decir, cosas que queremos decir y no podemos, después de todos estos años me pregunto si he contado verdaderamente a alguien algo de lo que he querido contar.

 

Cristina lleva más de 40 años contando, con su cuerpo y su voz, historias. Se inició en el emblemático grupo argentino Libre Teatro Libre en el año 1969. El grupo se originó al calor de la lucha estudiantil dentro de la Universidad de Córdova, en un momento en que la estructura académica era rígida y anacrónica y un grupo de jóvenes, aupados por su maestra, pensaban que el teatro requería romper con las formas tradicionales de representación y hablar de lo relevante. Esa maestra era María Escudero, la histórica directora de teatro que junto a otra de las actrices del mismo grupo, Susana Pautasso, se exiliaría en nuestro país contribuyendo ambas decisivamente en el nacimiento de nuevas estéticas teatrales en la década de los ochenta.

 

El Libre Teatro Libre surge así de la convergencia de una maestra y un grupo de alumnos que abandonan la universidad y se embarcan en un proyecto que es sin duda uno de los ejemplos más recordados de teatro político en el continente. El quehacer del grupo, que tuvo una duración de apenas 6 años, era político, no solo por el contenido de sus obras, sino también por su metodología de producción. La creación colectiva tuvo en el Libre Teatro Libre una de sus experiencias más exitosas. Sin un director o escritor a la cabeza, en un ejercicio democrático radical, los actores lograron generar espectáculos que además tenían una atención por la forma y desembocaron en un lenguaje teatral muy particular.

 

—Situaciones de un caos alucinante, de pronto, se ordenaban; hoy en día no lo puedo explicar, lo cierto es que sucedía. Creábamos las obras, las componíamos, las escribíamos con la participación de todos, era único lo que pasaba. Viajamos por toda Latinoamérica hasta que voluntariamente decidimos separarnos.

 

Se venían los años de la dictadura y los miembros del Libre Teatro Libre presentían lo cruento y oscuro del tiempo por venir. Cada uno tomó su camino, muchos de ellos encontrando en el exilio su única manera de sobrevivencia. Cristina peregrinó por América Latina y por Europa en un proceso que le llevó años.

 

Cuando habla de esos primeros tiempos de exilio hay algo en su gesto que se transforma, algo de lo que no habla pero que presiento como el horror. Fueron años de carencia y años de silencio que, sin embargo, forjaron su oficio.

 

Encerrada en espacios que asoman en mi imaginación como siniestros y hermosos a la vez, Cristina desarrolló una estética y una técnica actoral únicas.

 

No hubo maestros, ni textos, ni metodologías por aprender, porque no había contacto con el mundo, no había dinero para los libros ni grupos con los cuales ensayar, solo había la necesidad visceral y terca que la llevaba a inventar ejercicios con el cuerpo y la voz para encontrar —en soledad— las claves del trabajo teatral. El exilio significó la posibilidad del conocimiento profundo de su ser, pero no fue la única condición en juego para que ese ejercicio autodidacta, que caracterizó a sus años de juventud, ocurriese.

 

—Yo no decidí ser autodidacta, yo no decidí un carajo, pero siempre supe que el punto fundamental estaba en mí. No es algo que se decide, a mí me sucedió así, sospecho que no fue únicamente el exilio, también sucede por estructura personal porque hay algo en mí entre lo confuso y lo arbitrario, tal vez porque nací curiosa y solitaria. Soy profundamente solitaria.

 

En medio de ese peregrinaje en soledad, aterrizó a finales de los setenta en Lugano, un pueblo suizo de 40.000 habitantes en el que se instaló para consolidar su trabajo. Lo hizo con la convicción de que allí podría crear porque estaba cerca del agua, quizá por la condición rural del paisaje, porque le ofreció la posibilidad de dejar de ser transitoria y entonces tuvo la intuición del encuentro, de que había dado con un lugar propicio para ahondar, profundizar, afianzar el encuentro que en el teatro demanda siempre de un otro.

 

En 1980 fundó con este afán el Teatro de las Raíces, dispuesta, después de 8 años de silencio, a iniciar un proceso de transmisión de los hallazgos hechos y volver al grupo.

 

Una de las grandes paradojas del teatro se halla precisamente en esa tensión que ocurre entre la soledad y el colectivo, entre la urgencia de dar respuestas a necesidades individuales y la apuesta por la posibilidad (y el placer) de encontrarlas junto a otros.

 

—Lentamente traté de recuperar mis pedazos y fue con el trabajo precedente en solitario que sentí que podía construir una plataforma para crear con otros desde lo que yo había descubierto y desarrollado.

 

Así empecé a dirigir. Siempre respetando el trabajo y el estilo de cada actor. No se trata, como lo que veo tantas veces, de construir fotocopias. Un método no puede construir fotocopias a partir de un estándar gestual. Esa fue una regla. Todos los actores con los que trabajo tienen un estilo particular y comparten un lenguaje físico, pero son muy diferentes y eso constituye para mí un enorme placer. En esos años yo no hablé nunca más español, adopté el italiano como mi otra lengua, incluso comencé a escribir en italiano, todas mis obras escritas están en italiano. Entonces vinieron los viajes, los festivales, los libros metodológicos que llegaron cuando yo tenía una estructura interior de trabajo ya armada.

 

 

III. El fangoso territorio de la memoria, criadero de teatro

 

Así surgió no solo una técnica personal, sino también una pedagogía, una escritura y una metodología cuyas raíces —reconoce Cristina—, se asientan en el trabajo con la memoria. No se trata, afirma, de hacer un trabajo autobiográfico o de reproducir un recuerdo. Se trata de ir al acecho de ese territorio misterioso y fangoso en el que habitan las asociaciones, las reacciones que te sorprenden cuando escuchas algo, cuando te asaltan imágenes que no se corresponden con el universo de lo racional, sino de lo relacional —o residual—, y que disparan emociones íntimas.

 

Partiendo de esa premisa, Cristina construye junto a los actores partituras físicas y de sonido que luego monta con la paciencia de quien se sumerge en un juego de intuiciones y posibilidades infinitas hasta apostar apasionadamente por una.

 

El texto viene después, una vez que asoman en los actores esas otras dramaturgias que tejen regiones de sentido propio.

 

El texto —la palabra escrita— responde así a una poética que la precede y se subordina a ella, el actor se ubica en el centro, en su condición de creador. Imposible no pensar en Antonin Artaud, en Jerzy Grotowski, en los postulados de la poética posdramática, y en una herencia que, a pesar de no haber sido transmitida —en este caso— directamente, se ha contagiado como un virus en las últimas décadas y le ha permitido al teatro salir de la literatura y regresar, precisamente, al teatro.

 

El punto de partida de una obra no es un texto, pero sí puede ser una canción, una imagen o una idea, incluso a veces puede surgir de una intuición aparentemente arbitraria para trabajar con un grupo de actores. Cuenta Cristina que alguna vez sintió la necesidad de trabajar solo con los hombres del grupo, y empezó una investigación que no tenía más que su nombre: el vientre de la ballena. Después de un trabajo de investigación extenso, el tema comenzó a salir, la historia que quería contarse empezó a emerger y resultó en un conmovedor espectáculo sobre la violencia y la guerra.

 

A partir de 1999, Cristina dejó de trabajar con un grupo estable, pero mantiene hasta hoy día el Teatro de las Raíces, a partir de una dinámica que denomina ‘de los perros callejeros’. Dadas las condiciones prácticas de la realidad —la imposibilidad de mantener un grupo grande—, Cristina trabaja con sus diferentes actores para proyectos específicos. Todos han sido formados con su técnica, comparten un lenguaje y una metodología, pero cada uno mantiene sus proyectos y oficios personales juntándose bajo las necesidades de cada nueva investigación.

 

Novedoso resulta el hecho de que no se defienda la idea de un grupo estable ni que Cristina se refiera a ella con la nostalgia que caracteriza a alguna gente de teatro. El oficio del teatro implica siempre un diálogo con otros, pero las mecánicas de creación se han expandido y permiten espacios de colaboración heterogéneos entre individuos y disciplinas. Así como se han expandido —por suerte, también— las nociones de lo político y su aterrizaje en las temáticas que son materia de la investigación teatral.

 

—A partir del exilio algo empezó a cambiar, me parecía que los conceptos que se manejaban con respecto a la política tenían una rigidez que yo misma defendía, y que no me gustaba. Tenía la sensación de que no había lugar para cosas fundamentales.

 

Soñar era ‘pequeño burgués’. Así también se manejaba una terminología de la cual salirse era muy difícil en ese momento. Es posible que todo el peregrinaje del exilio y esta cosa mucho más volcada a la introspección que necesité me alejara de ‘la política’, pero nunca me alejó de los problemas humanos.

 

Hay cosas pequeñas en el alma humana sobre las que vale la pena detenerse y no solamente sobre esos ‘grandes temas’ legitimados por la política (o la coyuntura política). He hecho un trabajo sobre la guerra y también sobre temas personales, tengo la sensación de que al hacer esto tengo un contacto con el mundo intenso y que no he perdido en ninguna medida una posición con respecto a los hechos del mundo en el que vivo.

 

Hace más de 20 años que Cristina transita por ese mundo con sus espectáculos que son ya más de treinta y que han recibido merecidos reconocimientos. Ella misma ha recibido de parte del gobierno suizo, este año, un premio por su extraordinaria trayectoria. Es sin duda una de las más importantes directoras y dramaturgas del teatro contemporáneo y mantiene además un laboratorio internacional visitado anualmente por artistas del mundo entero.

 

El intercambio y los vínculos personales y profesionales se han consolidado en encuentros y festivales que son, en gran medida, los espacios de formación y exposición para la gente de teatro. Fue en el contexto de un festival que Cristina entró en contacto con el Magdalena Project, una red de mujeres creadoras escénicas que con 25 años de existencia han logrado constituir una plataforma de creación, de intercambio y de reflexión teatral de enorme trascendencia internacional y que celebró hace poco su encuentro en Quito en el contexto del encuentro Mujeres en Escena. Dentro del festival, Cristina brindó un taller, participó de un conversatorio y presentó su último trabajo, Si el silencio supiera. Lo hizo todo con la pasión y la plenitud que le confiere el genio creador que le bailotea en los ojos y que se extiende con humor y generosidad hacia sus interlocutores.

 

Terminando nuestra conversación, Cristina me dice que la clave del teatro habita entre la técnica y la falta de técnica, entre la técnica y la sensibilidad. Me dice además que en el mundo de hoy el teatro puede desaparecer sin que nada se altere. Claro que el teatro es prescindible. Pero ella y yo sabemos que no va a desaparecer. El teatro muta y se reinventa de maneras inauditas cada día, danzando entre lo efímero y lo que permanece, agujereando la realidad —y la memoria— para colarse en todo, con esa capacidad infinita que tiene para sobrevivir.

 

El teatro sabe.