Cómo se construye un cuerpo femenino, apuntes para una reflexión
Más que una afirmación es una duda. Una pregunta que me hago permanentemente al momento de escribir, a esa hora de la verdad, cuando el personaje —un cuerpo que se intuye— debe ingresar a una estructura, por medio y a través del lenguaje. El personaje es, ante todo, un ser que aparece, al principio, como un espectro, como un balbuceo, y que encuentra su forma en los pliegues de SU lenguaje, es decir, del lenguaje que le es propio. Este, creo, es siempre el desafío del escritor.
Esa pregunta me ha llevado a ingresar en un terreno de investigación sobre los mecanismos de diseño de los personajes de la novela y, específicamente, sobre los personajes femeninos, algunos trans. He seleccionado varios de estos que, desde mis particulares gustos, me resultan entrañables. Me pregunto, entonces, mientras leo estas novelas, cómo hace un escritor para formar un cuerpo, un personaje. ¿En qué momento decide nombrarlo, dotarle de un rostro, de un habla?
Sobre todo, me interesa indagar en algunas formas de normar lo femenino. ¿Qué es un cuerpo femenino en un mundo como el actual en el cual las fronteras entre los géneros cada vez son más difusas? Aunque esta idea parezca una divagación discursiva, no es menos cierto que, dadas las conquistas de grupos sociales hasta ahora marginados, hoy se cuestionan varias de las formas de control del cuerpo humano, cuya base normativa determinaba qué era lo aceptable y qué lo repudiable.
En este sentido, me parece pertinente la pregunta que lleva a indagar en las formas del cuerpo que decididamente trastoca las fronteras del cuerpo normativo. Ese cuerpo trans que deja su naturaleza biológica para asumir otra, vestida y maquillada, con las “plumas puestas”, como diría José Donoso en su novela Lugar sin límites.
Un personaje es la suma de varias dimensiones —física, psicológica, social— y de los móviles que impulsan sus acciones —pragmáticos, éticos, hedonistas—. Pero, no obstante este apunte estructural, un personaje puede ser el resultado de la voluntad del escritor por hacerlo invisible, una silueta espectral, apenas reconocible por el lector. O el delirante, el innombrable, el fabulista.
Algunos teóricos, como Mijaíl Bajtín, consideran que un personaje bien puede ser la totalidad de una obra literaria, así como solamente a través de su existencia tuviese sentido la novela. Un personaje es lo más próximo a una persona, lo más cercano a un cuerpo que no sea un cuerpo real, formado de carne, con el que sorteamos la vida.
A partir de estas premisas leamos brevísimos fragmentos de cuatro novelas, aquellos fragmentos en los que aparecen retratados los personajes y apuntaré algunas ideas sobre cómo se construye ese cuerpo femenino en la literatura.
En Lugar sin límites, de José Donoso (1966), La Manuela aparece al inicio, descrita por el narrador omnisciente de la siguiente manera: “La Manuela despegó con dificultad sus ojos lagañosos, se estiró apenas y volcándose hacia el lado opuesto donde dormía la Japonesita, alargó la mano para tomar el reloj… las lagañas latigudas volvieron a sellar sus párpados en cuanto puso el reloj sobre el cajón junto a la cama… frotó la lengua contra su encía despoblada: como aserrín caliente y la respiración de huevo podrido. Por tomar tanto chacolí para apurar a los hombres y cerrar temprano… se cubrió los hombros con el chal rosado revuelto a los pies del lado donde dormía su hija…”.
Esta primera escena muestra a un personaje dibujado a partir de varios elementos: los ojos lagañosos, que insinúan ya sus intensas jornadas nocturnas. Al narrador le interesa subrayar esta condición, como si en los ojos, los párpados y las lagañas estuviese ya manifiesta la condición del personaje. Es el cuerpo el que empieza a diseñarse: la lengua que recorre las encías y el aliento a huevo podrido, formas estas de sugerir los oficios de La Manuela _—más adelante sabremos que trabaja en un prostíbulo del olvidado pueblo Estación El Olivo—. Y luego, el narrador se ocupa de establecer la relación casi íntima entre La Manuela —que es en realidad un él, travestido en ella— y su hija. Madre e hija ocupan la misma cama. Otra vez, el narrador sugiere, dota al lector de una información para que este tenga en cuenta las piezas de una historia que empieza a moldearse.
En Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante (1983), el personaje Estrella Rodríguez aparece, en la voz de un fotógrafo, así: “Era una mulata enorme, gorda gorda, de brazos como muslos que parecían dos troncos sosteniendo el tanque del agua que era su cuerpo… en el centro del chowsito estaba ahora la gorda vestida con un vestido barato, de una tela carmelita cobarde que se confundía con el chocolate de su piel chocolate y unas sandalias viejas, malucas, y un vaso en la mano, moviéndose al compás de la música, moviendo las caderas, todo su cuerpo de una manera bella, no obscena pero sí sexual y bellamente, meneándose a ritmo canturreando por entre los labios apretados, sus labios gordos y morados, a ritmo, agitando el vaso a ritmo, rítmicamente, bellamente, artísticamente ahora, y el efecto total era de una belleza tan distinta, tan horrible, tan nueva que lamenté no haber llevado la cámara para retratar aquel elefante que bailaba ballet, aquel hipopótamo en punta, aquel edificio movido por la música…”.
Para este narrador, Estrella es una suerte de monstruo, un fascinante cuerpo animal, descomunal y bello, que se mueve al son de la música. Es un cuerpo sexual, extraño. El narrador se vale de las analogías para subrayar la masa gigante de carne color chocolate: troncos, elefantes, hipopótamos, edificios. Describe las sandalias, es decir, ese objeto que oculta un fragmento del cuerpo. Y luego los labios “gordos y morados”. Hay, en la mirada del fotógrafo, estupor, sorpresa, asombro. De esta manera, el personaje femenino se configura a partir de la mirada de otro, que se halla dentro de la escena literaria. Al lector le resta observar a un personaje que aparece a partir de la mirada de un testigo que lo describe y lo califica como una “belleza horrible”. Es el otro, ‘distinto’, en palabras del fotógrafo, al que se teme, pero al que se rinde tributo.
En Al diablo la maldita primavera, de Alonso Sánchez Baute (2003), Edwin, el drag queen protagonista, dice de sí mismo: “Creé, pues, mi propio personaje. No puedo decir su nombre puesto que no me interesa que sepan quién soy en realidad. Lo cierto es que comencé a vestir con prendas de mujer cada viernes en la noche, cuando iba a rumbear a La Caja de Pandora, y así descubrí cómo podía reírme de mí misma y acercarme a la gente sin prevención. Y el público me aceptó sin miramientos y me quiso… (y, más adelante)… digámonos la verdad: yo sé que soy muy lindo, pero sé también que tengo un par de kilitos de más, además está lo de la envidia que me tienen por mi talento y esas cosas que he contado y sé que más de una simplemente moriría si yo llegase a ganar, lo cual, dicho sea de paso, me excita mucho más”.
Destaca en este fragmento el uso de la primera persona que dota al texto de un elemento autobiográfico, no la autobiografía del escritor, sino de la voz que registra la propia vida del personaje. La primera persona, como diría Fernando Vallejo, resulta la única manera de enfrentar el relato. Es uno de los mecanismos literarios más sugestivos a la hora de exponer la subjetividad del personaje. Un segundo elemento destacable es la presencia del doble, ese otro que surge de la voluntad del propio personaje. Es decir, otro cuerpo construido a partir de las necesidades de escenificar la vida. Por ello, para el narrador, es importante subrayar el reconocimiento de los otros, el público. Un nuevo rostro, una nueva formas de vestir —con prendas femeninas—, marcan la búsqueda de esta novela por jugar con el doblez de la vida, ese otro lado de la realidad donde el cuerpo se traviste.
En La virgen cabeza, de Gabriela Cabezón Cámara (2009), Cleopatra, la travesti, dice de sí misma: “En la tele estoy pero vedette no soy; más bien sería medio monja aunque parezca una trola como vos decís que parezco; yo sé que soy famosa porque hablo con la Virgen y por las tetas, que las tengo y bastante grandes”. En esta novela, la construcción del personaje o su aparición en la escena, digamos así, es mucho más económica. Son pocas las descripciones iniciales que permiten al lector evocar una imagen de ese cuerpo. En varias ocasiones, es la voz del propio personaje, recurso autobiográfico, el que posibilita su diseño. Gabriela Cabezón, a través de estas pinceladas, nos aproxima ya a una doble dimensión del personaje: la física: una trola de tetas grandes; y una dimensión psicológica, vital, ella habla con la Virgen. Este dato, que parecería anecdótico, bien podría dar cuenta del universo psíquico del personaje y de lo que ella cree es su misión en el mundo. Hay en este fragmento un universo contenido, apenas unas luces sobre un personaje enigmático.
A partir de estos ejemplos es posible acercarnos a las formas de escritura que implementan algunos autores cuando se enfrentan al cuerpo femenino. Un cuerpo que resulta, casi siempre, de las formas normativas, institucionales —a veces patriarcales— y de su tecnología. No obstante, ese mismo cuerpo femenino —o su imaginario— puede recomponerse a partir de las resignificaciones del discurso estético. La novela, a través de la maquinaria de la lengua, bien puede recomponer esos cuerpos, dotándolos de otras mecánicas de asignación.
Un cuerpo literario, es decir, ese personaje femenino —el de mi interés— se forma a partir de las propias necesidades de la novela, de su estructura y de sus formas del lenguaje. Así, en la novela de Donoso, la lengua literaria es un juego permanente entre uno y otro, es decir, entre La Manuela y el Manuela: travesti y hombre biológico. De tal suerte que asistimos a una experiencia de un lenguaje que se traviste también. En la novela de Cabrera Infante, la exuberancia del personaje, grande y monstruosa y bella, es también la exuberancia de la lengua barroca conformada por adjetivos, repeticiones, analogías. El personaje femenino –o ese cuerpo– se forma en cada denominación. El personaje de Edwin, en la novela de Sánchez Baute, se hace a partir también del juego del otro, el doble, el travesti que es uno pero también otro. En ese juego se configura la dualidad del propio universo interior del personaje. Y, finalmente, en la novela de Cabezón, la travesti Cleopatra se define a sí misma a partir de una lengua contenida, breve, casi desprovista de los recursos de la retórica literaria.
En esto ejemplos, quizás sea posible intuir algunos mecanismos de diseño del cuerpo femenino y el femenino trans, cuerpos que se rebelan contra algunas formas normativas de control y que resultan, por ello mismo, experiencias literarias de enérgica fuerza estética.