En algunos días, la ciudad de Quito se derrite bajo un sol que recuerda a El extranjero de Albert Camus. En otros, la mayoría, la ciudad parece desdibujarse bajo una lluvia tenaz, entre neblinas y corrientes de viento que opacan todos los colores, incluso los tonos del recuerdo.
Una ciudad gris se abre entre quebradas, a los pies de un volcán. Así la recuerda un escritor que deambula por una lejana Barcelona, acicateado su recuerdo por la aparición fantasmal, confusa, de un ser que parece trasplantado de una pesadilla. Un personaje fantástico que era conocido como ‘La Torera’. Un mal sueño llamado Quito.
Para quienes hayan leído el cuento ‘La carta inconclusa’ de Javier Vásconez, este argumento, la atmósfera opresiva de la capital, resulta familiar, entrañable, incluso, como toda historia del escritor. Para quienes aún no se han adentrado en el mundo de Vásconez, este es un buen inicio, de la mano de Ciudad de tiza, ciudad de lluvia, documental dirigido por Christian Oquendo Sánchez.
“Tormenta apocalíptica a lo Vásconez”
Sonido de lluvia, sonido de tormenta. Así se inicia la película. Entonces, las imágenes se suceden, un poco sin concierto, saltando de la tristeza al recuerdo, del comentario a la ensoñación.
Y si ahora le escribo es porque el recuerdo de lo que construimos juntos es más poderoso que el olvido o la distancia, Anita. Inventamos entre los dos una ciudad, le dimos un sentido nuevo a sus calles y plazas, fuimos transformando poco a poco su topografía original. Nos bastaba ingresar en ese territorio común, creer en la existencia de un río con barcos y sirenas para que dicho río fuera real y tuviera de inmediato un nombre. Porque fuimos usted y yo los que contribuimos a empujar las aguas de aquel río, torrencial y misteriosamente. Fue una tarea que requería grandes cantidades de tiza, de imaginación y paciencia. A veces la lluvia era tan fuerte que lo borraba todo y entonces debíamos comenzar de nuevo. La ciudad crecía y se edificaba sola bajo sus manos prodigiosas. Esa ciudad con el río que seguía su curso natural sobre las piedras mojadas del patio.
Esas son las palabras del narrador de aquel cuento lejano, una imprecación a Ana Bermeo, Anita, ‘La Torera’, un personaje colorido que se desdibujaba entre una ciudad gris, hipócrita, que solo puede ser evocada a través de una rabiosa nostalgia.
Y del cine.
Es que para Vásconez, “el cine nos enseña a mirar”, por eso ayudó a Christian en la elaboración del documental.
Las historias deben ser contadas de varias formas. Bajo la luz del sol, bajo una tormenta apocalíptica, tal como solo puede crearla para su imaginario literario un escritor como Vásconez, que incluso llegó una vez a la audacia de imaginarse un mar para Quito.
Quito, ciudad de tiza, de lluvia, de nubes (nubes constantes en las imágenes), de calles mojadas, llenas de seres con los ojos vacíos, con los recuerdos puestos en otro Quito, que tal vez también era una ciudad de lluvia, de tiza, de nubes...
Solo un rastro de tiza de colores se desliza por las calles de San Francisco de Quito, el rastro de una locura que se asemeja —o supera, incluso— a la cordura, el rastro tenue que se advierte tras la imagen en la pantalla. Ese hilo, leve, lo maneja la mano de una mujer que sigue en la memoria, borrosa, el personaje que habita en realidades dispersas, en fotos, en retratos, en un cuento, en una película.
En un mal sueño llamado Quito.
Ana Bermeo, ‘La Torera’
Nadie conoce su origen, de dónde llegó o cuál era el motivo de su locura. Era una mujer que deambulaba por Quito vestida con ropas colorinches que las damas le regalaban, vestidos pasados de moda que ella acomodaba a su usanza, y que le valieron el apodo con el que pasó a la posteridad: La Torera.
Vásconez la escogió como personaje por sus recuerdos de infancia, por el protagonismo que ella tuvo en aquellos, y porque era una forma de evocar, desde el otro lado del océano, a aquella ciudad que él imaginaba, temía y que pudo recrear en su literatura.
De la misma forma, el documental de Oquendo esgrime el recurso de la evocación, de invocar imágenes que parecen salidas de la niebla, una ciudad poblada de fantasmas de tiempos dispares. El director, seguramente, sufrió de ese nostos que impele a los quiteños a recordar, a través de escenas lluviosas y borrosas, la ciudad que parece dibujada en blanco y negro.
Director y autor, más el personaje, parecen trenzados en una misma historia.
De hecho, hay una sola historia posible, Anita. La única que cuenta a la hora de hacer un balance definitivo. Pienso que es la historia de uno mismo, elaborada a partir de los retazos y las sobras de un sueño, el sufrimiento y toda la mierda más o menos visible de los otros que con el tiempo nos afecta por igual a todos. La suya en cambio es una historia abierta, sin límites precisos en el amor por una ciudad donde, aparte de haberme tomado la libertad de registrar algún movimiento suyo sobre el papel, yo no he intervenido para nada.
De una forma u otra, Vásconez, Oquendo, Anita Bermeo, intervienen en el imaginario colectivo de la ciudad. Han intervenido en el trazado de sus calles, de sus puentes, reconstruyendo rutas improbables para los caminantes que a veces, en mitad del día, se sorprenden a sí mismos en una ciudad que parece ajena, como en un sueño.
Una ciudad imposible, llamada Quito.
Nuestra ciudad, si es que confiamos en los sueños.
Ciudad de tiza, ciudad de lluvia
Dirección: Christian Oquendo Sánchez
Imagen: Sebastián Oquendo Sánchez
Edición: Andrés Barriga
Actuación: Valentina Pacheco y Santiago Villacís
Música: Igor Icaza
Mezcla adicional música: Pepe German
Voz en off: Jorge Gallardo y Diego Falconí Salazar Asistente de producción: Luis Salas
Diseño: Álvaro Sevilla