Hace unos días me encontraba en un pueblo de pescadores y mientras daba un paseo por la playa, me quedé mirando a un grupo de aves marinas que descansaban sobre las panzas descascaradas de unos botes de pesca abandonados. Admiré la fotogenia de la imagen, esas grandes aves dispuestas con admirable armonía compositiva en diferentes alturas del cúmulo de maderas donde todavía se leían los viejos nombres de las embarcaciones: Mónica II, La Consentida, Arrebato, palabras a la vez arcanas y plebeyas. Al ver a todas esas aves allí posadas lo primero que se me vino a la cabeza fue una banda de punk. De hecho pensé en Los Ramones, las cabelleras oscurísimas, los ojos de petróleo brillante y eso que en la jerga del rock and roll se llama simplemente actitud.
El caso es que noté algo sospechoso en el conjunto, como si la modestia de la realidad circundante —la playa casi limpia, las casitas de madera, los vendedores de cocos— se hubiera visto alterada por la sobreactuación de la escena de las aves y los botes en ruinas. El paisaje, que hasta entonces venía entregándose mansamente como una cosa predecible, había sufrido una interrupción repentina que modificaba su signo. Ahora todo a mi alrededor estaba encantado. Los vendedores de cocos te miraban como espías y una cabeza de pescado que alguien habría usado de carnada convertía la playa en un texto que ocultara otros textos, menos visibles, borrados a toda prisa y de los cuales quedarían apenas unas marcas dispersas. Seguí caminando y recordé algo que había estado leyendo en Sobre nada y otros escritos, la recopilación de ensayos de Mark Strand recién publicada por la editorial Turner. Allí, en un texto titulado ‘El paisaje y la poesía del yo’, Strand hace una distinción entre la visión del paisaje desplegada por Wordsworth en su Preludio y la experiencia más banal de la poesía de nuestro tiempo en relación con el mundo y el yo. Según Strand, “en la poesía confesional [léase contemporánea], el poeta queda desvelado de un modo periodístico, no imaginativo. Elude su misterio propio, aun el más inofensivo, puesto que el misterio constituye en todas sus variables una amenaza, y la poesía confesional opera sobre un universo conocido”. Desde luego, se puede disentir de la idea que Strand tiene de la verdad o del sujeto poéticos, sobre todo cuando describe los procedimientos de Wordsworth en términos trascendentales, pero sin duda resulta muy sugerente extender estas observaciones más allá de la poesía, hacia el empobrecimiento de la experiencia literaria en general. “En la poesía confesional —añade Strand— el yo es terminal, físico, está aislado y depende en gran medida de una información concreta, como los nombres de los amigos, los médicos, las tiendas, los lugares y cosas así. Se trata de aprehender detalles para así certificar el ser”.
Mientras el efecto de los pájaros sobre el paisaje iba menguando, me preguntaba si la banalización de géneros como la crónica no se debería a esa mezcla de certificación periodística del ser y negación del misterio. Al fin y al cabo no revelo nada si digo que el dispositivo de la crónica tiende a reducir los fenómenos más variados a categorías previamente consensuadas en el espacio de la normalidad, de modo que lo desconocido, aquello que ignoramos del mundo y que potencialmente podría apuntar a una zona de desestabilización productiva, acaba por ajustarse siempre a un relato conocido, controlable en términos simbólicos.
Salvo excepciones, la crónica suele limitarse a proporcionar datos, nuevas reservas de fetichismo informativo, alguna anécdota curiosa o didáctica, personajes mágico-realistas o desgarradores, pero la estructura ideológica, aquello alrededor de lo cual se articulan todos los demás elementos, permanece inmutable y se puede expresar en fórmulas vacías del tipo: “en el Tercer Mundo predomina la barbarie sobre la civilización”, “la gente pobre puede ser feliz y recursiva”, “no hay salvación posible para los condenados”, “qué raros son los japoneses”, “los políticos son corruptos por naturaleza”…
Esta clase de fórmulas baratas asociadas a la crónica ya son parte del inconsciente colectivo. Tanto así que, en los últimos meses, después de que la formidable escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich recibiera el Premio Nobel, vimos cómo su obra era elogiada casi siempre por las razones equivocadas, esto es, por su humanismo, por su capacidad de visibilizar dramas terribles o por su particular visión del mundo soviético. Y es que los textos de Alexiévich, lejos de ajustarse al paradigma periodístico que describía Strand, son capaces de ponernos en contacto con el misterio, un misterio que no viene postulado por un dogma sino que es el resultado del análisis de las relaciones sociales frente a una situación límite.
El texto con el que empieza Voces de Chernobyl, ‘Una solitaria voz humana’, presenta el testimonio de una mujer recién casada con uno de los bomberos que acudieron a la planta nuclear en la misma noche de las explosiones. La mujer se obstina en permanecer al pie de su esposo, a pesar del secretismo oficial y de las recomendaciones médicas. Lo que inicialmente parece la típica tragedia de hospital se va consolidando como una extraña fábula sobre el amor. Al fin y al cabo, ¿qué es lo que hace que una mujer joven, embarazada, a sabiendas del riesgo que ello supone, se meta furtivamente a una cámara hiperbárica para dormir junto a su esposo fatalmente contaminado de radiación? En un momento alguien le dice a la mujer: “No debe usted olvidar que lo que tiene delante ya no es su marido, un ser querido, sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. Recobre la sensatez”. Pero la mujer persiste, sigue visitándolo, le cambia las sábanas, lo limpia.
Una de las cosas más asombrosas del libro de Alexiévich es el modo en que ese entrevero de voces va mostrando que la radiación ya no es solo un fenómeno físico dañino para la vida sino, inevitablemente, una construcción cultural en la que se funden supersticiones y creencias con datos científicos. En otro de los testimonios una anciana cuenta: “La primera vez que nos dijeron que había radiación pensamos: es como una enfermedad y el que la tenga se muere de inmediato. No, dijeron, es eso que está bajo la tierra, se mete dentro de la tierra pero uno no puede verla. Los animales quizás puedan verla y oírla, pero la gente no”. La radiación se vuelve como el hechizo de un cuento de hadas y su efecto más terrible reside en su invisibilidad, pues en el paisaje no se observa nada llamativo, el pasto sigue igual, los árboles, las piedras, el agua, pero la radiación lo atraviesa todo.
Quizá Alexiévich tiene razón cuando dice que su libro está escrito desde el futuro, a partir de la brecha espaciotemporal que se abrió con el accidente de los reactores en 1986. Eso querría decir que vivimos en un mundo de paisajes pos-Chernóbil. O, al menos, en un mundo donde ya no se puede establecer una comunión entre la presencia humana y la naturaleza como la que cantaba Wordsworth en su Preludio (… y con puro éxtasis orgánico/ bebía de las argénteas volutas/ de la bruma ensortijada).
A esas alturas me había sentado a descansar en la arena y miraba a toda esa gente que se divertía en la playa, totalmente ajena a mis preocupaciones. El resplandor del mediodía se esforzaba por pintarlo todo de blanco. Como en un cuadro de Armando Reverón, la experiencia de la visión se parecía cada vez más a la experiencia de la ceguera.