La muerte siempre nos convoca a la memoria, es su esencia, una muerte sin recuerdo debe ser una tragedia mucho más profunda que el olvido en vida, pues cuando estamos aquí sabemos que somos una realidad, pero cuando el ser ha abandonado nuestro cuerpo solo existimos por el recuerdo. Realidad, muerte, tiempo, fugacidad, esencia son algunos de los elementos constitutivos de la poesía de Yves Bonnefoy, uno de los más grandes poetas del siglo XX, muerto hace pocos días. Noventa y tres años caminó este poeta francés en medio de tiempos turbulentos, pero con una creencia absoluta en el poder de la palabra y de la poesía, y dejándonos a la vez unos hermosos versos, unas reflexiones profundas, como formas de acompañarnos, logrando que su memoria no se pierda en la blancura del olvido.
La trayectoria del poeta francés se resume brevemente así: Se inició de la mano de los poetas surrealistas, de quienes se alejó en 1949, aunque nunca renegó de su influencia y del aprendizaje que tuvo junto a ellos. Uno de los conflictos estéticos que lo distanciaron del surrealismo fue la importancia que ellos le atribuían a la materia onírica, a los sueños, mientras que Bonnefoy se avocó a la realidad como uno de los cimientos de su poesía, pero atada a un elemento en apariencia contradictorio, la muerte; así desde su primer y gran libro Del movimiento y la inmovilidad de Douve (1953), la realidad y la muerte se hallan enfrentadas y hermanadas. Publicó luego varios libros de poesía, ensayos y reflexiones sobre arte y traducción, de esta última decía: «La traducción de poesía es poesía en sí misma». Sobresalen las traducciones que realizó sobre varias obras de Shakespeare: en cada una de estas sendas dejó una huella de sensibilidad, sencillez y profundidad.
En Yves Bonnefoy, hay una doble hélice que gira en torno a su poesía: la muerte y la realidad. La primera (Manantial de mi muerte, presente, insostenible) no es una figura de dolor, de abandono, de destierro existencial, sino la expresión de la segunda, la materia que constituye cada de elemento de vida (te veo nacer a cada instante, Douve, morir a cada instante), de cada respiración (Y te he visto romperte y gozar de estar muerta, más hermosa que el relámpago), de lo que nos rodea:
Tormenta tras tormenta yo no fui
sino un camino de la tierra.
Las lluvias sosegaban la tierra sin sosiego,
la muerte hizo la cama de la noche de mi corazón
Así habla Bonnefoy de una piedra. Y así, del río:
Agua que nos hace existir, no existiendo,
agua que fluye a través de los cuerpos áridos
para un gozo esparcido en el enigma.
Vemos a la muerte como un fluir dentro de la existencia, es negadora solo en cuanto asumimos una concepción excluyente de la realidad.Esta es la segunda hélice de su poesía, la realidad, esa condición de sentirnos y de ser partes de este mundo, de no dejarnos tentar por la abstracción que nos conduciría a la irrealidad; estamos aquí, sintiendo y amando, creando y gozando; la misma muerte —su gran negadora— es parte de ella. La realidad es también, por lo tanto, el entorno en el que nos desenvolvemos, es el elemento que nos vincula con los otros y con nosotros mismos, y nos posibilita el desarrollo de nuestra existencia, y de las preguntas sobre esta contingencia que es la vida, por lo mismo va más allá de un escenario o de un decorado, la realidad pensada pro Bonnefoy es más sustancial y material.
Esta doble hélice, este rostro bifronte, es una duplicidad de signos que se dejan ver desde los mismos títulos de los libros o de los poemas, por ejemplo: Del movimiento y la inmovilidad de Douve, Principio y fin de la nieve. Esa línea entre el inicio y lo movible (la realidad) y el fin y lo inamovible (la muerte), marca, como hemos venido afirmando, la poesía de Bonnefoy. Pero ni la muerte tiene un valor negativo ni la realidad uno positivo, se transforma en una amalgama, en un núcleo vital.
La amalgama que une a estas dos esencias es la palabra. En 2013, cuando iba a recibir en México el Premio FIL de Lenguas Romances, afirmó: «La palabra, las palabras, están en el centro de todo. Son el embrión que no solo describe y señala y nombra el mundo, sino que lo ordena y puede salvarlo, reordenarlo. La palabra es nuestra principal conexión con la realidad y la poesía su mejor vía. Por eso es necesario que las liberemos de ese yugo en el cual las hemos metido».
Con esta afirmación, Bonnefoy vuelve a reiterar su profesión de fe hacia la realidad, esa que huye de la abstracción, y que por la misma razón se vincula con lo cotidiano, con lo humano, no solo en su poesía, sino —talvez más aún— en sus ensayos; apela a recordar el humanismo del arte y de la literatura, de la posibilidad de lograr que, a través de ellas, nuestros cuerpos y sentidos se llenen de resonancias e imágenes, en sentires y dolores.
Pero así como la palabra es el centro de todo, sirve tanto para la verdad como para la mentira, si la poesía puede ser el fundamento de la vida en sociedad —como llegó a afirmarlo alguna vez el poeta— también puede servir para adormecer a las personas a través de su música. Ante esto, Bonnefoy apela a la palabra simbólica, esa que afirma su función primera, la de fundadora de la realidad a través de la nominación de las cosas, nombres que nos vinculen a la naturaleza, al otro como semejante, y a los conceptos de ideales y sueños, y transformar a este mundo, de esta manera, en un territorio «poéticamente habitable».
Y volvemos a la muerte, pero la miramos de manera distinta luego de la lectura de Bonnefoy. No es que no nos cause temor, o recelo, sino que la vemos más como esa sombra que siempre nos acompaña, como la hermana de nuestro caminar, como el espejo de nuestra existencia. La sabemos nuestra, recordamos que nos justifica y nos constituye, y por lo mismo al aceptarla, aceptamos la realidad, gozosa y dolorosa, como la misma poesía.