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Crónica
Vilcabamba: agua milagrosa y psicodelia
En la pizarra que exhibe el menú de Juice Factory (un local bilingüe de bebidas orgánicas) se expresa mucho del imaginario que envuelve a Vilcabamba, el pueblo del sur del Ecuador conocido como el Valle de la Eterna Juventud. Vilca-Verde, uno de los batidos frutales, parece ofrecer en su fusión de kiwi, manzana, banana, naranjilla, spirulina y espinaca lo que muchos visitantes van a buscar al pueblo: vigor, salud, longevidad…, o al menos su testimonio, su versión exprés. Sobre las letras de tiza que enumeran el contenido de otros dos jugos, El Longevo e Incan Berry, cuelga un par de papeles pequeños con letras rojas que dicen: “SOLD OUT”.
Todas las mesas y la barra de la tienda están ocupadas: se trata de un hervidero de clientes en busca de jugo energético para después del desayuno. La mayoría son extranjeros, sobre todo provienen de Estados Unidos, y cada cual exhibe sus vestimentas estrafalarias en onda peace & love. Además, su ánimo festivo es como el de quien acaba de descubrir el tesoro que el vecino añoraba. Hablan, hablan sin parar. Hablan, por ejemplo, de las bondades del agua del valle y sus propiedades curativas, del buen clima que ha permitido a una sorprendente cantidad de habitantes de Vilcabamba superar los 100 años de edad. Hablan del festival Water Woman al que han venido a participar, de sus similitudes y diferencias con la gran celebración estadounidense Burning Man que ocurre por las mismas fechas en el desierto de Nevada. Hablan de meditación, de yoga, de vegetarianismo, de asistir a ceremonias chamánicas, de lo imposible que se ha vuelto llevar una vida plena en ciudades como Chicago y Nueva York o hablan de los terrenos que los lugareños están vendiendo. Hablan de los locales de Real Estate (porque así, en inglés, sus letreros llaman directamente a ojos extranjeros) que están repartidos por todo el pueblo.
Los ojos de los bebedores orgánicos van del vaso verde que tienen al frente, a los del interlocutor y, luego, como si solo se atrevieran a dirigirse de reojo al futuro común de la vejez, al parque que está al frente. Allí los célebres longevos de Vilcabamba fuman sus chamicos (variedad local del tabaco), se sientan bajo el sol atenuado por el ramaje de los árboles, caminan lentamente apoyados en sus bastones y reciben monedas de un dólar a cambio de una fotografía o unas palabras sobre la vida y los hábitos —alimenticios, físicos, laborales y hasta amorosos— que les han permitido superar, a algunos, los 80 y, a otros, los 90 años. Su testimonio, más que como consejo de sabiduría, es tomado como evidencia de las cualidades benéficas de Vilcabamba, como curiosidad y como futura anécdota. El pequeño parque frente a la iglesia, el epicentro de la vida social del pueblo, es una asamblea de la experiencia y un espacio especializado en servir de postal. Pero se ve a muy pocos extranjeros sentarse en las bancas verdes del parque para hablar con los longevos.
Es como si todo este conjunto de gringos en excursión por tierras que suponen más espirituales que las suyas pertenecieran a una misma comunidad New Age (si por esto entendemos preocupaciones ecológicas, intereses holísticos y cierta actitud antisistema). Lucen estampados hindúes, ponchos coloridos, sandalias, cabello largo, barba, vestidos holgados, licras floreadas de colores chillones, cargan guitarras, mochilas y niños que, a su vez, llevan golosinas o comics que narran las aventuras de Krishna. Es como si a este grupo de personajes psicodélicos los hubieran trasplantado por un túnel del tiempo directamente del San Francisco de 1967: del Summer of Love, la cúspide del entusiasmo hippie, a la provincia de Loja, a sus noches de luna llena. Pero, claro, estos visitantes no han llegado al Ecuador gracias a sus intuiciones místicas o a su capacidad para sintonizarse con los lugares que el universo ha cargado de especial energía (como tradicionalmente, incluso desde la época de los Incas, se ha considerado a Vilcabamba). Toda esta tribu multicolor y multiétnica ha llegado siguiendo las señales de humo de la prosaica, electrónica y transaccional internet. Y esa es una de las paradojas: sin la tecnología no podrían haber llegado al lugar en el que pretenden desenchufarse de la metrópolis.
La agitación que causan los visitantes, por más que sea inusual, no sorprende ni alarma a la comunidad (Vilcabamba tiene cerca de 4.800 habitantes). “Hoy dizque empieza un festival grande de gringos, han venido un montón, muchísimos hippies… Harto fachoso viene por acá, pero hoy han venido muchos más”, me dice el taxista que conduce hacia Yamburara por un polvoriento empedrado para llevarme a la casa de Glenn Clayton. El tejano de 64 años, que lleva barba canosa y camina en sus zapatos de cuero oscuro sin calcetines, podría ser considerado como un pionero de esta suerte de hippismo holístico que ha marcado a Vilcabamba y que se ha convertido en un estereotipo, junto al de los longevos, para caracterizar y caricaturizar al pueblo. Él y su esposa Martha Menefee llegaron a Vilcabamba en 1975 y desde entonces viven en la casa que ellos mismos construyeron. En el interior de la vivienda de forma circular destacan decenas de fotografías, algunas llevan el nombre del fotografiado en letras mayúsculas y negras: “LAYLA, ALEX, DANIEL”… La desnudez y las sonrisas infantiles de sus hijos, el recuerdo de los parientes en Estados Unidos y los paisajes de los Andes cubren todas las paredes.
Glenn (músico, pintor y exgerente de planta de lo que en los noventa fue la empresa sueca de exportación de agua Vilcagua S.A.) es, según dicen en el pueblo, uno de los primeros estadounidenses que decidió afincarse en Vilcabamba. Él asegura, sin embargo, que cuando llegó con su esposa ya otros estadounidenses, “el Viejo Johnny” (John Lovewinsdon) y sus seguidores come-frutas vivían desde hacía algunos años en la zona. “Ellos solo comían fruta, luego sufrieron muchos problemas de salud. Johnny era un déspota que maltrataba a sus discípulos, los criticaba, se burlaba de ellos. Murió en Quito, se había quedado totalmente solo”, dice Glenn con un muy fuerte acento estadounidense injertado con varios giros y usos del habla ecuatoriana.
Glenn Clayton llegó a Vilcabamba a causa de la guerra de Vietnam. Cursó varias carreras en Estados Unidos, pues quería seguir estudiando para evitar la conscripción: derecho, psicología, física… Al final entendió que la universidad era solamente una fábrica de títulos y decidió lanzarse a la aventura, pues según su filosofía artística, lo que un creador necesita es aventurarse. Su camisa de mangas cortas con manchas verdes y su viejo pantalón caqui revelan que esta mañana la ha dedicado a pintar algún paisaje. Sus cuadros, por lo general abstractos o geométricos, reposan en el segundo piso, donde se encuentra su estudio y el dormitorio que comparte con Martha. A ella la conoció en Colombia, pues, tras haber esquivado el reclutamiento de las fuerzas armadas, Glenn decidió festejar con un viaje para ver el paso del cometa Kohoutek con unos amigos. Allí se encontró con Martha y decidieron seguir el viaje hacia el sur. No sabían de Vilcabamba hasta que alguien les habló de un pueblo ecuatoriano en el que había sol todos los días, se quedaron no porque buscaran la longevidad sino porque querían llevar una vida ligada a la naturaleza. Desde hace 35 años se dedican a lo mismo. Glenn recibe remesas que le envía su madre, se dedica a pintar y a componer canciones, también repara pianos en Loja y Cuenca. Martha elabora pan integral, pan de banano y, entre otros productos naturistas, sal con vegetales.
“Entre los años 78 y 83 —cuenta Glenn— había una profunda preocupación por la longevidad natural. National Geographic hizo un reportaje sobre Vilcabamba a comienzos de los años setenta y eso atrajo a muchas personas. La primera empresa de agua, Vilcabamba Internacional, trajo en 1982 a un médico investigador que hizo estudios sobre la quelación de minerales. La quelación es la absorción de los minerales de la dieta y es un proceso que ocurre de forma natural en Vilcabamba”.
La larga trenza de Glenn se ve sobre su hombro como una delgada serpiente gris. Él sigue hablando del líquido que le ha dado fama de Edén a Vilcabamba. “El agua de río contiene los elementos quelados (proceso que se da en las lagunas y páramos gracias a las algas). Ese mineral pasaba por el agua de riego a los cultivos como yuca, camote y, sobre todo, caña. La mineralización corporal, como consecuencia, era casi perfecta y por eso la vida se prolongaba”. Clayton añade que en 1995, en la revista Longevity Magazine, se publicó una entrevista con el doctor Alexander Leaf, quien había viajado a Vilcabamba en 1973. Leaf decía que en el pueblo no existe evidencia de elementos que produzcan la longevidad de sus habitantes y que el verdadero experto en Vilcabamba era el doctor Richard Mazzess, quien prácticamente había hecho un censo y denunciado que la gente del pueblo estaba exagerando su edad.
“Yo conocí a Mazzess —dice Glenn—, era un científico de la Universidad de Wisconsin, él estuvo 3 o 4 años estudiando los huesos de la gente longeva porque aquí no sufrían de osteoporosis (ni entre las mujeres más ancianas había huesos porosos). Los huesos aquí se condensan o reducen, la gente se hace más pequeña. El doctor Morton Walker dijo que esto se debía a la combinación de calcio, magnesio y manganeso en el agua. Mazzess vino a estudiar los huesos porque era experto en eso, pero no en longevidad. Él dijo que no importaba si los longevos estaban exagerando su edad en 5 o 10 años, lo que importaba es que se encontraban absolutamente saludables. Eso me lo dijo a mí pero las autoridades del pueblo lo declararon persona no grata porque él no había tenido tiempo de reparar sus declaraciones”.
Glenn observa un claro contraste frente a otros tiempos. “Ahora los extranjeros que llegan a Vilcabamba son, por lo general, personas adineradas. La mayoría vive en San Joaquín que es una comunidad aparte, un conjunto residencial sobre todo de gente de California que llegó atraída por la promoción de una revista estadounidense que considera el lugar como uno de los mejores en el mundo para pasar la jubilación. Es una comunidad cerrada con guardia y reglas: solo para estadounidenses. Venden sus casas en Estados Unidos y la diferencia de precios les permite comprar aquí terrenos y casas a precios altísimos, han encarecido mucho la tierra. Hace 20 años aquí no existía la idea de bienes raíces pero hoy todo está medido en metros cuadrados”.
Entre la despreocupada homogeneidad festivalera, alguien expresa cierta disidencia. Mofwoofwoo, un auténtico hippie californiano de los sesenta, quiere crear una comunidad donde “se cultive alimentos orgánicos, se promueva la energía sustentable, las construcciones alternativas...” un lugar donde llevar “una vida motivada por el amor y no por el dólar”.
Buena parte de los extranjeros que han llegado este fin de semana a Vilcabamba, sin embargo, no se ven a ellos mismos como simples corderos del capitalismo —al menos durante su visita al Valle de la Eterna Juventud—. Han llegado a Water Woman y entrar al festival, luego de leer los letreros en la puerta de ingreso que rezan “No drogas”, “No mascotas”, “No alcohol”, es como sumergirse en una especie de Disneylandia New Age: atracciones espirituales de todo orden y para todo público. Chicas malabaristas que parecen hadas recluidas detrás de sus piruetas de fuego, meditaciones colectivas, DJ que pinchan archivos digitales con omnipresentes tambores orientales, esculturas paganas que no apelan a ningún dogma, platos vegetarianos servidos por hare krishnas de Kazajistán. Una feria de artesanías (con empanadas chilenas y choripanes argentinos incluidos), voces amplificadas que explican posturas de yoga, incienso penetrante, un canadiense que vende chocolate con menta y spirulina. Un alemán sesentón y sus pequeñas arpas, un chileno que ha viajado más de un año por todo el mundo gracias a las monedas que le da su violín, un cantautor de Canadá que toca batería, didgeridoo y guitarra hawaiana casi al mismo tiempo. Indígenas del Perú que luego de protagonizar una ceremonia chamánica invitan a los extranjeros a darse una vuelta por su país (de la mano de ellos, claro), un guitarrista sospechosamente parecido a Carlos Santana que se viste como Jimi Hendrix y le roba arpegios a The Doors. Carpas fosforescentes, un bus pintado de arcoíris a lo Magical Mistery Tour, niños que se apropian de los domos de meditación luego de acabados los talleres para dar brincos… En definitiva, psicodelia para todos los sentidos, incluido ese olvidado ente que aquí, no obstante, se saca a relucir: el espíritu, o su excepcional versión de fin de semana en festival multicultural en Vilcabamba.
Akira Chan, canadiense de 31 años, es parte de transformationalfestivals.com y la mayor parte del año se la ha pasado de festival en festival filmando documentales. “Son festivales que combinan música y talleres pero cada vez se trata más de participar en ceremonias y rituales y ya no es tanto una fiesta. Water Woman es el único que hemos filmado fuera de Norteamérica (hemos estado en festivales como Symbiosis, Diversity, Shambala, Beloved y Mystic Garden, entre otros) pero este es el más increíble. Aquí tenemos representantes de los q’ero, aymara, kogui así como indios norteamericanos. Es un diálogo con culturas nativas”.
Los talleres de los que habla Akira se realizan bajo amplias estructuras circulares hechas de tubo. De lo alto cuelgan telas que, en la noche, sirven para conjugar luminotecnia y música electrónica. Los talleres son, junto a las ceremonias, la oferta principal de Water Woman. Para entrar al festival que va de jueves a domingo hay que pagar una entrada cuyo precio depende de la procedencia. Para los ecuatorianos asciende a $ 75, y para los extranjeros a $ 150. Los espacios destinados para los distintos eventos han sido bautizados para resaltar el bagaje transcultural y ancestral del festival: Condor’s Nest, Lotus Lounge, Quetzalqoatl Starship [sic], Art Pavillion, Nostradamus Hide Out, Sol Sanctuary, Lunar Loft… Se trata de las mismas estructuras circulares o de grandes carpas cerradas. Varios tableros y afiches anuncian los estrictos horarios de actividades. Estos son algunos ejemplos: oración mañanera del agua (8:30), enseñanzas de vientrología y transmutación (para mujeres y bebés lactantes, 3:00) y movimiento intuitivo (6:30). Asimismo, a lo largo del día, los asistentes pueden practicar, entre otras disciplinas: reiki (con Laura Alquimia), balanceo del aura, chi gong, lomi hawaiano, acro-yoga, masaje thai, masaje bambú, masaje japonés voga… Abajo, al borde de la mayoría de afiches, como resaltando el valor extra de lo holístico, dice: “Donations Accepted”.
Acaiah Moon es canadiense, veinteañera y enfermera de profesión, vive en Vilcabamba desde hace un año y medio. Su largo cabello castaño cae alrededor de su blusa crema sin mangas, lleva un adorno hindú sobre la frente, una licra negra de bastas anchas y patrones florales, una especie de mandala roja cuelga de su collar. Junto a su pareja Pieter van Wensveen se les ocurrió crear el festival Water Woman durante un viaje al Perú. “He participado en varios festivales transformacionales —dice Acaiah con una voz gastada por el trajín de la coordinación del evento—, ahora me dedico a la curación energética y holística. La idea era hacer algo inspirado en el festival Burning Man pero distinto: lunar en vez de solar, femenino en vez de masculino y, en vez de desértico, casi selvático. El nombre mismo viene de una celebración que se realizó en el propio Burning Man durante los años noventa”.
Acaiah adopta a veces una actitud ceremoniosa. Como cuando dice, por ejemplo, que todos somos uno o que el festival es parte de la profecía que habla del encuentro entre el águila y el cóndor. Es decir, entre el norte (gringos en busca del exotismo holístico) y el sur (nosotros, que tanto imitamos a los gringos). El objetivo del evento, según la organizadora, no es lucrar. Aunque participan alrededor de setenta y cinco artistas (desde escultores de madera hasta malabaristas pasando por DJ y pintores de luz negra) no todos cobran o, simplemente, se les apoyó con transporte, hospedaje y alimentación. “Si llega a sobrar algo de ingreso —continúa Acaiah— se lo destinará a un proyecto de una planta de tratamiento de agua o se lo donará a una comunidad de mujeres que ofrece empoderamiento y oportunidades de trabajo”.
Pachamama es la palabra que más se escucha en el festival, una y otra vez: Pachamama. La pronuncian los músicos, los que dictan los talleres, los artesanos, los asistentes, los padres a sus hijos, los vendedores de comida y, por supuesto, los chamanes. Celso Fiallo (Quito, 1940) siente cómo, al apenas pisar el suelo de Vilcabamba, le hormiguean los pies. “Es la densidad de la energía —dice el chamán y excomunista—, no conozco otro lugar tan pequeño con tanta energía concentrada”. El comunismo condujo a Fiallo a las luchas indígenas y, de ahí, pero sobre todo debido al amor que su madre le inculcó por los indios, decidió interiorizar el saber ancestral y dedicarse al chamanismo. Luego de su charla sobre las líneas de energía que circulan por la Madre Tierra, se le acerca un chico descamisado y de brazos tatuados, le hace un par de preguntas adicionales y lo abraza. Si bien la parafernalia es una parte importante del evento —por no decir fundamental—, el jovial brujo es quien lleva la vestimenta menos llamativa de entre toda la congregación que ha escuchado sus palabras: jeans, camisa a rayas y zapatos de goma.
Pero hay alguien más que, entre la despreocupada homogeneidad festivalera, expresa cierta disidencia. Se hace llamar Mofwoofwoo y se acerca mientras habla por un walkie talkie ya que colabora con la coordinación del festival. El californiano vivió por 7 años en Europa como parte de una comunidad intencional (agrupación que se aleja de la ciudad para vivir según reglas alternativas) ubicada en la frontera entre Holanda y Alemania. Además de mantener un semanario virtual en el cual plantea temas de discusión enfocados en la coyuntura de Vilcabamba, se encuentra armando un centro de artes circenses y clowns. Dice el muy delgado, canoso y barbado Mofwoofwoo: “Quiero crear una comunidad en la que se hable español, se cultive alimentos orgánicos, se siembren árboles, se practiquen las artes, una fundación educativa sin fines de lucro que promueva la energía sustentable, las construcciones alternativas, una vida motivada por el amor y no por el dólar”. El estadounidense que no quiere revelar su edad, pues “el secreto de la eterna juventud —dice— no debe ser revelado”, fue un auténtico hippie de los años sesenta en San Francisco. Más tarde se convirtió en activista en favor de los pobres. Cuando su hermano —un emprendedor que inventó un cepillo de dientes de éxito mundial— decidió sorprenderlo y otorgarle la jubilación, Mofwoofwoo pudo dejar el camión en el que se dedicaba a hacer mudanzas (y que le permitió hacerse de todo lo que la gente desechaba y nunca tener que comprar ropa o muebles) y concentrarse en cumplir sus sueños.
Lo primero que quiso fue alejarse de las ciudades. Pero ni siquiera Vilcabamba le pareció lo suficientemente tranquilo. A su juicio, en el pueblo se hacen demasiadas construcciones, hay demasiado ruido y muchos ecuatorianos —en taxis, tiendas y servicios domésticos— se ven obligados a trabajar dieciséis horas al día porque, a causa de la presencia de tantos extranjeros, todo ha subido de precio. Por eso, el terreno que compró para crear su comunidad se ubica en Yamburara alto, a quince minutos del pueblo. Mofwoofwoo aún mantiene su espíritu activista e idealista muy vivo. Se nota en sus proyectos; él mismo los considera delirantes.
“Noté que no existe una relación de integración entre extranjeros y ecuatorianos, por eso creé mi semanario pero es necesario ir mucho más allá. Estoy pensando en traer paridad al pueblo, es decir, equidad monetaria. Los extranjeros que vienen a vivir a Vilcabamba tienen mucho más dinero que los ecuatorianos. El resultado es una forma de neocolonialismo no premeditado: los ecuatorianos terminan siendo una clase sirviente de los extranjeros. A los foráneos puede venirles bien contar con todos los servicios a un precio mucho menor que en sus países pero hay un lado oscuro en todo esto porque así no podremos integrarnos. Los ecuatorianos tienen los recursos pero no el cash, y el efectivo termina siendo más importante. Hay tres factores que evitan la integración: el idioma, las diferencias culturales (los occidentales llevan una vida muy distinta, mucho más agresiva) y la disparidad económica. Este último es un problema monumental. Se me ocurrió que se podría crear una moneda propia de Vilcabamba que tenga el mismo valor que el dólar, podríamos imprimir los billetes y darles mil dólares mensuales a los ecuatorianos. Eso tendrían que gastarlo aquí, seguirían empleados en sus mismos trabajos y ganarían mucho más, podrían unirse con los que tienen el mismo negocio y harían más en menos tiempo”.
Está claro que a Mofwoofwoo le angustia la posible McDonaldización de Vilcabamba, a fin de cuentas no dejó California para terminar metido en una colonia de gringos. También le preocupa que los locales no puedan dejar de ver al extranjero como una fuente de dinero a la que hay que exprimir. “Los gringos vienen con mucho dinero y los ecuatorianos que han trabajado toda su vida y no tienen ese dinero no pueden dejar de intentar sacarles todo el dinero que puedan. A veces se hacen amistades solo por interés”. Y también es por eso que la tierra se ha encarecido: la misma hectárea que hace un par de años costaba cuarenta mil dólares en Yamburara alto, actualmente cuesta cerca de noventa mil.
***
Ernesto Carpio, de 95 años, no piensa vender la finca que le sirvió de sustento durante buena parte de su vida adulta. Ernesto —en su cédula decía Néstor hasta que al fin este año se la arreglaron— ha decidido repartir la tierra entre sus hijos. El casi centenario se pasea por el parque del pueblo todos los días con su bastón, su sombrero ancho y sus lentes de fondo de botella. Dice que su padre, Miguel Carpio, vivió hasta los 130 años. “Antes sí había longevos, ya no, ahora hay mucho químico. El poroto, la carne, todo grano era sano”. Los visitantes, sobre todo ecuatorianos, se toman fotos junto a él y le dan unas monedas; él, como todos los ancianos que andan por el pueblo, anticipa a quien quiere hablarle que debe darle una colaboración, no una caridad. Un joven cuencano tiene que volver a preguntarle con un tono de voz más alto a qué se dedicaba. Ernesto responde bajito, las palabras fluyen con lentitud pero decididas: “Trabajaba haciendo cargas con mulas entre Cuenca y Loja. Llevaba mercadería, ropa, alimentos y hasta carros. También trabajé en agricultura: trigo, alverja, maíz, caña… Trabajé desde los 12 hasta los 85 años”. En medio de la respuesta hay que volver a hacerle la misma pregunta. Así, con paciencia, llegamos a saber que tiene ocho hijos, que su esposa Beatriz —a quien conoció desde niña— ya murió, que vive solo y que está seguro, de acuerdo con una especie de demonización muy habitual del extranjero, que es la presencia de los gringos la que ha dañado el agua.
“Deporte hacía muy poco —dice Carpio—, nomás pasaba solo trabajando yo. Mi papá era muy bravo pero, al descuido, de noche nos juntábamos con los amigos para costearnos botellas de aguardiente de caña, de repente ya nos amanecíamos. Cuando ya llegaba la madrugada para acostarme, mi papá me llamaba para mudar las yuntas”. Cambia de tono para decir: “No me acuerdo en qué año nací. Desde hace 3 años estoy enfermo, se me seca la respiración. Dicen que puede ser el pulmón, el corazón y no dan con lo que me pasa. Estuve cinco días en la clínica de Loja y les dijeron a mis hijos que no había más que hacer, que me traigan a morir a Vilcabamba, que me quedaban pocos días… De eso ya va a ser un año. El cristiano es más duro que el animal, tenía doce hermanos y a todos los enterré”.
Mientras en el festival Water Woman se está realizando un temazcal (ceremonia de origen centroamericano que involucra piedras, vapor y fuego) me siento en el parque del pueblo, miro la pileta y trato de imaginar la pampa y la cruz de palo que, según Ernesto Carpio, ocupaban el lugar central del parque cuando él era niño. Es domingo y los creyentes ya están saliendo de misa. Los viejos apostados en las sillas del parque miran a la gente que sale y tejen historias alrededor de cada uno. “¡Ahí está Agustín Jaramillo, él sabe la historia de Cantinflas!”, me dice Agustín Gaona, el encargado de información turística. En efecto, una de las leyendas que se cuentan en el pueblo es que el actor mexicano pasó alrededor de un año en Vilcabamba para curarse de sus males cardiovasculares. El señor Jaramillo, sin embargo, no recuerda nada. “Se cayó y tuvieron que hacerle una operación”, dice la mujer que lo lleva del brazo. Si bien los rumores que logro recoger son un tanto inconsistentes, todos coinciden en que Mario Moreno, Cantinflas, pasó en Vilcabamba una temporada de incógnito, se curó y pudo volver a México, hablamos de los años sesenta. Otros cuentan que Arnold Schwarzenegger también estuvo en Vilcabamba para curar sus males, así como algunos grandes empresarios de Quito y Guayaquil que no hallaron cura entre los doctores de la ciudad. Sin duda, se trata de un pequeño pueblo que alimenta su propio mito para alimentarse de él.
El caso de Lautaro Brujas, por ejemplo, es sorprendente (por no decir increíble). El chileno de 80 años vive en una casa edificada enteramente con material reciclado: vidrios de botella, plástico, costales de arena, piedras, palos… Caminar por su casa es como atravesar una acogedora cueva hecha de materiales sacados de un gran botadero. “Esto es una escenografía”, dice el anciano rollizo cuya barba blanca le llega más abajo del pecho y que ha pasado más de 70 años fuera de su natal Concepción.
“Trabajaba como profesor de artes, enseñaba producción de cine y colaboraba como guionista y escenógrafo en obras de teatro, televisión y radio”. Él asegura haber llegado a Vilcabamba, hace ya 7 años, con el único objetivo de morir. La leucemia mediterránea y el síndrome de mala absorción (incapacidad para asimilar el alimento) lo estaban matando a un ritmo acelerado. Lautaro enumera con cierto humor la larga secuencia de sus males (“Mamá —le dice a su mujer—, ¿de qué no más es que sufro yo?”): neumonía crónica, fibrosis, lupus, hipotiroidismo y poliomielitis además de dos espolones calcáreos en el talón izquierdo.
Lautaro tuvo que enfrentar una infancia muy dura pues fue ocultado por su familia y recién pudo salir a la luz pública cuando había cumplido los 10 años. “Era un descrédito tener un hijo cojo, con parálisis, con polio…, es como si solo sirviera el que sirve para el ejército”. Con semejantes antecedentes decidió buscar un lugar tranquilo para pasar sus últimos días, pues vivía en Quito, una ciudad que ama a pesar del frío y la altura. “Lo primero de lo que me di cuenta apenas llegué a Vilcabamba es que era fácil respirar. El aire está impregnado de los minerales que existen aquí, del magnetismo singular de este lugar. Si de todas formas iba a morir, decidí dejar las inyecciones, las pastillas, los medicamentos. Ni siquiera cambié de dieta y, poco a poco, empecé a mejorar. Yo llegué en muletas, ya no podía caminar. En menos de un año estuve bien, ahora me ves caminar —claro, con cierta dificultad debido a mi condición— y estoy contento aunque vivo una vida muy pobre, terriblemente pobre”. Lautaro cuenta que vive con su esposa con más o menos cien dólares al mes, dinero que le envían desde Chile como una pensión de tercera edad que otorga el Estado. Al despedirse, Lautaro me cuenta, un tanto exaltado, que un equipo argentino del History Channel lo entrevistará la próxima semana.
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Es domingo pasadas las once de la noche, es el último día del festival, las últimas horas dedicadas a la diosa femenina del agua creada con fines holístico-festivos. Aún hay personas que pasan frente a su escultura, una espigada pieza en madera de estilo africano que en el ritual inaugural recibió el agua traída por los asistentes desde sus distintos países, pero ya nadie se queda a mirarla. La música en vivo sigue sonando desde el escenario: una rubia que canta en inglés y hace percusión con recipientes de agua. Ya muchos llevan las camisetas celestes impresas con el emblema de Water Woman: la silueta de una mujer con alas, las manos recogidas y el cabello como si flotara hacia arriba. Hay una pareja que discute: él es un descendiente de indios norteamericanos —el encargado de la decoración de las carpas— y ella, una DJ mexicana. De la ilusión a la extenuación: se percibe el cansancio en los rostros y en cómo los artesanos guardan lentamente los collares, máscaras y pulseras que no pudieron vender. Gopal (27 años), hare krishna de Kazajistán que abandonó su carrera como ingeniero en telecomunicaciones, no puede disimular su hartazgo tras las grandes ollas de comida vegetariana —que se ofrecía gratis a los colaboradores del evento— y que debe acabar de limpiar. Su esposa Chandrika y su pequeña hija ya se han ido a dormir y un par de guardias del festival —dos colegiales de Vilcabamba— se ríen junto a él mientras toman una taza de café: “Ahora que está dormida ya puedes buscar alguna otra, hay unas gringas muy guapas” (risas).
Al siguiente día, a las nueve de la mañana, Juice Factory está cerrado, no se ve ni un gringo en el parque de Vilcabamba. Es el primer día de clases y esos dos jóvenes que ayer eran guardias de Water Woman lucen sus uniformes. No hubo clases, solo una asamblea inaugural entre profesores y alumnos. Ambos llevan en la mano una botella de cerveza. Su plan es unirse a la milicia apenas acaben la secundaria y así poder irse de Vilcabamba.
Esta crónica ganó el segundo lugar del Premio Ciespal de Crónica 2014. El texto posteriormente fue publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México, en el volumen Babel en ascensor y otras crónicas, que recopila una serie de escritos de Juan Manuel Granja.
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