Los buenos viajeros son despiadados.
Elías Canetti
Hay un país que parece situado en mitad de la nada, sobre una línea que no existe y que llegó, en algún momento de su historia, a tal nivel de desamparo que se creó un mapa alterno donde sus vecinos voraces no le habían cercenado un pedazo de territorio. Es un país que ha vivido a la sombra de guerras, de héroes imaginarios, de un mestizaje no asumido o reconocido a medias. Un paraje remoto que tiene costas, páramos, ciudades por donde transitan seres de ojos muertos, dignos de los círculos dantescos. A este país llegó un día un viajero, huyendo, y aterrizó como despertando de un sueño para entrar en una pesadilla.
Pero hasta en mitad de una pesadilla se puede encontrar el amor.
Josef Kronz, protagonista de El viajero de Praga, de Javier Vásconez, llegó un día lejano al Ecuador, desde su natal Praga, y aunque primero estuvo deambulando por Manta (quizá ahora rememore las edificaciones que se cayeron), luego apareció por Quito, para quedarse, atrincherado, en el barrio de La Floresta. Partió para Capelo, una zona en uno de los valles cercanos a la capital, y encontró a una mujer a la que esperaba querer, pero presa de una naturaleza afecta al acto infinito de rememorar y de volver a vivir en el recuerdo, Kronz regresa a los pequeños círculos del infierno por el que ha cruzado para llegar a ese momento, a esa casita en medio de la espesura. Está con Violeta, está en Capelo, pero al mismo tiempo, sigue cruzando el mar, sigue metido entre una multitud de seres que también huyen con la mirada perdida en su infierno privado.
Él sabe que es un ser de pesadilla. Y que todos, además, somos parte de ese mismo mal sueño.
El páramo: origen y fin de un tren que viaja hacia ninguna parte
“¿Adónde se dirigía aquel tren?”1, se preguntó Kronz en el autobús, mirando una serie de vagones que desaparecían por unas rieles en medio de la nada, en un páramo cubierto por helechos y viento. Murmullos, rumores: del último lugar del mundo parte un tren lleno de indios hacia las minas, resguardados por hombres armados. El tren vuelve vacío. Nunca más se supo de quienes viajaron.
¿Qué puede opinar al respecto un médico checo que llegó casi por casualidad a ese lugar? ¿O fue el destino?, piensa él, superponiendo en su mente las imágenes de ese tren con las de otros, sobre rieles que también llegaban a una parada final de donde no había retorno. Los trenes que van a ninguna parte, al centro del infierno, quizá, son los mismos, no importa si corren entre la nieve o en el páramo andino: son los mismos monstruos que se tragan a los seres dominados. “¡Si indios nomás son, doctorcituu…!”, le dice el hombre de pelo amarillo y ojos podridos al doctor Kronz. Seguramente, cuando los convoyes iban llenos de gente en Europa, alguien dijo, frente a sus rostros anónimos, convertidos en una masa, algo parecido, si judíos nomás son.
Kronz creyó huir del horror cuando escapó de Praga y lo encontró, cara a cara, con dientes cariados y en jerga de indios, en el rostro de esos hombres blancos, blanquísimos hasta la enfermedad, que padecían seguramente un millón de taras. Es que del horror no hay escapatoria:
Ahora, cuando el ruido del tren se ha alejado, Kronz puede inventar y dilatar su pensamiento hasta el horror porque ha sonado de nuevo el silbido de la locomotora, aunque ya no sabe si es él quien ha presenciado el paso del tren o si ha soñado su último viaje en la noche del páramo…
El páramo es una versión del infierno, del que deja solo el terror en los ojos de quienes ha hurtado el alma. Kronz sigue su viaje, en el sueño o dentro de una realidad con tintes de pesadilla.
El infierno de los burócratas
El viajero es un número en un legajo de papeles. Es un dato. Es un rostro que se pierde entre otros rostros. Y cuando el viajero busca legitimidad, afincarse, asentarse en un territorio, parar el viaje, debe enfrentarse al personaje anónimo y cruel: el burócrata.
Rostros cargados de pereza y maquillaje, olores, gritos. El registro civil, el infierno de los burócratas, también fue un escenario para que Kronz desarrollara su idea sobre el vacío y el horror que pueden habitar detrás de los ojos de los seres humanos. Kronz, después de varios intentos entre codazos y luces difusas, ya ha desistido de sus trámites al presenciar la negligencia de los burócratas y la histeria del público que se unió a los trabajadores en una fiesta de compras de baratijas. En medio de ese jolgorio, el viajero entendió que sobrevivir en ese infierno es una cuestión de resistencia:
“Lo que estos tipos se proponen”, pensaba Kronz, “es resistir. Para esos les pagan, para seguir resistiendo sin hacer nada”.
¿Resistir qué? Lo que sea que venga, la infelicidad o la ira del público, el despido, la vida miserable entre ropa barata y olores rancios.
Pero no puede dejar de sorprenderse y de sentirse perplejo por esa molicie. Su mirada capta entonces al hombre del sombrero, ese fantasma que lo ha venido persiguiendo desde Praga, y que hace las veces de alter ego perseguidor de Kronz.
El hombre oscuro, el del sombrero, se pasea sin concierto por los pasillos del registro civil. Intenta, en vano, claro, hacer los mismos trámites que Kronz y es rechazado de la misma forma. Kronz lo mira, más allá del miedo que alguna vez le produjo, con algo de pena: ya no tiene los importantes contactos que tenía en Praga, ahora es un fantasma más en ese submundo, persiguiendo la nada, pues a él, a Kronz, ya no lo puede alcanzar.
Más allá de ese infierno, no puede haber nada peor, pues este es un círculo infernal donde se tiene la certeza de que el destino de cada ser humano está en las manos de los burócratas, su vida entera, y que ellos, a pesar de que arruinen la existencia de alguien, sonreirán y dirán, mostrando los dientes, en un gesto que tiene más de bestia que de persona: “Estamos para servirle”.
El hospital, territorio de la resignación
Todos los elementos se suman para formar un ambiente de tragedia: una epidemia de cólera, una huelga de médicos, corrupción a la hora de tratar con las medicinas y otros insumos. A este hospital llega Kronz para tratar de hacer algo, ¿curar? Quizá. Con lo que se pueda, frente a un sistema instaurado por la gente, en el que resignarse es la consigna.
El hospital es el territorio de la resignación: a la mugre, a la corrupción, a la muerte. Así de sencillo. En este hospital público quedaría perfecta la inscripción: “Los que aquí entráis, abandonad toda esperanza”. Y sin embargo, aunque sepa que la batalla está perdida, Kronz intenta subsanar las rutinas, intenta prevenir contagios, trata, incluso, de frenar el desvío de medicinas al mercado negro. Y no lo hace por heroísmo, ni siquiera por un dejo de esperanza, sino por una especie de tozudez humana radicada en sus principios. Algo así como no condescender con la inmovilidad que precede a una existencia inmortal en medio de la enfermedad.
¿A quién acudir? Kronz trata de hacerse de amigos, de cómplices, aunque sea, para remediar la lamentable situación del hospital. En las paredes algún niño untó caca, Kronz se encuentra con que las enfermeras calientan comida en los pasillos y que los enfermos han quedado a su suerte, a merced de las moscas, millones de moscas, una obsesión vasconiana que no es sino uno de sus signos para mostrarle a los lectores el horror, y su protagonismo llega al límite cuando el doctor checo llega hasta unos contenedores llenos de placentas por donde pululan miles de insectos.
Cuando Kronz intenta hacerse de una rutina que podría encajar de alguna forma en los manuales médicos, se encuentra nuevamente con su alter ego, el hombre del sombrero, despojado entonces de toda su aura oscura, de su poder como funcionario de un gobierno demasiado lejano en el tiempo y al otro lado del mundo.
Kronz se encuentra cara a cara con Franz Lowell (una directa alusión a Kafka) y finge no reconocerlo, intenta tratarlo como a cualquier enfermo, quizá como se trataría a sí mismo si estuviera en la situación de indefensión en que se encontraba: “Era frágil, triste y tan culpable en el umbral de sus emociones, tan poca cosa, que fue como si el doctor se viera a sí mismo en un espejo”.
Kronz, en ese pequeño infierno que es el hospital, se encuentra a sí mismo envuelto en un pijama beige que usa Lowell. Logra conversar con él, logra, incluso, rememorar en sus charlas las veces que se encontraron antes, en Praga, en Barcelona, en distintos momentos en la ciudad de Quito, y así empieza a hacer las paces con ese doble perseguidor que se le revela al final como un hombre solo —tal como él—, que viaja, que huye —tal como él—, y que ha venido a morir al último lugar del mundo, en una sala de enfermos sin remedio. Para la vida no hay remedio.
Por supuesto, la muerte de Lowell coincide con la debacle en el hospital, cuando Kronz debe salir porque ha puesto al descubierto todas las irregularidades que tienen mermados los recursos. Primero, muere Lowell en medio de un estertor horrendo, en un momento que muestra el horror que existe detrás de los sonidos:
Dominando el incesante estrépito de la lluvia, se oyó un grito salvaje y estremecedor. Sin duda fue el lamento de un hombre que anuncia un largo viaje al final de la noche, ya que venía de muy lejos. El grito se extendió por el hospital, sin llegar a mezclarse con el zumbido casi líquido y sordo de las tuberías del sótano. Fue tan escalofriante que irrumpió en medio de la noche, y al comienzo no supo cómo reaccionar. Había sonado tan humano y desgarrador como si fuera un grito contra sí mismo, contra Dios o contra la inevitable idiotez del mundo.
El otro ha muerto, en medio de una sala de enfermos silenciosos y resignados. Kronz no pudo hacer nada para salvarlo. Y tampoco puede hacer nada para salvar a los seres de rostros opacos que van a morir a ese hospital. ¿Debe morir él también, habituarse tal vez a esa vida donde nada cambia entre malos olores?
Kronz sale del hospital, despedido porque el sistema de corrupción no acepta a un hombre como él. Y se va, pero le queda en la retina la sensación de pesadilla de encontrarse siempre en medio de la inmundicia, de la miseria humana.
Capelo, el valle, La Floresta
Kronz no busca un paraíso, pero por lo menos un sitio donde pueda aislarse del mundo que él no puede cambiar. No se puede. ¿Lo quiso, acaso, alguna vez? ¿Hubiera podido, de alguna forma?
Kronz se atrinchera, de cierta forma, en su casa en La Floresta, un lugar donde tiene un pequeño invernadero y por donde se pasea un gato. Luego, como para alejarse más y darse unas ‘vacaciones’, Kronz renta esta casita en el sector de Capelo y es gracias a esa estancia rural que conoce a Violeta, la enfermera de doña Esther, la viuda del coronel Juan Manuel Castañeda, uno de los personajes más oscuros del mundo vasconiano.
En ese lugar de ‘idilio’ se inicia El viajero de Praga, porque Kronz no puede dejar de recordar, de soñar, de revivir ese sueño que ha sido su vida, su viaje de Europa a América. Como Odiseo, es el ‘héroe’ quien narra sus desventuras, pero en este caso, Kronz se pregunta constantemente si ha vivido aquello, el horror, o solo lo ha soñado, convulsamente, como un niño temeroso que en cualquier momento podría despertar en Praga con la certeza de que su madre ha muerto.
El viajero está condenado a la impiedad y a recordar que estuvo, una vez, en otro lado.
***
Qué extraño ha sido esto de poner sobre el papel la admiración que le tienes a un amigo que camina contigo hace años, que ha estado en las buenas y en las malas, que discute contigo, que pelea, que disiente, pero que también asiente, es afable, cordial y cariñoso, siempre dispuesto a contarte sobre un último libro leído o sobre una película fantástica que hay que ver a como dé lugar. Qué extraño, qué desafiante, así que fue necesario poner un poco de orden y pensar: ¿qué puedo decir de Javier Vásconez que no se haya dicho ya? De la literatura, de quienes la viven día a día, como viajeros despiadados, hay mucho que decir siempre.
Soy obstinada, seguramente opinará Vásconez, pues a pesar de que esta semana se presentó la edición de Novelas a la sombra, una recopilación de cuatro de sus novelas breves, sigo pensando que para mí su mejor obra es El viajero de Praga. Es una novela total, es la novela de un viajero que parte huyendo, que huirá siempre, y que no puede venir a recalar a mejor lugar que al Ecuador, un sitio que, gracias a los artificios y maestría de Vásconez, se convierte en un infierno dividido en estratos, en pequeños universos sórdidos donde el viajero no tiene sino el papel del espectador, del que mira a través del humo, del que, ojalá, pueda contar a alguien sus vivencias por las tierras de la pesadilla.
Por ahí fue mi homenaje: a esos espacios de horror que me exaltaron la imaginación. A ese personaje que vuelve al infernal páramo en La otra muerte del doctor, una de las novelas que están dentro de Novelas a la sombra. A la idea de que la vida no es sino un viaje absurdo en el que nos toca ser despiadados para aguantar, resistir, hasta que la convicción ceda ante el vodka, ante los gritos desgarrados de uno mismo contra el espejo, o ante ese amor que está y no está, en una casa llena de fantasmas.
Notas
1. Vásconez, Javier (2010). El viajero de Praga. Quito: Santillana S. A. Todas las siguiente citas textuales de la novela de Vásconez corresponden a esta edición.