La pregunta que ronda al salir del cine es persistente: ¿por qué los peruanos y ecuatorianos nos declaramos enemigos mucho tiempo y esta película no se hunde en ese conflicto, que no es el bélico, sino el humano que solo al final adquiere un peso específico?
Mono con gallinas sostiene la pregunta, abre otras en cada intersticio de los planos y de las secuencias menos “bélicas” y deja latente la duda del porqué la Guerra del 41 no constituye aún ese motor para entendernos como lo que somos como nación, identidades y referentes en relación con ese otro llamado Perú.
Es difícil entender un conflicto bélico sin los sustantivos que lo sustentan en un momento histórico. Por eso, además, una película sobre un tema de esta dimensión adquiere un enorme sentido que va desde la misma vida como asunto en juego en la disputa militar hasta los resortes de la tensión política e histórica a la que refiere y debe recrear al público presente.
Y no hablamos de esas famosas películas bélicas que Hollywood ha producido por montones, porque hay en ellas unos sentidos manifiestos alrededor de un “pensamiento único”: el poder bélico como sostén de la hegemonía más allá del drama humano y a pesar del mismo. Hablamos de un filme sobre un “conflicto bélico” ocurrido en un momento concreto del Ecuador y sobre el cual todavía pesan prejuicios, lagunas inmensas de sus verdaderas causas, mitos y hasta fábulas que han construido un imaginario por encima del sustento documental y hasta historiográfico. De ahí el mérito de “fabular” con el tema e ingresar en esas zonas ambiguas, oscuras y hasta fantasiosas que este conflicto gesta en las generaciones que no la vivieron o que no se han interesado por él.
No hay duda que Mono con gallinas tiene esa virtud: devolvernos a un momento del Ecuador sin caer en ningún discurso político para entendernos, de algún modo inexplicable, en la realidad que hemos construido desde regionalismos, atavismos políticos y también regionalismos sin mayor sentido social, aunque con alguna explicación histórica. Pero también tiene esa virtud de todo creador: recrear el momento para sostener o posicionar una mirada sobre el acontecimiento hasta saturarlo de su propio entendimiento.
Más allá de lo que en “artesanía cinematográfica” puedan valorar o cuestionar los críticos, esta película ingresa por algunos lugares comunes de su narratividad, al tratar de justificar las escenas iniciales para entender las posteriores. Luego, en esa extraña y a veces inexplicable lógica de toda narración, toma el pulso de los sentimientos de los personajes, del devenir del mismo relato y la necesidad de cerrar la historia con un final que lo explique (o justifique) todo.
De ahí que el espectador advierte el desenlace, pero no se percata de que el director va a colocar una situación subestimada cinematográficamente y que pudo explotar en toda su dimensión: el encuentro de dos grupos humanos, identificados por una nacionalidad y arropados en diferentes banderas y uniformes, abre una explosión de sensaciones y reflexiones de los motivos de la guerra, de las causas individuales en todo conflicto y la paradoja de morir por algo inexplicable y un lugar que a nadie parece importarle o interesarle como botín de guerra.
Por eso, quizá, esta película tiene un peso gravitante en la mirada de lo que es nuestro cine, el cine de estos tiempos, como ocurre con películas que ahora vemos dialogando con nuestros pasados: La muerte de Jaime Roldós y Distante cercanía. Parecería que nos hace falta entender mejor de dónde venimos o, también, inventarnos de otro modo desde dónde salimos a afrontar estos presentes. Incluso, para recrear esos momentos que no tienen una documentación solvente desde cualquier discurso oficial. No digamos que es culpa de los historiadores o de la academia contarnos bien qué ha pasado antes de todos estos tiempos, sino que algunos personajes y medios nos han llenado de muchos lugares comunes, fábulas y falsos relatos, que requerimos de una introspección propia, aunque parezca que no se parecen a los datos “reales” de nuestra historia.
Afrontar ese encuentro entre ecuatorianos y peruanos es un reto enorme, desde el mismo uso de los mitos para ir más allá de la simple anécdota. Es un asunto que nos atraviesa y sobre el cual hemos tenido una mirada esquiva y hasta un tratamiento precario. ¿Hasta dónde hemos creado, sobre este encuentro, un terreno plagado de incertidumbres, sospechas y hasta dudas de toda clase para saber que no hemos tenido nada que ver porque se han hecho desde otros lugares y desde otros discursos?
En otras palabras, un ir más allá en lo que ello implica requiere de una mirada profunda de parte de quien construye la historia o el relato cinematográfico. Posiblemente ajustarse a un solo patrón narrativo impide, como ocurre con Mono con gallinas, abrirse a otras posibilidades de modo que lo esencial se explore desde lo que está ordenando la historia, dejando de lado la camisa de fuerza que es el testimonio de un sobreviviente de ese conflicto, colocando en la malla del relato esos nudos que iluminan mejor lo que vivieron los personajes reales y para también iluminar el mismo conflicto, más allá de lo historiográfico.
Por eso tiene sentido y adquiere potencia el relato cinematográfico, en toda realización, pero en este, como está, plantea esas mil observaciones e interpretaciones para favorecer el diálogo sobre un acontecimiento, gracias a la producción artística como herramienta, también, de conocimiento.