El Telégrafo
Ecuador / Miércoles, 27 de Agosto de 2025

*Spoilers, spoilers en todos lados*

 

Por más esfuerzos en darle una estética Instagram a las 2 horas que dura Her –fotogramas blureados que van entre el violeta y el naranja– el verdadero filtro permanente a través del cual se sigue la historia es la angustia de Theodore: i) trabaja escribiendo cartas personales por encargo, lo que involucra una alta dosis de afectividad personal puesta al servicio de otros (una labor que recuerda al abatido Bartleby de Melville que se ocupaba, en el servicio postal, de las cartas muertas); ii) carga en sus entrañas el peso de un divorcio para el que no se siente preparado, piensa en su mujer todos los días y cree que todo lo que sentirá en el futuro solo serán versiones menores de lo que ya vivió; iii) es dueño de una personalidad altamente sensible: pide canciones melancólicas, percibe fácilmente el ánimo de su mejor amiga, o cuando mira a las personas en la calle no las ve como una más sino como alguien único que ama y sufre. Theodore viene con el sello fragile estampado en rosa intenso sobre un cuerpo trisado.

Entonces, el norteamericano Spike Jonze, guionista y director, nos pone frente a un hombre absolutamente vulnerable, tanto que solo puede relacionarse con no-humanos. Un hombre solitario a quien le entrega un software autodestructivo, un sistema operativo que funciona intuitivamente, basado en el ADN de muchas personas, que es capaz de aprender de sus experiencias. Se trata del mayor avance de inteligencia artificial plasmado en un programa autoconsciente que llega incluso a generar un nivel de sensibilidad inexplicable, ya que no tiene cuerpo, pero es aterrador. Le entrega compañía ficticia, tecnológica, digital, binaria, pero compañía al fin. Theodore lógicamente se enamora de Samantha –el nombre que el IOS escoge para sí mismo– lo que pone en discusión temas como la realidad de los sentimientos, lo imprescindible de la corporeidad en las relaciones interpersonales y cierta exclusividad que reclama el amor humano.

Así como Sartre solía pensar intensamente en cuentos de miedo para sentir miedo, Her, más que una historia de amor, es la historia del amor propio mediante sentimientos reales autoinducidos. Porque si el amor es donación desinteresada al otro, aquello no puede existir frente a un objeto, por más detallista, eficaz y chistoso que sea. Theodore, cuando explica las razones del quiebre de su matrimonio, dice que dejó sola a su esposa tras “chocarse contra un espejo”. Pues Samantha, por más que venga programada con la risa de Scarlett Johanson, es un laberinto de espejos. ¿Son reales los sentimientos que Theodore experimenta? Por supuesto, pero son sentimientos que entran en ese juego de reflexiones falsas en búsqueda de alguna fuga de su misma naturaleza. Es una triste bomba de tiempo. Lo más doloroso es esa unidireccionalidad de afecto, ese autoengaño que, saliendo de la película, se puede dar en cualquier tipo de relación.

 

 

There’s things I wish I knew

There’s no thing I’d keep from you

It’s a dark and shiny place

But with you my dear 

I’m safe and we’re a million miles away(1).

 

 

Estas líneas pertenecen a la canción ‘The Moon Song’ compuesta por Karen O, vocalista del grupo Yeah Yeah Yeahs, que es parte del soundtrack de la película. En la historia la escribe Samantha para cantarla mientras Theodore toca el ukelele. La música evoca cercanía y lejanía, realidad y ficción, seguridad y abandono: esa dualidad esquizoide en la que nos sumerge la tecnología. En un punto de quiebre de la película, ilustrado por Jonze a través de la metáfora de la tetera con agua en punto de ebullición, el sistema operativo conversa –o, mejor, tiene varias conversaciones simultáneas– con Alan Watts, escritor británico interesado en la filosofía de las religiones. No es coincidencia que Watts, en 1966, haya escrito en su obra The Book: “Toda información vendrá en aparatos electrónicos apenas imaginados. Esto permitirá que el individuo se extienda por todo el mundo sin mover su cuerpo, incluso a regiones distantes en el espacio. Será un nuevo tipo de individuo: un individuo con un colosal sistema nervioso alcanzando hacia afuera, hacia el infinito”. Samantha encuentra en la materialidad su gran punto en común con Theodore: una coincidencia mucho más antigua que la existencia del mismo hombre sobre la Tierra. El sistema operativo poco a poco empieza a conocer sus potencialidades, sobre todo sensibles, lo que es el inicio del desastre, de la vuelta a la realidad.

Desde la Antigua Grecia al hombre siempre le ha asombrado el misterio de su cuerpo; un misterio que siempre se ha debatido entre la unión-desunión con la experiencia de su interioridad espiritual. Platón, por ejemplo, identifica al hombre con su alma; el cuerpo no sería más que una trágica cárcel de la cual en algún momento nos despojaremos. Algo parecido sostendría el francés Descartes, ya en el siglo XVII, al separar drásticamente en el hombre 2 compuestos: res cogitans y res extensa, la realidad pensante y la realidad material, alma y cuerpo. Aristóteles, en cambio, aun siendo discípulo de Platón, es fundamento de otra tradición, aquella que une de manera sustancial ambos principios. Tal es así que la distinción alma-cuerpo sería real –no son la misma cosa– pero solamente puede ser pensada. A favor de esta postura están los estudios médicos del hombre como un ser psicosomático que siempre, ante cualquier estímulo externo, se verá afectado en ambas realidades, en su psique (alma) y en su soma (cuerpo). ¿Qué tiene todo esto que ver con la película de Spike Jonze?

Pasa que en Her estamos frente a una relación sentimental real entre un cuerpo y un no-cuerpo. Y no solo eso; Jonze prueba un experimento: utiliza un tercer elemento, una mujer que admira la “pureza” del amor entre el escritor y el sistema operativo, que está dispuesta a prestar su cuerpo para que la relación pueda llegar a un nivel físico. “Dime que me amas”, dice Samantha a Theodore por el audífono, mientras él tiene al frente a una atractiva rubia que nunca antes ha visto. Por más que, desde Descartes, nos esforcemos continuamente en comprendernos –degradarnos– a nosotros mismos como una entidad meramente biológica, siempre llega la confusión. Siempre el resultado es una agudización de la soledad. Se trata de un ensayo que definitivamente supera la sensibilidad de Theodore.

El poeta mexicano Octavio Paz en La llama doble señala que la exclusividad es la primera nota característica del amor humano. Una exclusividad que tiene que distanciarse del mero afán de posesión y más bien transformarlo en entrega, exclusividad que no nos distancia del tejido social en el cual estamos insertos. Aquí entra la gran tragedia del protagonista, cuando está sentado en las gradas del metro viendo cómo todo el mundo sube, todos encapsulados en sus mundos, probablemente cada uno mirándose en los espejos de su sistema operativo. Por más que Samantha dé todas las explicaciones posibles a sus preguntas –¿estás hablando con alguien más ahora? ¿estás enamorada de alguien más?–, salen de la boca del quebrado Theodore las palabras con las que virtualmente termina la película: It doesn’t make any sense(2).

 

Notas:

1. Hay cosas que me gustaría saber / No hay nada que no te diría / Es un lugar oscuro y brillante / Pero contigo, querido, estoy a salvo / Y estamos a un millón de millas de distancia.

2.  Eso no tiene ningún sentido.