El Telégrafo
Ecuador / Lunes, 25 de Agosto de 2025

No es frecuente que en la literatura aparezca el tema de la infancia, con su carga y complejidad de un mundo vivo y a la vez devastado. Y si se hace, su representación suele ser fragmentaria y elusiva, como un mero evento justificativo de una acción posterior.

La infancia, en esencia, es el mundo cerrado en el que estamos desnudos. Aquí radica su extraño e inexplicable pudor, pues, es allí donde se prefigura ese proceso largo denominado «adultez», que no es más que la enorme mentira de eludir la niñez para negarla, como si esta no fuese la piel a la que estamos adheridos.

Se habla de la infancia como de una patria. «La Edad de Oro», la llama Martí. Para otros, el concepto soslayado de esa sensación natural y contenida de la nostalgia. O simplemente, el No-lugar, donde en la antigua tradición cristiana entraban los niños al morir.

El escritor colombiano Guido Tamayo, en su novela Juego de niños, breve y de estructura especial (Literatura Random House, 140 pág. Bogotá, 2016), nos presenta una trama cifrada y abierta como un crucigrama, para conducirnos a otra parte. Nos deja en esa casa lejana que guardamos y nos vincula al ejercicio sutil y provocador de nuestros primeros secretos. Nos convoca a una mirada doble y simultánea, la que se describe en la narración y la que circunda nuestra memoria, resarcida, cuando tratamos de atar los cabos sueltos de nuestra propia infancia.

En una casa de clase media, ubicada en el barrio La Soledad (que se encuentra en el corazón de la ciudad), con su emblemático parque lineal (y el lugar donde se asentó, para los ojos asombrados de unos niños, el primer centro comercial de la urbe); unos padres tradicionales —Juliana, la madre, el referente silencioso del hogar, y el padre, quien aparece después de su trabajo—; las soterradas discusiones que se producen en la alcoba: «Lo que los niños escuchan cuando los padres creen que duermen»; la abuela Encarnación, el silencio que deambula por corredores y espacios divididos; los dos hijos (Miguel, el menor, tímido y cómplice; Lucho, el mayor, audaz, despreocupado); el invitado que llega a la casa como hermano, Fernando; Isabel, la muchacha de servicio, de una belleza «natural como una naranja»; y Blanca Luz, la madre ausente de Fernando, conforman un cuadro familiar, entrecruzado y vivo, gracias al relato interior de quienes habitan la casa. Una conversación intensa que no sale de los labios, pero al final, busca su desciframiento en el tiempo desesperante y anodino de los adultos. Son secuencias fugaces que se asemejan a una respiración prolongada, que se contrae y vuelve a desplegarse, para dejarnos en unos escalones que ascienden y descienden: las sombras, los atisbos del amor, la tolerancia, la cobardía, la amistad, la compasión, las rivalidades, la prepotencia, las incapacidades físicas, la sexualidad; para develarnos el mundo dispar y disperso que se fragua en la infancia.

En su primera novela, titulada El inquilino (también publicada por Random House, en 2012), Guido Tamayo ya nos había alertado de su talante de escritor con una prosa certera, abierta y sugerente, casi íntima, no exenta de lirismo, pero concreta como quien busca alejarnos de «la infección sentimental» en la que tan fácil se puede caer cuando hablamos del mundo duro y cerrado que nos rodea y, que en Juego de niños, vuelve a desplegarse para preguntarnos: ¿Cómo fue?