El lenguaje es un término y ciertamente un límite, de allí que borronee una y otra vez este texto y me pregunte qué escribir sobre un autor que cruzó esa línea y que en ese gesto radical y señero ha construido una obra sin precedentes en cuanto al alcance de su visión e imaginación poética. Qué escribir sobre un ser humano que ha trazado poemas kilométricos en el cielo y en el desierto. Qué escribir siendo que él mismo ha convertido al poema en un suplemento, un testigo de la historia, tanto personal como de la propia humanidad, sintetizada en minutos, horas, un atardecer o la mañana siguiente de un día que aún no llega. Sin duda no es fácil. Siglos y siglos de representación y poesía como género literario enfrentados a la pasión de un solo hombre nacido en Chile a mediados del siglo pasado y cuya existencia, como muy pocas, es una singularidad incesante, un instante de infinitud, que frente a la intemperie y prepotencia de la realidad ha sabido erigir y darle nuevamente fulgor a ideas que creíamos obsoletas como la belleza, el genio y la trascendencia en un solo gesto que es su propia vida.
Muchos de esos instantes se han hecho cruciales y pioneros en múltiples sentidos. Desde su núcleo familiar con un padre que muere a sus 2 años o una abuela italiana leyendo a viva voz La Divina Comedia hasta su amistad desde la adolescencia con Juan Luis Martínez, emblema de la neovanguardia nacional. Desde su precoz y difícil vida matrimonial y laboral hasta cumplir la mayoría de edad poco antes de mayo del 68 en el contexto de las revueltas universitarias en Valparaíso donde estudiaba. Desde su fenomenal, abrupta y polémica irrupción en la vida literaria a mediados de los setenta hasta culminar su obra con un libro monumental y el aún proyecto en los acantilados del norte de Chile.
No es fácil escribir sobre Raúl Zurita, más aun cuando estas páginas se saben unas más de los cientos, o quizá miles, de artículos que se han hecho sobre él y su obra a lo largo y ancho del mundo. Pienso en las reseñas a sus libros traducidos al hindi, bengalés, chino, japonés, checo, inglés y todas las lenguas romances, pasando por textos académicos en su mayoría tímidos, un tanto evidentes o lo peor de todo, sobreactuados. Pienso en una lista no menor consumada por sus detractores y murmuradores profesionales que como un anexo de su propia obra son personajes menores de su versión local del infierno. No es fácil ser un buen lector de uno de los poetas más importantes de la lengua castellana cuando se tiene el privilegio de una amistad entrañable y ciertamente poderosa.
Me convenzo cada día más que un escritor, digo un escritor de verdad, no es solo su obra, ni tampoco su vida, sino que la mezcla de ambas, el delirio que las une, la forma en que se aman y repulsan, es decir, su imaginación y, cuando menciono esta palabra, estoy pensando en ese proyecto de obra que aún no existe salvo en su propio autor, en sus noches sin dormir, en sus papeles rayados una y otra vez, en conversaciones que nadie termina de entender. Allí radica su don, su energía y su transformación. Eso es lo que admiramos de un artista, al menos yo. Por esa razón es que la visión integral de Zurita convierte al libro en un mero simulacro de otra cosa mayor y a la vida en un mapa imposible y radical que solo se vislumbra en el fulgor de cientos y miles de vidas que aparecen y se apagan, ya sea en las dictaduras latinoamericanas, en las guerras mundiales o en los grandes infiernos de la humanidad.
En las lecturas que se han hecho sobre Zurita ya es un lugar común hablar de los documentos científicos intervenidos, referirse al lugar prioritario de la geografía o la pregunta por la relación entre lo biográfico y la obra. Ciertamente son entradas posibles para algunos de sus libros, pero creo que la crítica más especializada no ha sido tan meticulosa como lo han sido sus críticos más acérrimos. Es en ese punto en el cual esta lectura quiere situarse desde una serie de procesos que tienen que ver más bien con la obra de arte y la inscripción que con el estatuto de su escritura y lo meramente literario.
Para esto hay que partir de una deducción que parece evidente en una mirada inicial, pero que por lo general, queda como una mera impresión de contexto histórico y es el hecho de que su obra es una obra de arte en el sentido que va desde Beuys hasta Banksy, pero al mismo tiempo desde Francis Bacon a Van Gogh y a su vez llega a la Florencia renacentista o a los primeros días después de la caída de Troya. Cuando una obra puede transformar cada uno de sus devenires en una genealogía, sin que eso signifique una historia de la historia del arte, estamos ante un objeto que rompe el primer fundamento de la física clásica: el tiempo y el espacio. Es tan así que se ha dicho de Zurita que es el último de una época, el último en levantar una épica, el último en alzar su voz en un canto, sin embargo es a la vez el primero en deconstruirlas para darles un nuevo lugar en un mundo rompiéndose en pedazos.
De este modo, Zurita no concluye una etapa sino que inaugura otra, una que estamos viviendo plenamente en Chile y Latinoamérica: una poesía que se escapa a los estatutos del neobarroco, pero también a la antipoesía y al coloquialismo, que decanta el aura vanguardista pero sin confirmar ninguna de sus reglas, que indaga en su imposibilidad mediante conmovedoras intervenciones en el propio cuerpo y el cuerpo social, que se pregunta desde una frágil y quebradiza existencia por las grandes y universales pasiones humanas. Desde que desistimos en pensar la poesía como una tradición y patrimonio nacional es que este sentido de poeta latinoamericano ha tomado una fuerza sin precedentes y muy en parte a Zurita que ha dejado más que claro que los límites, ya sean el firmamento, las geografías o cualquier tipo de márgenes, existen solamente para que cada hombre y cada mujer sea un artista de su propia vida, es decir, pueda vislumbrar sus propias fronteras y hacer que se desplacen, se plieguen, se reagrupen en nuevos sueños colectivos, en lo que él mismo ha querido llamar el Paraíso, o mejor dicho, esos instantes del Paraíso.
De nuestra loca geografía se nos ha venido diciendo desde la escuela que Chile limita al norte con el desierto, al sur con la Antártica, al este con la cordillera y al oeste con el océano. Este dato no tuviera mayor importancia y sería un lugar común más de la educación tradicional si no fuera porque justamente en su simpleza radica una verdad profunda: estamos encerrados, y no solo de manera geográfica sino que ese estado de clausura se ha mantenido presente en nuestra idiosincrasia mestiza desde la conquista y colonia hasta el día de hoy. No obstante, estos límites naturales en la obra de Zurita son puestos a prueba desde la alegoría y el canto, como el derrumbe de las paredes de Jericó al son de las trompetas. Zurita ha cantado a esos márgenes justamente para que desaparezcan como límites y solo queden su colosal belleza y testimonio para el porvenir. El Desierto de Atacama, el océano Pacífico, la Cordillera de los Andes y los glaciares de Chile son esas fronteras que aparecen recurrentemente en su obra como si cada vez que fueran cantadas esos confines se movieran, se arrebataran y fueran libres de los nombres y utilidades que les hemos dado como civilización.
Sin embargo, leo la obra de Zurita no justamente desde esa geografía, esos paisajes, esos territorios espectrales sino desde el tiempo. Cada uno de sus libros ha tenido un momento en que se convierte en lo que es, pero a la vez deja de serlo. Ya sean acciones autoflagelatorias, poemas en el cielo o el desierto o una enfermedad que hasta el día de hoy no tiene cura son el origen o al menos las vivencias que conciernen y convocan a esas obras desde la obra mayor que es la propia vida, que es el eufemismo para no mencionar a la muerte. Es el tiempo poético el gran efecto que la obra de Zurita produce: resumir milenios como los que hay desde el llanto de Helena en los segundos que demoran en caer sus lágrimas o los momentos de tortura que pasan a ser siglos de dolor que jamás se borrarán en quien los padeció. De allí que su conocido verso en el Memorial de los Detenidos Desaparecidos, “Todo mi amor está aquí y se ha quedado pegado a las rocas, al mar, a las montañas”, haga de esa ruina un monumento al tiempo, a lo que nunca se fue y a lo que siempre se permanecerá.
Desde este punto de vista es que Purgatorio (1979), el primer libro en la obra de Zurita, lo he querido leer como la historia desde el atardecer del sábado 4 de mayo de 1974, cuando aparece en el diagnóstico de la psicóloga Ana María Alessandri, hasta el lunes en el que, como se dice en dicho documento, se cotejarán los encefalogramas (adjuntos al final del libro) y se confirmará la psicosis de tipo epiléptico. El punto medio de ambas, es decir el domingo, es justamente la entrada al libro con la serie ‘Domingo en la mañana’ que es desde donde se inicia el delirio que a la vez confirma y ridiculiza el parte médico, pero también es el parte de bautismo de la escisión de ese tal Zurita que aparece por primera vez desdoblado creando así una de las utopías más celebradas: la separación entre quien escribe y el sujeto que es escribiéndose. Coincidentemente o no, tienen el mismo apellido, Zurita. Todo esto cobra sentido un año después cuando el poeta en un acto de total desesperación, como él mismo ha señalado, en un acto inmensamente solitario, se quema la mejilla con un fierro al rojo vivo frente a un espejo. Es ahí cuando Purgatorio emprende vuelo como obra y ya no como una serie de textos que esperaban conformarse bajo una rigurosa estructura. Ese es el instante que quedará significado en la portada de la primera edición del libro.
Por su parte Anteparaíso (1982) está signado por las escrituras en el cielo de Nueva York ocurridas el 2 de junio de ese mismo año. Es aquí donde se despliega toda la intensidad de la geografía que Zurita ha hecho un ícono en su imaginario. No obstante, todas esas incontables playas, esas colosales cordilleras llamadas también hoyos del cielo, esos pastizales, llanuras y valles descritos con inimaginable belleza y fantasía adquieren el valor de obra cuando se nos cuenta que el autor atentó contra sus ojos para no ver su propio sueño hecho realidad. Todos los paisajes descritos en el libro se nos transforman al enterarnos de dicho gesto que es lo más parecido a la belleza. La narradora Diamela Eltit, esposa del poeta en aquel tiempo, escribió al final de Anteparaíso: “El 18 de marzo de 1980, el que escribió este libro atentó contra sus ojos, para cegarse, arrojándose amoníaco puro sobre ellos. Resultó con quemaduras en los párpados, parte del rostro y sólo lesiones menores en las córneas: nada más me dijo entonces, llorando, que el comienzo del Paraíso ya no iría. Yo también lloré junto a él, pero qué importa ahora, si ése es el mismo que ha podido pensar toda esta maravilla”. No obstante, la ya mencionada monumentalidad y grandiosidad de estos paisajes nos son arrebatados, ya que ese poema escrito en el cielo nos está diciendo que ambos son segundos, minutos antes de esfumarse, desvanecerse, desaparecer. Las playas de Chile y Mi Dios es cáncer, las cordilleras del Duce marchando y Mi Dios es hambre, los valles de la malquerida y Mi Dios es vacío que duran exactamente los mismos instantes y esa es su trágica belleza: poner frente a nuestros ojos una de las hazañas más anheladas de la humanidad como lo es ocupar el cielo y no solamente contemplarlo, bocetear esa página en blanco de Dios, ese lugar que las diversas civilizaciones desde la prehistoria y a lo largo y ancho del planeta han mirado con arrobo y metaforizado como quizá la única imagen de la trascendencia, la divinidad, de la muerte.
La Vida Nueva (1994) es el libro que cierra este tríptico y su marca temporal es el poema de 3 kilómetros que cruza el desierto de Atacama, en el cual se inscribe: “Ni pena ni miedo”. Son más de 500 páginas que alternan varios poemas referentes a los ríos de Chile, recopilación de sueños de pobladores, dibujos del propio autor de rostros y perfiles de seres amados en el cielo. Quizá ha sido el libro menos leído y atendido del autor a pesar de ser la culminación de esta primera parte de su obra en la que se conjugan el canto, la naturaleza, el poema de poderoso y largo aliento que lo emparenta con nuestros clásicos locales.
Pablo de Rokha cantó desde el delirio a lo que está dentro, inhóspito y perdido en esas geografías, es decir, al pueblo y sus costumbres arraigadas en la pobreza y soledad de los campos. Vicente Huidobro le cantó al océano como nadie con su ‘Monumento al mar’ y al cielo pero visto desde sus propias nubes vanguardistas. Gabriela Mistral cantó en voz baja y áspera a esas montañas desérticas del norte y el desamparo de los oprimidos. Pablo Neruda fue más lejos y cantó a todo lo anterior con su acento, su tono, su voz vibrante y vasta, en varios de sus libros pero, sobre todo, en ese hito latinoamericano que es el Canto General que el autor ha celebrado en diversas ocasiones como uno de los más, o tal vez el más, grande poema en lengua castellana.
Zurita es heredero de esta tradición como todos los poetas chilenos lo somos queramos o no. Pero su canto no se trata de la contemplación que le dio vida a la poesía moderna, sino que es una intervención en una contingencia, entregándole así el estamento de contemporaneidad a la palabra que no se conforma con ser sino que también quiere estar. No solo es deseo estético sino también crea una necesidad política. Esto mismo ha llevado a entender a la obra de Zurita como la última de una larga tradición no solo chilena sino latinoamericana y, quizá, universal, pero estamos convencidos como que de fondo es todo lo contrario.
Finalmente, Zurita (2011) es el cierre, y la segunda mitad, que el autor ha anunciado con respecto a su obra comenzada con Purgatorio, y no tan solo el término sino el preámbulo a una de las intervenciones poéticas más imponentes de que tengamos memoria. Se trata de la inscripción de un poema de 22 versos en los acantilados que dan al mar en el norte de Chile, que por cierto, son inesperadamente protagónicos estos últimos meses con la demanda de Perú ante el Tribunal de La Haya. Esta obra que supera las 700 páginas entre las cuales se absorbieron libros anteriores como El paraíso está vacío (1984) o INRI (2003), o también fragmentos de los libros ya mencionados bajo el nombre de ‘Ruinas’. Es un agujero negro que invierte el tiempo y los espacios, a modo de un negativo, un renacer desde el fin hacia el origen. En su marcha a través de los siglosno tan solo un niño suponemos llamado también Zurita habla con su padre muerto sino que también hace un repaso por los fragmentos de esa vida, los fragmentos de esa dictadura de Pinochet, los fragmentos de esas guerras mundiales simbolizadas por Little boy, de todos los fantasmas que habitan un siglo llamado veintiuno y que quizá sea la síntesis de las más atroces aberraciones, pero también de los más increíbles descubrimientos en neurociencia y física cuántica. Una visión del ángel de la historia sobrevolando a toda velocidad los campos de concentración alrededor de todo el mundo como si en ellos encontrara la similitud perversamente exacta con las descripciones del “Infierno” de Dante. Allí se unen realidad y ficción de una manera tan cruenta y desoladora que es imposible que el poeta no haya visualizado el horror y el dolor tanto de esa tragedia como de esa primera parte de La Divina Comedia. La delgada línea que las separa son cerca de 700 años y 700 páginas, pero aun así, Zurita ha establecido un puente simbólico entre la historia contemporánea y la historia de la humanidad.
Me he enfrentado a momentos como este varias veces antes. Digo, enfrentarme a una página en blanco e intentar escribir sobre Raúl Zurita. Hasta ahora el objetivo no se había cumplido. Tampoco sé si hemos llegado a puerto. Si no fuera por él yo no estaría aquí. No me refiero solo a esta invitación como poeta a escribir sobre otro poeta sino en la poesía misma. Nos conocemos hace 15 años. Fue el primero en leerme y confiar en lo que leía. Ya no hay poetas tan generosos con el futuro ni tan clarividentes con el pasado. Raúl es más importante de lo que él cree y nos concierne más que lo que imaginamos no solo como poesía escrita en castellano. Yo le digo sin atreverme a decírselo: no morirás.