La primera temporada de la serie estadounidense True Detective (2014), es una de las obras de ficción (libros incluidos) más impactantes de los últimos tiempos. En aquella temporada inicial, era como si el ambiente de la literatura sureña de Estados Unidos hubiese concretado su transubstanciación hacia el universo televisivo, como si por fin el lenguaje de Cormac McCarhty, William Faulkner o Carson McCullers se hubiera terminado de adaptar a las pantallas. Algo que ya venía aconteciendo en el séptimo arte gracias al cine negro y, en la actualidad, por ejemplo, merced al talento de los hermanos Coen en películas como Barton Fink (1991) o Sin lugar para los débiles (2007). True Detective surgió como una serie prometedora, sin embargo, la segunda temporada, que se terminó de emitir en agosto de 2015, está a un paso de trizar la convicción de sus creyentes, más por el abuso de los personajes estereotipados que por cualquier otra cosa.
True Detective es una creación, para la cadena HBO, de Nic Pizzolatto (Nueva Orleans, 1975), un escritor de origen italiano que subsistió, durante la infancia, en las cloacas de la pobreza, rodeado de gamberros e ignorancia, una situación que se refleja en la dureza de sus guiones. Su novela Galveston (2010), en palabras del crítico del The New York Times, Dennis Lehane, es como “un delirio incandescente de una belleza deshilachada y abrumadora. Recuerda solo a los mejores ejemplos del género”.
Los ocho episodios de la primera temporada de True Detective conforman una clase maestra del género. Se trata de un policial metafísico que parece el entrecruzamiento de la novela Meridiano de Sangre (Cormac McCarthy, 1985) y la emblemática serie de televisión Twin Peaks (David Lynch, 1990), más que nada por la proliferación de la violencia, que bulle al interior de un universo dominado por una ontología sexual malsana.
En la serie, se narra la búsqueda de un asesino serial -durante 17 años- por parte de los detectives Martin Hart (Woody Harrelson) y Rustin Cohle (Matthew McConaughey). Hart es un hombre chapado a la antigua y pragmático. Cohle es anómalo: un seguidor del pesimismo de Arthur Schopenhauer, un sujeto que trata de coartar su vida mediante el vicio.
La atmósfera de la temporada podría resumirse en un diálogo desgarrador que acaece después de que los personajes regresan de la escena del homicidio de una muchacha que aparece ataviada con unos cuernos de alce y un tatuaje, a manera de tótems. Los detectives están en un vehículo; Hart al volante. El cielo azul refulge. Las llanuras de Luisiana, por el movimiento, lucen como un paisaje impresionista:
COHLE.- La gente, acá, ni sabe que existe otro mundo. Podrían estar viviendo en la maldita luna.
HART.- Hay todo tipo de guetos en el mundo.
COHLE.- Es todo un gueto, hombre. Una enorme cloaca en el espacio.
HART.- Hoy esa... escena. Es la cosa más jodida que he visto. ¿Te puedo preguntar algo? ¿Eres cristiano, sí?
COHLE.- No.
HART.- ¿Para qué tienes la cruz, entonces, en tu departamento?
COHLE.- Es una forma de meditación.
HART.- ¿Cómo es eso?
COHLE.- Contemplo el momento en el jardín, la idea de permitir tu propia crucifixión.
HART.- ¿Pero no eres un cristiano? ¿Entonces en qué crees?
COHLE.- Pienso que la gente no tendría que hablar de este tipo de cosas en el trabajo.
HART.- Espera, espera. Hace tres meses que estamos juntos y no escucho nada de ti. Hoy, en lo que nos metimos, ahora... Hazme una cortesía ¿Ok? No estoy intentando convertirte.
COHLE.- Ok. Yo me consideraría un realista, pero en términos filosóficos soy lo que se llama un pesimista.
HART.- Ok. ¿Qué significa eso?
COHLE.- Significa que no soy divertido en las fiestas.
HART.- Déjame que te cuente, no eres tan fabuloso fuera de las fiestas tampoco.
COHLE.- Creo que la conciencia humana es un trágico traspié en la evolución. Nos volvimos demasiado conscientes de nosotros mismos. La naturaleza creó un aspecto de la naturaleza separada de sí misma. Somos criaturas que no deberían existir por ley natural.
HART.- Eso suena como una porquería total.
COHLE.- Somos cosas que trabajan bajo de la ilusión de tener un ser, una secreción de experiencia sensorial. Programados con la seguridad total de que cada uno es alguien. Cuando de hecho cada uno es nadie.
La segunda temporada de True Detective plantea todavía un interesante policial (tal vez demasiado redundante), pero que no llega a la altura de la anterior entrega. Están todos los vicios reunidos: el detective cocainómano y alcohólico Raymond Velcoro (Colin Farrell); Frank Semyon (Vince Vaughn), un mafioso con escrúpulos que parece escapado de una película de Martin Scorsese; la agente promiscua, Ani Bezzerides (Rachel McAdams); el policía que no acepta su homosexualidad, Paul Woodrugh (Taylor Kitsch)…
El tormento que emana de las existencias de estos cuatro personajes es intranquilizador. Los diálogos, trabajados con la misma carga existencialista de la primera temporada, se desordenan en una polifonía de sucesos y dispersan la potencia del conjunto. A pesar de esta falla estructural en la escritura de Nic Pizzolatto, aún se puede entrever su oficio; sobre todo, su capacidad de trenzar ambientes sombríos.
El cuarto episodio ejemplifica el talento del guionista: Frank Semyon se levanta de su ruina y adquiere potencia cuando decide reorganizar su negocio a través del tráfico de drogas. Las profundidades humanas de Velcoro, Bezzerides y Woodrugh se aclaran mediante el análisis de sus traumas pretéritos. Sin embargo, no es el factor vivencial el que le otorga fluidez al capítulo, ni los planos bastante logrados, ni la música demencial... es la rapidez con la que se desarrolla un tiroteo contra unos supuestos narcotraficantes mexicanos que se encomiendan a la santa muerte, en una populosa avenida por la que transita una manifestación. Velcoro, Bezzerides y Woodrugh orquestan el baño de sangre. Los civiles son carne de cañón y los policías figurines de tiro al blanco.
La obra está pensada para mirarse de golpe. Mediante el conjunto se puede apreciar la intención de su creador, porque los cabos sueltos se solidifican cuando los conflictos de las subtramas se interconectan y resuelven. Al final.
La serie está ambientada en Vinci, una ficticia ciudad industrial de California: el basural donde los mafiosos, empresarios, políticos y policías corruptos, entre otros, levantaron sus fortalezas. La corrupción, en todos los niveles, convierte a Vinci en el lugar idóneo para que impere la forma más degradada del darwinismo social. Prima la apariencia. La maldad llega hasta las altas esferas, espacios copados por dignatarios envejecidos que se rodean de reinas de belleza ucranianas y prostitutas, mientras despilfarran un dinero que han amasado con pólvora.
El mal desfila. En Vinci no hay un resquicio por donde afluyan las buenas intenciones. Las madres les roban a sus hijos. Hay violadores sueltos que ensucian el instinto paterno. Los niños son acosados de forma sistemática en unos colegios donde no hay miedo ni esperanza. Los gurús hablan de Allen Ginsberg mientras sus hijas se prostituyen. El sexo se practica al borde del coma etílico o bajo el influjo de drogas sicodélicas, y su resultado es un remanente patético de culpa católica.
Visualmente, la serie se ralentiza. Las costuras del proceso de la edición son notorias. Hay quiebres y saltos abruptos que producen desasosiego, pero no aquel que se experimenta mirando alguna película de David Lynch, sino como si el tiempo newtoniano (cotidiano) estuviera experimentando fugas de coherencia. Porque no hay elementos sobrenaturales en el producto de Pizzolatto. El mal es una condición más que una entidad: rige las acciones humanas, en una realidad donde no existen los dioses, una realidad viscosa, como si a Samuel Beckett le hubiera dado un ataque de realismo.
Este hecho es excesivo, si se considera que el género de la tragedia, y su fascinación por las muertes súbitas de sus héroes -al estilo shakesperiano-, también es un elemento de esta nueva entrega. La saturación es la norma: muchos personajes e historias, demasiadas vueltas de tuerca, un final predecible. Del policial metafísico de la primera temporada pasamos a una serie que recuerda más a los productos estereotipados, de gran calidad, al estilo de Los hijos de la anarquía (Kurt Sutter, 2008-2014) o El capo de Corleone (Alexis Cahill, Enzo Monteleone, 2007), productos que siguen demasiado al pie de la letra las normas del gusto.
Las malas críticas de los seriéfilos, que saturan las redes sociales, son desmedidas e injustas. La serie se deja ver, por lo menos si se llega sin la expectativa que generó la primera temporada. Hay momentos que poseen un lirismo digno de ser degustado, como cuando el buen mafioso Frank Semyon es visitado por los fantasmas de su pasado, o cuando Raymond Velcoro estalla en una crisis de dipsomanía y drogadicción cuando acepta ceder la custodia de su hijo. Sin embargo, las actuaciones no son memorables. El policía homosexual, interpretado por Taylor Kitsch, está sobrando, y Vince Vaughn es demasiado bonachón para interpretar a un jefe de la mafia: le falta altura y cinismo. Tal vez el resultado hubiera sido otro si Pizzolatto se enfocaba en darle verosimilitud al personaje de Velcoro, y en potenciar su interacción con Ani Bezzerides, quienes repuntan la trama con sus papeles. Pero no se podía repetir la misma fórmula de la temporada anterior: la dupla Harrelson-McConaughey es insuperable. Todavía hay que esperar, con ansias, el resultado de la tercera temporada. No todo está perdido si se aprecia la totalidad. True Detective es una historia que trasciende el entretenimiento.