El Telégrafo
Ecuador / Lunes, 25 de Agosto de 2025

Si me propusiese escribir un relato sobre una autora, sin duda elegiría a Liudmila Petrushévskaia, pues tiene, con su chal negro y su sombrero de ala ancha decorado con terciopelo, algo de sofisticación y mucho de hechicera que encanta con notas de piano, canciones, pinturas, artículos periodísticos, guiones para radio y televisión, traducciones y, sobre todo, cuentos. Escribiendo cuentos, esta artista moscovita nacida en 1938 ha puesto muy en alto el nombre de los maestros de las letras rusas que la antecedieron, en especial el de Chéjov, cuentista y dramaturgo a quien le debe, como Carver, Tres rosas amarillas, por haberle enseñado el complejo arte de la introspección.

 

Pero no solo con Gogol y Dostoievski, Tolstoi y Lermontov tiene una deuda, sino también, según sus propias palabras, “… con la tradición oral femenina rusa, con aquellas narradoras extraordinariamente talentosas que cuentan sus historias sin inventar nada”. Más aún; de tanto conceder, en sus páginas, voz y presencia a mujeres de diferentes ámbitos y estratos, Petrushévskaia se ha convertido en madre de la literatura feminista posmoderna de su país.

 

Alcanzó notoriedad en la década del setenta con la novela Tiempo de noche y un par de relatos publicados en una revista de Lituania y, sin embargo, no todo el camino se le puso lleno de rosas amarillas. Al contrario, su posterior trabajo, Svoi Krug, desmitificó la intelligentsia soviética de los años ochenta, los enredos sociales y la podredumbre política y fue premiada, como era de esperarse, con censura y limitaciones editoriales.

 

“Los miedos que presenta Petrushévskaia no suenan a los aullidos espectrales ni a las cadenas de los fantasmas de los universos góticos”.Pero Petrushévskaia supo atravesar el fuego cruzado del siglo XX casi sin quemaduras, casi sin vendas, y a inicios del nuevo milenio ve sus obras publicadas en más de treinta idiomas y sus piezas teatrales representadas en casi todo el mundo y, por si fuera poco, recibe los premios Pushkin (2003), Stanislavski (2005), Triumph (2006) y el Mundial de Fantasía de Estados Unidos (2010), por Érase una vez una mujer que quería matar al bebé de su vecina. Premios todos muy merecidos, en especial este último, pues hay que acordar algo: asustar no es fácil, no se trata de esconderse detrás de la pared y sorprender con un grito a los incautos. Para asustar es necesario saber, como Petrushévskaia, posibilidades de Manipea, o dicho en otros términos, conocer la forma de la sátira de la literatura clásica griega donde la prosa se sumerge en las noches del inframundo para hablar con los muertos y así burlarse de los vivos. Para asustar es necesario conversar con los desaparecidos, lo que se logra, según la receta de Odisea, bebiendo sangre humana.

 

Más todavía; para asustar hay que saber que la literatura del mal exige —como bien apunta Georges Bataille en su ensayo sobre Marcel Proust—, que se iluminen las sombras, caso contrario uno podría sorprenderse, al mejor estilo del divino Marqués, coleccionando depravaciones sin que asome jamás, como le reclamaba Restif de la Bretonne en su Anti-Justine, el sutil zapatito de tacón que resalta la brutalidad de un acto.

 

Los miedos que presenta Petrushévskaia no suenan a los aullidos espectrales ni a las cadenas de los fantasmas de los universos góticos. Al contrario, el terror que ésta presenta en la primera parte del libro se nutre de las narraciones populares de aparecidos y cuentos tradicionales del folclor eslavo. Hay que señalar no obstante, que la autora rusa narra, con recursos de estos géneros, historias más modernas; sale a bailar por ejemplo, con el cuerpo insepulto; con el militar que por desoír la advertencia de su esposa muerta sufre los brutales castigos que se infringen desde el más allá; con el lázaro que se levanta y vuelve a mezclarse con los suyos hasta que las fechas de las lápidas y los cabos que no se atan demuestran que no era más que un fantasma de carne y hueso; con personajes y situaciones, en suma, de los años en que los milicianos regresaban a casa con brevísimas licencias y se libraban guerras frías en territorios calientes y distantes y que siempre terminaban en desastres de este y, sobre todo, el otro mundo.

 

A este segmento pertenece la historia que da titulo al libro, “Érase una mujer que quería matar al bebé de su vecina”, crueldad refinada que asusta con maldades nutridas, no en fosas removidas, sino en las entrañas de la mujer estéril que un día le suelta la rienda a sus celos y mata al bebé de su amiga y compañera de departamento con sosa caústica.

 

Alegorías, el siguiente segmento de libro, ofrece historias que emanan una rara adrenalina. En estos, la autora asusta con aquella colección de miedos reales que vuelven desagradable la vida y que desde la época de Crimen y castigo pueblan la literatura y causan más desvelo que el café: el brote, en una ciudad, de una peste que obliga a las personas a robar y a saquear y a mantenerse en casa a salvo del contacto humano, pero no de los gatos y su dieta a base de nutritivas y contaminadas ratas; el miedo al reclutamiento y a la muerte en territorios hostiles y desconocidos; el perpetuo miedo hacia la locura y el manicomio, el miedo que paralizaba a las minorías judías en Rusia cada vez que el zar autorizaba al pueblo tomar posesión de sus bienes y de sus vidas; el miedo, finalmente, que sienten las madres ante el destino de los hijos rebeldes e influenciables y que conduce a divanes, a pastillas, a milagreros locales adictos a los espíritus del vodka. Toda esta margarita de miedos es deshojada por Petrushévskaia tratando siempre de que las fuerzas del bien triunfen sobre el mal y revisando, en todo momento, capítulos fundamentales de la historia de su patria.

 

En Requiems, la tercera parte de este estupendo libro de editorial Atalanta, una mujer vuelve a su departamento a atender a sus visitas con mariscos y perlas sin recordar que lleva meses ahogada y sepultada en el fondo del mar; una esposa regresa de ultratumba a retirar del álbum familiar la foto de la rubia amante de su marido; una madre a la que una pandilla de turcos había violado, decapitado y enterrado cerca de un árbol, se materializa para impedir que hagan lo mismo con su hija.

 

Después, una explosión en la que un padre pierde a su hija dispara un cuento en el que la realidad se confunde con las pesadillas, en el que la vida se confunde con la muerte, en el que los muertos se confunden con los vivos que comen simbólicos y envenenados corazones humanos.

 

Y en el índice y en las páginas, otro miedo inexplorado: el que experimenta el hijo cuya madre es sometida a una intervención quirúrgica y que abandona la vida lentamente hasta convertirse en un espíritu más de un paraíso similar a una ciudad y no al Jardín del Edén del que habla la Biblia.

 

Al final, una víctima de fenómenos poltergeist decide destruirlo todo ella misma; romper los platos, regalar la ropa, arrojar al piso los anaqueles con los libros y los discos de tangos, quizás para demostrarnos que los fantasmas pueden matarnos de susto, pero nunca vencernos.

 

Entre miedos grandes, entre miedos paralizantes como el de perder a seres queridos en zonas de sombra, como el de ser asesinado y descuartizado y terminar en un depósito municipal, se mueven otros más pequeños: el de contraer una enfermedad venérea; el de ser reclutado por el ejército… Y es que dice Petrushévskaia, “… las cosas no son tan sencillas, existe toda una parte secreta y bestial de la vida que florece con tenacidad, en la que se agolpan cosas horribles y nauseabundas”.