El Telégrafo
Ecuador / Jueves, 28 de Agosto de 2025

The Real Macondo*

Especial

En Aracataca, Cien años de soledad funciona como una singular edición de Lonely Planet, la única capaz de convertir a quien la escribió en ganador del Premio Nobel de Literatura y, por ende, en una especie de deidad local (más aún si este dios costeño ha muerto). Forasteros de todo el planeta llegan hasta el pueblo donde nació Gabriel García Márquez. Llevan su copia personal de la obra en la cual el autor colombiano logra colar —usando como filtro al universo gringo-sureño de William Faulkner(1)— la influencia de la mitología bíblica, las Crónicas de Indias y, por supuesto, las ocurrencias y anécdotas de sus abuelos(2). Lo primero que hacen estos excursionistas literarios —sus lupas ya ansiosas por hallar rasgos macondianos— es tratar de refugiarse en algún rincón que los alivie del calor que sofoca la aldea a todas horas. Enseguida, obedecen uno de los principales mandamientos del viajero (y del lector): abrir bien los ojos. Buscan aquellos lugares consagrados por la ficción de un escritor cuyo cosmos literario parece tener como centro solar y sudoroso —sí, repito: aquí el calor es el de un asadero— a este pueblito del Caribe. Los visitantes desean pisar las locaciones de una criatura fantástica —el libro— que quizá aún mantenga alguno de sus pies sobre la tierra. Ansían convertirse en los testigos de aquel punto geográfico exacto en el cual a la realidad y a la página les sea dado coincidir. Turismo mágico.

“La mudanza para Aracataca estaba prevista por los abuelos como un viaje al olvido”, anota en Vivir para contarla el escritor que nunca quiso olvidar Aracataca: gracias a ese viaje destinado al olvido imaginamos al pueblo en los recuerdos del autor; en la escritura de esos recuerdos. García Márquez —quien dejó la aldea a los 8 años— tuvo que reinventar el pueblo de Aracataca, hacerlo extensivo a Colombia y a Latinoamérica, y tuvo que llamarlo Macondo para no olvidarlo o, quizá, para hacerlo más tangible y recordable. En definitiva, para hacerlo legible. Y, claro, también para reírse de todo este embrollo. El desparpajo que había aprendido de Franz Kafka, el suficiente como para que alguien despertara convertido en un escarabajo sin ninguna explicación, le sirvió también —además de su talento natural para ‘mamar gallo’— para librarse de malos acompañantes como la solemnidad o incluso de la ilusión positivista de tener que encontrarle razones a todo.

Los lectores-visitantes quieren sufrir su propia metamorfosis, volverse aventureros y convertirse en los espectadores de la única versión en 3D de Cien años de soledad. Han debido viajar alrededor de 5 horas desde Cartagena de Indias para llegar a la población —al Macondo real, The Real Macondo—, ubicada entre la Sierra de Santa Marta y la costa caribeña. Y ahí están —repartidos por un pueblo repleto de motocicletas, comercios populares y niños, muchos niños—: la casa del telegrafista (padre de Gabo), la casa del hielo, la estación del ferrocarril, la plaza, la iglesia de San José, donde fue bautizado el futuro escritor, así como la famosa casa de su niñez (hoy reconstruida, párrafo a párrafo, y bautizada como Museo Casa Gabriel García Márquez). Pero en la voluntad de museificación hay siempre una voluntad de domesticación. Estos no son los colores de Macondo. Ocurre lo que a veces pasa en el cine, cuando solo allí y entonces, en medio de la oscuridad y raptados por el tren de alguna ficción, descubrimos en los colores de la pantalla los colores que afuera —en la vida— no sentimos tan reales como en la película. Reales de verdad. Para hallar la verdad macondiana no hace falta venir hasta Aracataca. La literatura no es una esencia colocada en algún lugar, la literatura es un efecto.

Matrioskas macondianas: a la realidad del pueblo se ha superpuesto la realidad garcíamarquiana. Como en la obra maestra de nuestro narrador, la historia no es una sola, todo puede estar ocurriendo al mismo tiempo, las líneas históricas nunca son lineales. La verdad tal vez se encuentre en... ¿Pero qué importa la verdad? No hay tal “aldea de veinte casas de barro y cañabrava”, lo que hay es una ciudadela pavimentada de cerca de 40 mil habitantes. El mundo ya no es tan reciente como para que las cosas carezcan de nombre y tengan que ser señaladas con el dedo para ser nombradas. Lo que hace hoy el dedo de casi cualquier habitante de la zona es nombrar las cosas digitándolas en un smartphone: “100 anos d sol3dd”. De alguna forma, el pueblo se ha convertido en un no-lugar. Abundan en Aracataca los guías espontáneos, los improvisados y generosos expertos en la vida y obra del autor. Saben el punto exacto en el cual Remedios, la bella, ascendió a los cielos, por ejemplo. Saben dónde cruzaron miradas por primera vez los padres de Gabito. Saben, y en un momento de entusiasmo hasta podrían jurar, que conocen a alguien que conoció a alguien que inspiró alguno de los personajes de García Márquez. Aracataca, para ellos y en el momento de echar el cuento, no es un pueblo, es el sonido que hace una máquina de escribir: ARA-KA-TA-KA. “Gabriel, Gabo, Gabito”, se escucha por todas partes. Bueno, no en todas. En el local de videojuegos, por ejemplo, donde los colegiales clavan sus ojos en pantallas que centellean con el movimiento de luchadores o de jugadores de fútbol, los microchips noquean/golean a los libros. En la sala de billar, asimismo, lo que importa es la cerveza helada y el reguetón a volumen de cumpleaños. Un letrero sobre el baño de hombres dice: “Prohibido el consumo de alucinógenos”, como si el pueblo estuviera condenado a una sobredosis innecesaria de realismo mágico.

 

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James Mansfield, un alto y pelilargo inglés de 24 años, lleva una camiseta estampada con el rostro de William Shakespeare, es la misma imagen que podemos encontrar en la tapa de las obras completas del autor de Hamlet. Como parte de sus estudios en literatura, este profesor que ha dictado clases en España y Ucrania, tuvo que tomar en Londres un curso a propósito del realismo mágico. “En esa clase leí Cien años de soledad en inglés y aunque me gustó, no lo encontré tan fascinante. Pero hace un mes estuve en la Sierra Nevada de Santa Marta, lo leí en español y fue asombroso. Fue entonces que decidí venir a conocer Aracataca. Lo que me encanta del libro es cómo las cosas irreales se narran como si fueran naturales. Hoy en día somos muy cínicos, nunca creeríamos que llovió por cuatro años o que una chica pudo elevarse y desaparecer en el cielo. Hoy tiene que haber una razón para todo, todo debe ser explicado. Y aunque soy ateo y no voy a la iglesia, creo que la ciencia le resta mucho de magia al mundo”. James —valga su ateísmo— se encuentra al pie de la iglesia del pueblo esperando la proyección al aire libre que se hará de la película Tiempo de morir, basada en el guión escrito por García Márquez y que se muestra por primera vez en Aracataca como parte del Festival de Cine de Cartagena y la Beca Gabriel García Márquez de periodismo cultural. Se trata de un filme centrado en la venganza, es como una película de vaqueros del Caribe, unarepa western’. Los cataqueños, agolpados en la plaza sobre sillas plásticas, la miran atentos. Es como si estuvieran viendo una versión de una realidad cercana (quizá la de sus abuelos) proyectada sobre la pantalla móvil de un camión. Y aunque no sea una obra maestra, están atrapados. Ficciones movedizas.

Marliz Claro, de 11 años, es una de las muchas estudiantes que las escuelas del poblado han traído a ver la película dirigida por Jorge Alí Triana (quien se encuentra en la proyección como invitado especial). Ella se acerca, junto a un grupo de niños uniformados, porque me ha escuchado hablar inglés con James. “¡Ay, yo quiero hablar inglés!”, dice. Y enseguida, junto a un compañero de escuela, señala: “el hermano de Gabriel García Márquez es padrino de él, de confirmación”. Sin pausa, empieza a arrojar datos sobre el ídolo local. Parece una grabadora que repite literalmente, pero con una voz cantarina, las palabras de los guías de la Casa Museo: “Nació el 6 de marzo de 1927, que fue un domingo a las ocho y media de la mañana, bajo un aguacero torrencial. Sus padres fueron Luisa Santiaga Márquez Iguarán y Gabriel Eligio García Martínez que era el telegrafista. Él actualmente vive en México con su esposa Mercedes Barcha Pardo con la cual tuvo 2 hijos: Rodrigo y Gonzalo. Y esta fue la iglesia donde lo bautizaron, la iglesia de San José”. ¿Qué libros de García Márquez has leído?, le pregunto a Marliz pero es David Segura Zapata, de 12 años, quien responde: “yo me he leído Crónica de una muerte anunciada, Cien años de soledad y Relato de un náufrago”. Los niños quieren hablar, alzan la mano o se acercan aún más, todos quieren decir algo sobre GGM. Marliz insiste: “también leímos ‘El rastro de tu sangre en la nieve’, es muy bonito. Pero a mí lo que más me gusta de Doce cuentos peregrinos es ‘Espantos de agosto’ y ‘Solo vine a hablar por teléfono’, muy bonito”. Y Marliz continúa, por ningún motivo quiere que me vaya sin conocer el argumento: “es una mujer que repite: ‘solo vine a hablar por teléfono, solo vine a hablar por teléfono’… ella solo quería decirle a su esposo que iba a llegar un poco tarde pero se la llevan al manicomio porque pensaron que estaba loca”. Los niños deben irse, va a empezar la función. Uno de ellos hace circular una hoja en la que nos pide un autógrafo a los periodistas presentes. García Márquez también fue periodista así que para este niño, de unos 10 años y uniforme celeste, resulta natural llevarse nuestras firmas y atesorarlas en algún cajón empolvado.

Gilberto Tejeda Castañeda acaba de averiguar la ubicación de Jorge Alí Triana en la misma plaza donde se mostró su película. Gilberto quiere ser famoso. Lo busca porque, como Gabo, es escritor (otros 2 detalles lo asemejan al Nobel: también nació en Aracataca y también fue criado por sus abuelos) y quiere aprovechar para hablarle de sus ideas e historias al director de cine. Este docente de 60 años, bajito y sin mucho cabello, lleva su primera novela bajo el brazo, se titula: Los amores de un cabrón soñador. La trama se desarrolla en Aracataca y, como en la novela de Gabito, se remite a la época de la bonanza bananera. Su intención tal vez fue la de hacer un libro con los capítulos que se le olvidaron a García Márquez. La narrativa de Don Gilberto, sin embargo, emplea muchos más adjetivos que su coterráneo y, además, presenta episodios de un “realismo imaginativo” —como dice en la contratapa— que hablan por sí mismos: “Fue al patio consiguió 5 huevos de gallina frescos, entró a la cocina por una ponchera donde cupiera José Encarnación sentado, quebró los 5 huevos en ponchera y acomodó al muchacho; pasados 2 minutos, los huevos desaparecieron de la ponchera por absorción: José Encarnación se los había tragado analmente”.

 

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El trópico garcíamarquiano lleva marcas precisas: astromelias, zancudos, alcaravanes, campanadas de iglesias, almendros de hojas podridas, guayabas, gallinazos. Y la lluvia, siempre caerá la lluvia. Aracacata, por más conectividad y pequeña industria turística-literaria que tenga, sigue siendo un lugar con notorios signos de precariedad. No todas las casas cuentan con agua potable, por ejemplo. Al borde de sus últimas calles se puede ver el campo abierto, la basura, las vacas, las gallinas, una cancha de fútbol armada con 3 palos chuecos. El único albergue que existía en el pueblo estaba a cargo de un europeo que adoptó el apellido Buendía, como si perteneciera al árbol genealógico que la mayoría de ediciones de Cien años de soledad presentan en sus primeras páginas para evitar el extravío del lector entre tanto nombre, hijo y nieto. Hoy ya no existe ningún albergue, tampoco ningún hotel u hostal. Como Bob Marley en Jamaica o como Carlos Gardel en Argentina; en este rincón del Caribe, Gabriel García Márquez sirve para decorar muros (como en el que se lo puede ver con gorra y gafas de sol en medio de una pelea de gallos), llenar folletos turísticos con sus frases y bautizar productos. Es el caso del ron Maestro Gabo y su sabor dulzón. También es el caso de Disco Bar D’Macondo y su infatigable reguetón. Un volante publicado por la alcaldía y repartido en la casa dedicada al otro célebre personaje de la población, el fotógrafo Leo Matiz (ojo: nadie puede eclipsar a Gabo, la casa está sobre todo consagrada a la relación de Matiz con García Márquez), dice: “En Aracataca no ha pasado nada, ni está pasando, ni pasará nunca, este es un pueblo feliz”.

Si el realismo mágico puede entenderse como un método que intenta alterar la sintaxis del mundo, quizá frente a todo esto, frente a la desrealización de su pueblo natal a partir de sus propios textos, lo más probable es que García Márquez contestara con una sonrisa. Enseguida, en vez de especular, lamentarse u ofrecer alguna explicación, se habría puesto a escribir otra de sus narraciones. Es lo mismo que hizo cuando se especulaba a su alrededor o se le quiso pedir que se postulara a la presidencia de Colombia: escribir y escribir. “Macondo no es un lugar, sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver y verlo como quiere”, comentó en algún momento. The Real Macondo, como dicen los gringuitos que buscan la esencia mágica en el exotismo, está en la mirada. Hace algunos años, un alcalde de Aracataca, Pedro Sánchez, propuso que para salir del atraso a este pueblo de la provincia de Magdalena había que cambiarle el nombre a Aracataca-Macondo. Así, los turistas podrían identificarlo fácilmente y seguir los pasos infantiles de Gabo. El propio Gabriel García Márquez estuvo en desacuerdo. Que Aracataca lleve o no el nombre de Macondo en el registro oficial es una minucia. El pueblo jamás podrá competir con la fama de la creación de Gabo. Aracataca es (y no es) Macondo, y eso es lo que lo convierte en algo tan macondiano.

 

Notas:

 1. Puede decirse que el universo de William Faulkner es, de algún modo, muy latinoamericano: haciendas, plantaciones, violencia arbitraria, etc. Además, y quizás por esa misma razón, Juan Rulfo (tal vez el primero de este conjunto de autores en asimilar en su obra el influjo del escritor estadounidense), Juan Carlos Onetti y García Márquez lo emularon al crear un territorio geográfico imaginario —Comala, Santa María y Macondo, respectivamente— a partir del condado de Yoknapatawpha inventado por Faulkner. Se trata, en todos los casos, de la extensión literaria de algún sitio real existente en los distintos países de cada uno de estos escritores.

2. El resultado de este potaje metaliterario es una alegoría histórica de Latinoamérica, una novela total (como la llamó Mario Vargas Llosa años antes de dejarle el ojo morado a Gabo de un puñetazo nunca explicado) donde todo esfuerzo humano resulta finalmente infructuoso.

 

* Texto producido como parte de la Beca Gabriel García Márquez de Periodismo Cultural 2014, Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.