Cuando es auténtica, la escritura lleva la intención profunda de evitar, descifrar, encerrar en palabras la desazón. Nos descubre como seres ambiguos, impotentes, frente a un mundo cruzado por la indiferencia, la injusticia, el desprecio al otro. En estos tiempos en que legiones de náufragos arriban a las costas de Europa y son detenidos y vejados, también vemos de cerca el éxodo incesante de hombres, mujeres y niños, tratando de pasar la frontera de Norteamérica. Son tiempos de miseria. Entonces, escribir es un acto meritorio, más si se hace desde la poesía, género inasible que no ha podido ser atrapado por las redes del mercado.
Es verdad que un reducido grupo lee poemas y es poco lo que se la valora. Es posible que sea a causa de los simuladores de la palabra, quienes la banalizan, como ciertos jóvenes que solo se mueven por el desaforado afán de publicar, junto a otros, algo mayores, que gracias a contactos y habilidades en relaciones públicas, imprimen libro tras otro, sin exigirse un mínimo de rigor crítico o confrontación. Se amparan en una vanidad pobre y estrecha; junto a la inexistencia de lectores, reciben la aprobación de un cerrado círculo de aduladores.
Surgen las preguntas: ¿Cuándo se establece una comunicación auténtica con la palabra? ¿Dónde se centra su reconocimiento? ¿Qué elementos convocan a la sensibilidad para que sea compartida? Según Octavio Paz, la poesía es como la electricidad y hay dos tipos de lectores: Uno de madera, mal conductor de la electricidad, para el que la potencia del lenguaje y su sentido, que constituyen toda poesía, sean inocuos; y otro de metal, al que la palabra le llega con la velocidad y la fuerza de una descarga eléctrica.
La perspectiva de ese extraño amanuense, hombre o mujer, dedicado al oficio arduo y solitario de la escritura también ha cambiado. Ya no espera la recompensa de la inmortalidad, solo busca entenderse a sí mismo en la circunstancia anómala que lo rodea, pues la poesía permite que seamos nosotros mismos, así sea un instante, y eso nos hace mejores. Ahí está la grandeza de la poesía.
Para acercarse a la poesía, en el siglo XX se tenían formas que actuaban en rigor como principios básicos éticos y estéticos. Se ejercía una ponderación por la palabra y el lector. Publicar no era un requisito previo a la posteridad, como parece ser ahora.
La soledad y el individualismo han desbordado la palabra, convirtiéndola en un artefacto de malabarismo y truculencia, con guiños vacíos y efectistas. Las novedades del momento son apropiadas desde la ignorancia disfrazada de conocimiento.
La poesía ha sido engullida por las redes sociales. En un mundo que desconoce la intimidad, el consumo mecánico de estos medios ha hecho que el ordenador registre, en su efecto homogeneizador, una lectura falsa y tergiversada de lo que debe ser una comunicación directa, vital, inteligente.
Aunque realidad y lenguaje no se corresponden, la duda hace de la poesía su elemento esencial. “Duda de tu propia capacidad, duda de la palabra, duda del lenguaje”, decía Ingeborg Bachmann, poeta austriaca, muerta en 1973 a causa de un cigarrillo que quedó prendido mientras dormía.
II
El poeta debe colocarse frente a sus antecesores y, con una sensibilidad nueva, vertebrar formas innovadoras de sentir, que le permita ser lo que es. Esos precedentes son quienes aún mantienen en sus manos carbones encendidos para conservar el fuego: Precisión y delirio, amor, entrega, ruptura, para vincularnos a un mundo compartido.
La poesía actual en Ecuador ha trazado una impronta diferente de la que leíamos hasta hace poco, como demuestra el trabajo de una generación nacida poco antes de los ochenta, que como una constelación desafiante nos llama la atención. Dentro de esas voces está la de Carlos Luis Ortiz, nacido en Alausí en 1979, radicado en Guayaquil por varios años. Un hombre con un pie en la sierra y otro en la arena del puerto.
En su reciente poemario Memoria y vértigo, Ortiz nos acerca a su versión de identidad, como el mapa disperso cuyas regiones son talladas por el sueño y las íntimas desgracias cotidianas. Rescatadas como revelación y no como reflejo, en el trazado leve de las palabras que se juntan en el aire, donde aparecen las siluetas de nuestras inquietudes para descubrir lo que somos y escondemos, lo que tenemos y nos ha sido saqueado.
En el prólogo de Bandada, una selección que realicé de la reciente poesía en el país, dije que la Poesía es la íntima forma de afrontar la vida desde nuestro modo particular de hablar. Aunque con frecuencia las palabras no se quedan o avanzan inadvertidas, como si no hubiesen existido, la poesía logra el sortilegio de traerlas hasta nosotros. Y aquí radica su fuerza y permanencia. En lo que huye y es inasible habita la desesperanza y es en la vigilia del sueño o de la percepción donde refulge su secreta musicalidad, para articular un mundo propio, envuelto en una lírica suave y contenida.
Ortiz busca la memoria como el ancla que nos fija a la tierra, el rastro que la vida marca en su transcurrir vertiginoso. En un ambiente denso y ensombrecido por la disolución, el poeta dice en ‘El impostor’: Si supiera quién escribe por mí, quién detiene el curso del cielo/ y hace del lodo un habitante de mi ojo muerto,/ sábana donde familiares fueron agua y derrumbos de lava sobre/ mi rostro.
Al convocar, despoja los fantasmas que enmarañan la existencia y se desvía del camino de quienes no actúan y ven la vida desde la barrera. El poeta se involucra en el acontecer de la vida cotidiana, en sus dolores y vacíos, cuando dice: cómo sube la memoria a los tejados donde nada queda. Aun en diálogo con los que no están, para hacernos partícipes, como animales mutantes que somos, de un mundo abierto y sensible. En su poema ‘Disolución’, despliega una plegaria, un mantra que busca su exorcismo: Era solo el padecer en lo intangible de la memoria/ en la ruina que es solo aire/ en la tumba donde se concentran los campos y los océanos/ resplandecientes.// El haber entendido que las aceras solo eran una extensión de lo/ que nunca vimos/ el vivir desenredando la arena del tiempo para entrar en ella y/ disolvernos.
Aquí, es donde el poeta centra su desesperanza, que nace de la inteligencia de ser y de vivir, mientras al optimista lo mueve la voluntad, que es otra cosa.