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Ecuador, 27 de Junio de 2025
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Silla

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El viajero sabe de antemano que su mapa personal está incompleto; el tiempo le ha enseñado que la mayoría de lugares resultan ser —de una u otra forma— conocidos, pero que también hay otros, más ocultos y distantes, que sin ningún tipo de aviso logran atraparlo completamente en su atmósfera. Esto último me sucede con Silla, el pueblo donde ahora escribo. A 10 kilómetros de Valencia, al sur de la comarca de l’Horta Sud y en las proximidades del lago de la Albufera (denominado en algunos poemas árabes como “Espejo del sol”), Silla se abre ante mí como un paréntesis entre el ritmo desenfrenado de las grandes ciudades y mi próximo viaje, en tren, con dirección a Barcelona. Nunca estuvo en mis planes visitar Silla, pero es el lugar donde mi amigo, el poeta y violinista Ivan Brull, vive con su familia, y donde me han recibido como una hija pródiga. Si hay algo que agradezco a este pueblo es que -tras varios días de remolinos mentales, despedidas, ausencias- me ha permitido recobrar el elemento clave del verdadero viajero, filósofo del camino: el arte de saber observar.

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La tarde cae lentamente en Silla, casi imperceptible. Y si yo no escribiese estas líneas la tarde aún seguiría cayendo, ajena a mí, a mis actos. Escribo por el testimonio de que esta tarde cae lentamente en Silla, y con ella yo, hacia la altura de la epifanía. Suenan campanas en el atrio de una Iglesia, pero la música resuena dentro de mí, en el atrio de mi propio templo, hecho de sangre y de piedra.

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Ayer hablábamos tanto de idiomas, de traducciones, de etimologías, de interpretación… y hoy, al abrir la ventana, me encuentro con un cielo que se traduce a sí mismo, sin necesidad de nada ni nadie, sin ningún elemento que confunda el éxtasis de su color. Observo, y entre mi mirada y lo infinito de ese azul existe un lenguaje que no se puede describir, hacerlo sería destruirlo.

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Llorar en valenciano es plorar. Pero me gusta jugar con los idiomas, mezclarlos: Plorar = llorar. Ex plorar = ¿llanto pasado? Explorar = búsqueda como manifestación física de algún dolor. Pero también se llora de risa, pienso. En cualquier caso, detrás del llanto siempre habrá, necesariamente, una búsqueda.

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¿Cómo hablarle al otro —con naturalidad— de este vértigo y de las múltiples sombras de la muerte, del asombro de nuestros propios temores, sin asustarlo?

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Me gusta la espontaneidad de María, la madre de Ivan. Ayer se justificaba de no saber expresarse bien, de no haber completado sus estudios, pero hoy me demostró tener, como pocos, muy clara la visión poética, la musicalidad, el Silencio. También hablamos sobre la conciencia. María dice que la conciencia es Dios y viceversa. Creo que tiene razón, en tanto que para mí, la conciencia es el acto de escribir, con conciencia. Con-ciencia. Si Dios es conciencia, la escritura es mi Dios.

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Interrumpe mi lectura un auto que se estaciona frente a mí. Baja la ventana y se trata de Vicente (uno de los personajes que acude siempre al Bar de Don Paco, el padre de Ivan), luego estira la mano y me regala una rosa de color rojo. Se la agradezco y bromeando le pregunto que quién se la regaló primero a él. Vicente dice: Pregúntale a Paco y verás. Luego me pide que huela la rosa. Lo hago. Me sorprende la intensidad de aroma, es casi como si le hubiesen untado dosis extras de perfume natural. Le digo que en Silla todo se acentúa: las naranjas son más dulces, las rosas más olorosas. —Todas, no, dice Vicente, sólo las de mi campo. Y luego desaparece entre risas.

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Leo. Pienso. Leo. Pienso. Pasa un campesino haciendo piruetas en su bicicleta, se le apaga el tabaco que lleva en su boca. Sonríe. Quiebra el momento. En consecuencia, le da más luz.

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Vuelve Vicente y me dice: —Jo, te vas a quedar ciega. Siempre escribiendo o leyendo algo. Y yo le digo que sí, que es muy posible, pero seré una ciega feliz. Es cierto, me dice sonriendo, que cada quien haga lo que le guste.

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Me quedo pensando en la respuesta que le di a Vicente, en realidad fue una respuesta sospechosa: es y no es. Asumo el riesgo, conciente-mente, y sin embargo lo que leo, lo que escribo, me hace feliz, pero al mismo tiempo no. Es decir, sí, la felicidad como instante, como chispa, pero lo que escribo, lo que leo, tejen y destejen ideas que me vuelven libre, por tanto más conciente, más triste.

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La primavera —esta primavera— no es más que otro invento. Hace rato que el tiempo está en huelga, y en todo el mundo hay un clima esquizofrénico. Las estaciones se sublevan al ritmo de nuestra era, la del desequilibrio.

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No creo en brujas

ni en horóscopos

creo en el loco

y en el campesino borracho

que hoy me dijo en la barra:

“Quieres escribirlo todo,

pero no tienes tiempo” 

Su sentencia es mi plegaria

al dios Cronos

que cada vez que sonríe:

me mata.

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¿Y si me quedo en este pueblo donde pan y música bastan? Aquí las campanadas no me corren, sino que me invitan a danzar en la plaza. Son las seis de la mañana. Sigo despierta, con ganas de salir a levantar a los muertos bajo la torre musulmana, ganas de sacudirlos, de unir a romanos y moros, bailar todos juntos después de tantos siglos y hacer de la historia un cuento

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