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Ensayo

Saul Bellow: de lo íntimo a lo literario

Saul Bellow: de lo íntimo a lo literario
08 de junio de 2015 - 09:32 - Sandra Araya, Editora de CartóNPiedra

“Éramos personajes del mismo argumento, plasma-dos juntos para siempre. Sabía, además, que su existencia, tal como era, posibilitaba la mía. Y si, como decían a menudo, esta parte del siglo se estaba aproximando a la curva más baja de un ciclo, entonces también yo permanecería en el fondo y allí, extinto, me limitaría a añadir mi cuerpo...”.

Parece que tengo alguna dificultad para ser yo mismo, a menos que lo auténtico sea el escritor de ficción.
Saul Bellow

¿A qué lugar pertenece un hombre? ¿Al territorio donde nace, al espacio de una tradición o sencillamente al ámbito privado, imaginario, quizá, de su propio ensimismamiento? Pertenece, quizá, al espacio en que construye su mundo a través del lenguaje, expresión última de su mundo interior, ese que está compuesto por tradiciones, recuerdos, la vida de los otros.

Hace cien años nació en Canadá Saul Bellow, de origen judío, quien se trasladó tempranamente a los Estados Unidos, donde transcurrió la mayor parte de su vida, con breves estadías en Europa y viajes a otros sitios. En el año 1976 obtuvo el Premio Nobel de Literatura, y ese mismo año, un poco antes, había recibido el Premio Pulitzer.

Hasta el año 2005, en que falleció, Saul Bellow no solo produjo literatura de ficción, sino una reflexión global sobre el sentido de la palabra ‘identidad’ a las puertas de la era moderna, un reconocimiento del hombre en medio de sociedades autodestructivas y confusas, que entraban en depresiones económicas y guerras genocidas. En la literatura de Bellow, además de lo que puede dilucidarse a través de sus cartas —compiladas en una obra de reciente publicación—, la pregunta que se formula el autor, de forma constante, es ¿qué papel tiene el hombre en ese tipo de sociedad moderna?

Una primera respuesta a esta interrogante, entre muchas otras, podría ser la participación social, pero en pos de esta, el hombre-personaje creado por Bellow debe esperar. Así llegamos a su primera novela, El hombre en suspenso (1944), que narra la vida diaria de un hombre —canadiense, nacionalizado, casado con una estadounidense— que está a la espera de ser reclutado para partir a la II Guerra Mundial. Pero cómo consignar eso, la espera  de un hombre suspendido en el tiempo y en el espacio, que ve transcurrir sus días en medio de la desesperación por la inmovilidad de su situación, que puede contabilizar, de forma maniática, cruel para sí mismo —y para el lector, aunque no tan cruel como el método utilizado por Georges Perec en La vida, instrucciones de uso, en la que el protagonista narra todos sus actos en tiempo presente— de paso, cuántos segundos transcurren, decir exactamente a qué hora realiza cada acción… y luego hacer una reflexión sobre ese vacío que se ha generado en su vida.

Horror vacui llevado al extremo, este hombre inicia un diario de vida para verter todas estas reflexiones, junto con las descripciones de esas situaciones cotidianas que, al equipararse a ese acontecimiento importante que espera —el alistamiento— le parecen burdas, como los personajes que las protagonizan: vecinos, parientes, el mundo, fuera de la espera. Más aún, la obra se inicia con la justificación de que un hombre solitario tiene todo el derecho de hablar consigo, de expresar su sensibilidad, a pesar de que en el tiempo en que vive, esta acción podría ser considerada como una muestra de debilidad. Y es que con este diario, Joseph —este es el nombre del protagonista de la novela— logra, precisamente, situarse en algún punto del globo y del tiempo, también; logra crear un lazo de pertenencia con el mundo:

...estaba mezclado con ellos, tanto si me gustaba como si no, eran mi generación, mi sociedad, mi mundo. Éramos personajes del mismo argumento, plasmados juntos para siempre. Sabía, además, que su existencia, tal como era, posibilitaba la mía. Y si, como decían a menudo, esta parte del siglo se estaba aproximando a la curva más baja de un ciclo, entonces también yo permanecería en el fondo y allí, extinto, me limitaría a añadir mi cuerpo, mi vida, a la base de un tiempo venidero. Probablemente esta sería una era condenada. Pero... podría ser un error considerarla de esa manera. El cristal se empañaba, se despejaba y volvía a empañarse al ritmo de mi respiración. Tal vez un error. Y cuando pensaba en las eras condenadas y en los innominados que yacen en su oscuridad, me preguntaba... ¿De qué modo hemos sabido cómo fue? En todos los aspectos principales, el espíritu humano debe haber sido el mismo(1).

Por supuesto, este tipo de respuestas no le bastan a Joseph, quien sigue reflexionado día a día sobre su situación, sobre cómo transcurre la vida, a la espera de que ocurra lo que realmente podría llamarse ‘la vida’, es decir, el momento en que podría tomar activamente parte de la Historia, en un entorno regido por la disciplina. Es decir, para este hombre, que en algún momento pensó en dedicarse al trabajo intelectual —se ha graduado de la materia de Historia en la universidad y un año antes de empezar su diario estaba a punto de emprender la escritura de unos cuantos ensayos filosóficos—, su vida actual no lo satisface, pues es, definitivamente, más reflexión que acción, y este hombre, el que vive en un tiempo presente moroso, no es el mismo, definitivamente, que el que vivió hace un año, con ideales, con intenciones, con pensamientos en ebullición que ahora solamente irán a parar a manos de quienes lean el diario, es decir, él mismo. Como síntoma de su pasividad, Joseph le confiesa a su diario que se le hace imposible leer, cuando antes, la lectura era su pasatiempo favorito, una suerte de alimento para la cabeza, lo que ahora, en realidad, se ha convertido en una tortura, pues las ideas se le dispersan y chocan entre sí.

En algún momento, se produce una suerte de desdoblamiento en la personalidad de Joseph, al hablarse a sí mismo ya no desde el tono confesional de un diario, sino a modo de diálogo, como si otro Joseph hubiese entrado en la habitación, le hubiese ofrecido una fruta, conciliador, y comenzara entonces entre ambos un diálogo sobre las alternativas, no tan perentorio como el monólogo del príncipe de Dinamarca, pero sí abocado a este fin: es decir, ser o no ser, vivir o no, con qué limitaciones, bajo qué paradigmas, enfrentándose a qué paradojas... Mientras, por supuesto, la vida afuera transcurre, los coches se mueven, la gente camina, vive, en el amplio sentido de la palabra, sin preocuparse por este tipo de tribulaciones absurdas... o quizá sí, pues el pensamiento de un hombre, ¿por qué no habría de ser el mismo que el de otro, enfrentado a las mismas circunstancias?

Hay un elemento importante en esta novela de Bellow: la identidad, como único motor de la existencia o como elemento alienante del resto. Así, desde el momento en que Joseph entabla estos diálogos consigo mismo —llama al otro el Espíritu de las Alternativas, algo que suena sospechosamente a los fantasmas de las distintas navidades invocados por Dickens, a modo de seres para provocar la reflexión en el lector—, consignándolos a su vez en el diario —texto al que solamente él tiene acceso, aunque nunca hay que descartar la estrategia textual del Lector Ideal propuesta por Wolfgang Iser, utilizada dentro de la ficción—, provoca no solo una división de su personalidad, utiliza la imagen de un prisma en el cual pueda reflejar sus facetas, para responderse, asentir y o negar, de acuerdo con las circunstancias o al tema en debate.

Para decirlo más claramente: Joseph en algún momento encuentra que su identidad, aquello que lo hace ser él y no otra persona, se vuelve una categoría difusa, pues ese ‘alguien’ o ‘yo’ no va hacia ningún lado, mientras que un antiguo ‘yo’ iba hacia algún sitio. Además, al plasmar su pensamiento y dudas en un diario se somete a la linealidad y tiranía del lenguaje, es decir, propone una estructura, una gramática comprensible que asume la existencia de un lector que, si no es el mismo, es otro. Hay una conciencia de uno mismo y de un otro, aunque estos, dado el caso, puedan confundirse, enfrentarse. No en vano en algún momento de la novela el personaje cita a Dostoyevski, menciona específicamente Crimen y Castigo, una obra que, sabemos, tiene su motor en la reflexión culposa de Raskólnikov luego de cometer su crimen. En este caso, podría decirse, incluso, que Joseph siente una especie de culpa por existir, por no moverse, por moverse en algunos casos, por hablar, por existir, sin concierto ni guía, situación que, sin embargo, podría modificarse en el Ejército, pues ahí su vida dependería del deseo y órdenes de otros.

Entender así la vida del Ejército como un alivio para la existencia es una de las paradojas del mundo moderno: dados los estímulos, el cansancio, el absurdo, es preferible optar por un sistema rígido de comportamiento, para librarse del peso de la voluntad, de tomar decisiones, incluso insignificantes, que implican una reflexión, tal como Goethe lo plantea en una cita que Joseph consigna en su diario, comparte para que el lector (él u otro), se entere: “Dicen de un inglés que se ahorcó para no tener que vestirse y desvestirse nunca más”(2).

Al abrirse a otros seres humanos, pues estos tendrían cierta injerencia en nuestros actos, nos permitiría acercarnos a su pensamiento, a su vida, en fin, con el único objetivo de librarnos de la tiranía del yo, que no puede sino provocar la locura en el hombre. Aislado del resto, el hombre es capaz de matar sin sentir compasión, de pasar de largo frente a cualquier desgracia, pues no está en contacto con el dolor ajeno.

Luchamos perpetuamente por liberarnos. O, por decirlo de un modo algo distinto, mientras damos la impresión de que ponemos todo nuestro empeño en mantenernos firmes, preferiremos ceder. No sabemos cómo. Por ello, en ocasiones, desperdiciamos nuestras posibilidades, cuando lo que realmente queremos es dejar de vivir de una manera tan exclusiva y vana, sin pensar más que en nosotros mismos, impuros y desconocedores, vueltos hacia nuestro interior y amarrados por el yo(3).

El yo en diarios y cartas, de lo íntimo a lo literario

Entre la escritura de El hombre en suspenso y la publicación de Cartas, de Saul Bellow, no solo hay una brecha temporal (estas últimas fueron publicadas póstumamente y, por supuesto, tienen diferentes fechas), sino una gran correspondencia con respecto a esta interrogante que planteábamos al inicio de este ensayo, aquella que tiene que ver con el papel del hombre en la vida moderna.

En estas cartas, a amigos, escritores, editores, Bellow plantea sus opiniones literarias, pero también, y más que nada, su posición política y social frente a diversos hechos. De especial relevancia a este respecto es la carta que le dirigió Bellow a su amiga Cinthya Ozik, escritora y también de origen judío, en la que el autor se cuestiona sobre el papel de la comunidad judía con respecto al genocidio durante la época de los nazis:

Es totalmente cierto que los ‘Escritores Judíos de Estados Unidos’ (¡una categoría repulsiva!) se perdieron lo que para ellos debería haber sido el asunto central de su tiempo, la destrucción de los judíos europeos. No soy capaz de decir cómo puede evaluarse nuestra responsabilidad. Nosotros (ahora hablo de los judíos y no solo de los escritores) deberíamos haberlo afrontado de forma más completa y profunda. [...] Estaba demasiado ocupado en convertirme en novelista como para tomar nota de lo que ocurría en los años cuarenta. Estaba comprometido con la ‘literatura’ y mis preocupaciones eran el arte, el lenguaje, mi lucha en la escena estadounidense, las reivindicaciones del reconocimiento de mi talento, o, como en el caso de mis colegas de Partisan Review, el modernismo, el marxismo, el New Criticism, Eliot, Yeats, Proust, etc.: cualquier cosa salvo los terribles acontecimientos de Polonia. Cuando, lentamente, empecé a ser consciente de esa inefable evasión, ni siquiera sabía cómo empezar a admitirla en mi vida interior. [...] No puedo ni empezar a decir qué responsabilidad puede tener cualquiera de nosotros en un asunto así, en un crimen tan enorme que lleva a Juicio todo el Ser(4).

De forma manifiesta, Bellow hace un mea culpa sobre su papel y el de su comunidad durante el Holocausto, así como del papel de la comunidad internacional frente a un hecho que atañe, de hecho, a toda la población, por su magnitud.

Habría que disentir, en este punto, con Rodrigo Fresán, quien en un artículo para suplemento argentino Página 12 dice que “Bellow no es ni aspira a la universalidad a partir de lo íntimo”(5). ¿De dónde nace, entonces, la reflexión en los textos de ficción y en sus cartas? Más que nada, cabe preguntarse por qué, en un primer momento, en su primera novela, manifiesta claramente el autor su intención de desasirse del yo, para no caer en su tiranía, para no comportarse como un completo enajenado, a través de episodios de violencia —un bofetón, pérdidas de la paciencia, frases hirientes—, si no es para, definitivamente, elevar sus reflexiones al plano de lo universal, de lo ajeno; situarse en el juego de la otredad como forma de comprensión personal.

Entonces, si emprendernos un viaje desde el plano íntimo al literario, es inevitable indagar en la biografía del autor, que él, de una forma u otra consigna en su material literario, con las respectivas reflexiones y objeciones del caso, pero desde la postura del autor que crea a un personaje que presenta, como ser humano, cualidades y defectos, estos últimos, algunos, deplorables. En el año 2000 apareció una biografía de Bellow, hecha por James Atlas —quien investigó la figura del nobel durante diez años, más o menos—, y que mostraba al hombre real fuera de la ficción, un hombre que distaba de ser un dechado de moral y corrección, pero que, dentro de ciertos paradigmas, no podía ser considerado como lo peor del planeta. Es decir, Saul Bellow, según su biógrafo, no era más que un hombre que vio acontecimientos importantes pasar por su vida, que se casó en cinco ocasiones —él mismo se definía como un ‘marido serial’, habría que pensarlo a modo de chiste o de confesión trágica—, que pudo consignar con éxito su época, pero que vio crecer a sus personajes a la par de sus propias frustraciones, miedos y triunfos, si es que estos últimos existen realmente en la vida de un hombre normal; al fin, los personajes de Bellow reflejaban sus angustias íntimas, sus desavenencias con el mundo, su concordancia con el género humano, por aquí y por allá.

En sus cartas lo manifiesta así también, pues al ser estas muestras de su pensamiento, de su propia voz, sin los ambages de la ficción, se muestra a un Bellow que reflexio decir, Saul Bellow, según su biógrafo, no era más que un hombre que vio acontecimientos importantes pasar por su vida, que se casó en cinco ocasiones —él mismo se definía como un ‘marido serial’, habría que pensarlo a modo de chiste o de confesión trágica—, que pudo consignar con éxito su época, pero que vio crecer a sus personajes a la par de sus propias frustraciones, miedos y triunfos, si es que estos últimos existen realmente en la vida de un hombre normal; al fin, los personajes de Bellow reflejaban sus angustias íntimas, sus desavenencias con el mundo, su concordancia con el género humano, por aquí y por allá.

En sus cartas lo manifiesta así también, pues al ser estas muestras de su pensamiento, de su propia voz, sin los ambages de la ficción, se muestra a un Bellow que reflexiona sobre la política, la literatura, la situación del mundo, no con sabiduría ni con un aire de superioridad, sino de opinión humana y llana. Una voz que pretendía decir su sentir, sin más.

En una entrevista con la revista The New Yorker, Bellow dijo que su oficio estaba íntimamente ligado a su deseo de ser escuchado, leído, al fin: “Cuando escribo, pienso en algún ser humano que pueda comprenderme. Esto lo tomo muy en cuenta. Pero no pienso en ningún lector ideal. Permítame añadir esto: cuando escribo me acepto a ojos cerrados, como ese excéntrico que no puede concebir que alguien no comprenda con absoluta claridad todas sus excentricidades”. Es decir, aceptado como un ser humano.

Saul Bellow dijo que no esperaba un lector ideal para sus obras, pero quizá lo que quiso decir es que no se necesitaba cumplir con un perfil específico para acceder a su literatura, como lector o como ser humano, sino ser, sencillamente, un hombre que está sujeto a la reflexión, a las trampas que pudiese tenderle el lenguaje, y que está dispuesto, a lo largo de su lectura, a hacer suyas las inquietudes de ese personaje que, lejanamente, pudo estar basado —aunque las dosis de ficción y destreza en el uso del lenguaje son magistrales— en un hombre real, un hombre que nació hace cien años.

Notas:

1. Bellow, Saul (2005). El hombre en suspenso. Barcelona: Random House Mondadori S. A.

2. __________

3. __________

4. Bellow, Saul (2010). Cartas. Ediciones Alfabia.

5. http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-2163-2005-04-17.html

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