¿Cómo enfrentar una novela que desde el inicio nos anticiparía su posible desenlace, y que además, es narrada en primera persona por el protagonista que tal vez no sobreviva a esas (sus) páginas? ¿Qué esperamos de un hombre que poco a poco se vuelve transparente ante los ojos de los dioses, pero cuyo cuerpo en desintegración no deja de esparcir migajas hechas de recuerdos para sostenerse en el breve tiempo de vida que le queda, y así, de alguna manera, con alguna esperanza, sin ninguna expectativa, expurgar esa mala conciencia que se nos pega con los años? ¿Es solo en el umbral de la vida donde podemos reconocernos íntegros, con nuestras fallas y abolladuras, con nuestras glorias y caprichos?
Debo confesar que las novelas que empiezan con un tono dramático, en las que sus personajes mudan de piel (y a ratos de pensamiento) en cada cambio de página, y en las que todo parece estar dicho por las primeras confesiones del protagonista, me conectan, porque entiendo la urgencia del narrador por nombrar la palabra, el gesto, el sentimiento, la voluntad… El tiempo nos supera, sí, qué pesar. El tiempo también devora a los libros. El libro es un cuerpo en descomposición, y por ello, un cuerpo en apuro: ¡nómbrame, recuérdame, nárrame!
La ceniza del adiós, primera novela del periodista quiteño Orlando Pérez, condensa parte de ese sano malestar que he expuesto, pues se trata de la historia de un hombre que frente a un acontecimiento inminente de la naturaleza, se propone hacer un recorrido por los pasillos más íntimos y públicos de su vida, y a medida que el sabor a sangre va saturando toda su boca, las palabras se opacan, se vuelven más confusas, ya que tratan de aproximarse a aquello que fue y que posiblemente vendrá. El sabor de la sangre en la boca del narrador produce palabras coaguladas, que logran desanudarse de esa congestión roja por la honestidad (a veces en exceso) con la que está narrada la obra.
La novela parte de una verdad: a Pablo Merino, protagonista de La ceniza del adiós, le queda menos de un año de vida. A partir de esa confesión, empezará su “definición”, y será su recuerdo el que tome el pulso de la narración antes de que su cuerpo desaparezca. Pero así como la vida es una ficción de nuestros deseos, también “el recuerdo es una invención propia”, dice Merino. Y con esa libertad que la palabra (y la mente) otorga, el narrador nos adentrará en el laberinto de su memoria, que no solo es personal, sino política.
Recordar, pensar, narrar... es lo todo lo que le queda a Pablo Merino. La memoria no necesariamente es un ejercicio racional, sino una expresión latente en nuestras vidas que se expresa, la mayoría de veces, involuntariamente. Es como el cuerpo, que todo lo tatúa invisiblemente en la piel y “se expresa independientemente de lo que uno quiera manifestar. Y más cuando sabe que va a morir”, como dice Merino.
Esta reflexión me remitió (y la cito, pues expresa de mejor manera lo que pretendo transmitir sobre Merino) a un pasaje de la novela 62 /Modelo para armar, del escritor argentino Julio Cortázar cuando se refiere a uno de sus múltiples personajes: “‘Sí’, pensó Juan suspirando, y suspirar era la precisa admisión de que todo eso venía de otro lado, se ejercía en el diafragma, en los pulmones que necesitaban espirar largamente el aire. Sí, pero también había que pensarlo porque al fin y al cabo él era eso y su pensamiento, no podía quedarse en el suspiro, en una contracción del plexo, en el vago temor de lo entrevisto. Pensar era inútil, como desesperarse por recordar un sueño del que sólo se alcanzan las últimas hilachas al abrir los ojos; pensar era quizá destruir la tela todavía suspendida en algo como el reverso de la sensación, su latencia acaso repetible”.
Parte de la obra está inscrita en un marco histórico fundamental en la vida del Ecuador. Un entorno social y político que le sirve de excusa al narrador para profundizar aun más en las complejidades del protagonista. Por ejemplo, cuando describe el periodo en el que el país estaba a las órdenes de una carta política neoliberal, cuando la tortura era una práctica naturalizada, Merino, en ese entonces, pudo haber sentido lo mismo que siente ahora que va a morir: un dolor consciente y movilizador.
Pero también, la obra está contada desde la extrema intimidad de la vida de Pablo Merino: de la partida de su madre, de la bofetada de su padre, de la entrega de Muriel, de la ternura de su hija, de la complicidad de sus amores... Si algún rol debe jugar la literatura en nuestra existencia es la de desesperarnos y agitarnos a tal punto que nada nos satisfaga, y que la boca se nos cargue de dudas y malestar.
Este libro está disponible en Librería Tolstói, ubicada en Quito.