El periodista argentino Roberto Herrscher (Buenos Aires, 1962) le apasionan el periodismo, la historia, la academia, el medioambiente y la música; formas del conocimiento y las artes a través de las que —confiesa— busca entender el mundo. Es un conversador elocuente y reflexivo, que termina sus interlocuciones más con preguntas sobre el porqué de las cosas, que con conclusiones definitivas.
Antes de licenciarse en Sociología, estudiar teatro, ser director del Máster en Periodismo de la Universidad de Barcelona, periodista cultural, crítico de libros y ópera, Herrscher fue combatiente en la Guerra de las Malvinas.
Su carrera en periodismo inició en el Buenos Aires Herald. Ha sido colaborador del Clarín, La Nación y Página/12, en Argentina, y fuera de su país, ha publicado en medios como Gatopardo y La Vanguardia. Ha sido corresponsal y luego editor internacional en la agencia internacional de noticias IPS, en San José de Costa Rica, además de autor de los libros Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), Periodismo Narrativo (Universidad Finis Terrae, 2009) y El arte de escuchar. Viajes por la música clásica (Universidad de Barcelona, 2015); este último reúne una serie de artículos de periodismo musical publicados en varios medios de América Latina, Estados Unidos y Europa.
Herrscher es un seguidor del tenor español Plácido Domingo. En enero de este año, escribió en El Tiempo de Colombia una columna titulada ‘Por qué Plácido es el más grande de todos’, una pregunta que ya había utilizado como eje para escribir un perfil sobre el tenor que se publicó en revista Gatopardo, y que forma parte de El arte de escuchar.
Desde Barcelona, la ciudad donde está radicado hace 18 años, Herrscher reflexiona sobre dos de sus mundos favoritos: el periodismo y la música.
¿Cómo un soldado que participó en la Guerra de las Malvinas decidió dedicarse al periodismo?
Yo no entré voluntariamente a la profesión militar, sino que cumplí 18 años y, como a todos los varones de mi generación, me tocó el servicio militar obligatorio. Me tocó la Marina. Era el año 1982, estaba a punto de terminar y me mandaron a las islas Malvinas. Como no había barcos militares, porque la flota inglesa hundió el principal que era el Crucero General Belgrano, usábamos los que tenían los isleños. Yo estuve en un velero de madera construido en 1925, que se llamó El Penélope. Fue una aventura que en cierta forma terminó bien para nosotros, porque no murió ninguno de los siete tripulantes. Veinticuatro años después, volví a hacer de periodista de mí mismo: busqué, encontré y entrevisté a todos mis compañeros del Penélope. Y después fui a las Malvinas y entrevisté al que era el capitán del barco, y a la gente que vivía en las islas. A través de la historia de aquel barco, cuento en mi primer libro (Los viajes del Penélope) la historia de las islas. Es una especie de viaje de reencuentro.
Y bueno, empecé como periodista en el Buenos Aires Herald, en una época en que en mi ciudad no había ninguna carrera de periodismo; yo soy licenciado en Sociología. Después estudié Periodismo en la Universidad de Columbia, en Nueva York.
¿De qué manera cambió su vida el hecho de haber combatido en una guerra?
De varias maneras. Primero, trato de no perder el tiempo. Cuando tenía 19 años, pasaba las noches haciendo guardia y pensando que en cualquier momento podría aparecer el enemigo y matarme. Pero si sobrevivo, me decía, quiero hacer algo que valga la pena.
Yo sigo pensando todavía en la guerra. En los desastres, en tantos chicos argentinos y también del bando británico que quedaron mal, con estrés postraumático. Se suicidaron tantos excombatientes después de la guerra, como los que murieron ahí. La guerra es algo terrible.
Como periodista, busco cosas que no termino de entender. Me parece que demasiados periodistas se ocupan de lo que entienden, o de lo que creen que entienden, y el periodismo hace mejor su trabajo cuando se pregunta “por qué”. Cuando volví de las Malvinas, yo estaba lleno de preguntas: ¿Por qué mi país decidió ir a la guerra? ¿Por qué siguieron a un dictador militar en su aventura? ¿Por qué olvidaron a los excombatientes…?
Así que yo no empecé en este oficio realmente como un periodista, sino como una víctima, cuando llegaban periodistas latinoamericanos, pero también de Estados Unidos y Gran Bretaña, a entrevistarme. Allí me di cuenta de que ellos ya sabían lo que querían decir. Lo único que necesitaban de mí eran algunas citas o anécdotas para reforzar lo que pensaban.
Esa experiencia siempre está presente, por eso trato de entrevistar a los demás mejor de lo que lo hicieron conmigo. Pero, sobre todo, trato de entender al otro, al distinto. Dar a los lectores la idea de quiénes son esas personas que no entienden, que puede ser la gente de Siria, pero también de otra generación o de sus propios países.
¿En qué momento llegó la música clásica a su vida?
A mi padre le gustaba mucho la música clásica. Los fines de semana íbamos a una especie de club, y a la vuelta estaba la autopista colapsada, poníamos radio nacional y escuchábamos música clásica. A mí me encantaba y mi hermana la odiaba. En distintos momentos de mi vida me gustó también el rock y el folclore argentino. En otros momentos de metí con el tango y el jazz, a través de amigos. Pero siempre la música clásica fue para mí compañía, no un trabajo. Yo escribo escuchando música clásica, y a pesar de que soy el corresponsal de una revista estadounidense de ópera en España (Opera News), cuando voy a Francia, Italia o Gran Bretaña para algún congreso o a dar clases, voy a la ópera. Eso me dice algo, me llena. Creo que mientras uno más se mete en cualquier arte, más lo disfruta.
Yo tengo un maestro a la distancia, que es el crítico de música clásica de la revista The New Yorker; se llama Alex Ross. Creo que si nos tomamos en serio como periodistas tenemos que buscar una especialidad, y empezar a buscar a los maestros y seguirlos, de la misma forma que García Márquez se ponía a leer como loco a Hemingway o a Faulkner. Además hay una relación entre cada sociedad, cada ciudad, o tribu urbana, con su música… En cierta forma, un argumento de ópera bien contado te permite entender el mundo que te rodea. Pero al mismo tiempo, te lleva fuera de él: a un mundo de belleza y fantasía, como puede pasar con una película. Pero otras veces, la música te lleva a conectar con lo que te está pasando, que puede ser tu propia tristeza. Entonces, realmente la música te permite meterte en un rincón más profundo de ti mismo. Eso me sirve y me gusta, y lo quiero compartir con el resto. Por eso hago periodismo musical.
El arte de escuchar reúne varias etapas de su carrera. ¿Cómo describiría cada una de ellas?
Uno de los artículos lo hice en el año 1999. En esa época, estaban por reinaugurar el Gran Teatro de Ópera de Barcelona (el Liceu), que se había quemado en un incendio. Entonces hice una serie de reportajes, pero sobre todo uno muy grande sobre la muerte y resurrección de ese teatro. Después escribí sobre el festival que creó Wagner para tocar su obra en Alemania, una ciudad increíble en Castilla que se llama Cuenca y su festival de música religiosa en Semana Santa.
A partir de ese reportaje me contrató Opera News de Estados Unidos, y empecé a hacer más cosas. Pero en El arte de escuchar también hay textos anteriores. Por ejemplo, uno que hice para la revista del domingo del diario La Nación de Costa Rica, cuando se cumplieron 10 años de la muerte del gran músico argentino Astor Piazzola (2002).
El primer texto del libro es quizás mi perfil más conocido, porque fue portada de la revista Gatopardo, un perfil de Plácido Domingo. Y el último es un artículo que escribí el año pasado sobre el accidente aéreo de Germanwings. En ese vuelo iban dos cantantes de ópera que acababan de dar una función en Barcelona, así que escribí un texto sobre dos voces que siguen cantando en los Alpes.
La primera sección de El arte de escuchar se llama ‘Personajes’; la segunda, ‘Viajes’ por un mundo de música que te permite al mismo tiempo un viaje interior; y la última parte se llama ‘Experiencias’, y son reflexiones y textos más cortos que hice sobre todo para el suplemento cultural del diario La Vanguardia de Barcelona.
¿Cómo se cuenta algo tan abstracto como la música?
En primer lugar hay que huir del lenguaje técnico, al igual que se hace para contar la ciencia o la economía. Hablar en términos que entiende todo el mundo de ninguna manera es abaratar el lenguaje, sino expandirlo. Lo que pasa es que eso es difícil, porque requiere más conocimiento. En el perfil que hice sobre Plácido Domingo, por ejemplo, yo me preguntaba por qué Plácido Domingo es el más grande. Y traté de poner en palabras su voz: cómo transmite al mismo tiempo una tensión y excitación al llegar a las notas altas; cómo en la voz aguda, que en principio podría parecer algo que se acerca a lo afeminado, hay un empuje que transmite algo viril.
También me puse a contar una serie de metáforas. Él era muy amigo del violinista Mstislav Rostropóvich, que decía: si la voz de Luciano Pavarotti es como un violín, la de Plácido Domingo es como un violonchelo. Pero Domingo, en cambio, decía que su voz es como estar tomando chocolate caliente: no como un té, ni un café, sino espesa como el chocolate. De esa manera, comparar su voz con la de otros tenores —lo cual es algo muy técnico— puede ser entendible para todos, pero también puede ser divertido y se aleja de las publicaciones de siempre.
Y entonces por qué el prejuicio en nuestros países de no darles arte a los sectores populares…
Porque todo aquello con lo que no naciste, lo que no te enseñaron en tu casa, hay que aprenderlo. Yo no creo que ninguna música sea más que otra. Pero creo que lo que podemos hacer los periodistas, en vez de decir: “ah, yo soy un periodista que escribe para una revista exclusiva”, es entender que el arte es importante porque nos hace pensar. Es mucho más fácil darle a cada uno lo que le interesa, pero interesar a un público en algo que no conoce, es otra cosa. En la divulgación de la llamada alta cultura hay un trabajo democrático e inclusivo: en las grandes novelas que cuestan leer, en el cine arte, la música clásica, pero también en el jazz y la buena música popular, la pintura… El arte es también una forma de elevación cultural y social. Nos ayuda a entendernos mejor como sociedad, y a ser mejores ciudadanos y crear países más democráticos. De la misma forma que debemos entender de economía, el hecho de que los ricos aprendan y los pobres no, lleva a perpetuar las diferencias sociales.
Independientemente del idioma y la lírica, la música apunta directamente a la emotividad, a las sensaciones; la palabra, en cambio, llega primero a la razón. ¿Cómo empatar ambos ‘lenguajes’ en periodismo?
La mejor forma de interesar a alguien sobre algo fuera de su propia vida, o de sus intereses, es la emotividad. Yo puedo llorar con la historia de los refugiados sirios, que hablan un idioma que no entiendo, y viven en una región del mundo donde nunca estuve. Hay cosas en las que somos todos iguales, y yo creo que la alegría o melancolía que produce la música también nos unen. Hay personas que destinan tiempo, o tienen que gastar plata, viajar, pasar frío, calor, lluvia, para ir a un concierto. Eso es porque les pasa algo con la música. La emotividad, en este caso, es el centro de todo. Y lo otro es el conocimiento, los datos. Estar consciente de que para entender a Mozart te sirve que te cuente la vida de ese niño prodigio explotado por su padre. Y de qué manera compuso óperas muy amargas que reflexionan sobre la pareja y el matrimonio, cuando él mismo estuvo viviendo su propia crisis. Sus enfrentamientos con el poder. La Flauta Mágica es una obra sobre la libertad. Otras de sus obras son sobre el amor, el miedo a la muerte, el sufrimiento de estar enamorado. Esas son cosas que nos interesan, porque nos pasan a todos.