El Telégrafo
Ecuador / Jueves, 28 de Agosto de 2025

Dos niños de aproximadamente cuatro y cinco años corren por el viejo puente de la hacienda La Pintada, Antioquia, Medellín, país Colombia, planeta Marte. El río Cauca los mira desde abajo. Dicen que de sus aguas traidoras, color barranco nadie se salva. Los hermanitos se columpian mientras cruzan, la fuerza de la torpeza y de la inocencia hace que sus cuerpitos blancos y flacos caigan al agua. Darío se despierta. Fernando se despierta. Otro sueño que se arrulla en la misma hamaca blanca guindada en el patio entre el árbol de mango y ciruelo, de la casa de Medellín, ubicada en la calle Perú del barrio Boston, la casa de El desbarrancadero, la del odio y el amor.

Fernando cree que entre él y Darío, su hermano, hubo una especie de sincronización de almas, sueño por sueño, recuerdo por recuerdo y que esa conexión los acompañó siempre, aun después de incontables despedidas. A Darío le encantaba mirar una fotografía vieja, caía como borracho en ella una y otra vez, sobre todo en la última etapa de la enfermedad que lo mató, el sida. Y así, desgastando aquel álbum, con los ojos hundidos, enflaquecido, extenuado, con la piel marchita, se la pasaba hablando, hablando, hablando, recordando aquel aguardiente en el Alto de Minas subiendo de Medellín a Santa Bárbara, de los muchachitos -no mayores de dieciséis-, de tremendas borracheras, riendo y dando rienda suelta al placer por esos días, delirando, perdido en el vacío, encerrándose en un mutismo que le duraba minutos y hasta horas, su mirada ausente se congelaba en aquella imagen: él de rulos rubios y Fernando detrás, con una camisa a rayas, de pelo lacio caído sobre la frente, abrazándolo.

Era el amor capturado en una imagen la que los hacía revolcarse en el pasado, recuerdos de la niñez, de la vida, de lo que es Colombia, de la miseria, de la más de una veintena de hermanos, de lo asfixiante que puede resultar la familia. Todo eso es lo que terminó confesando Fernando Vallejo en un libro, quizá una de sus mejores obras en el sentido de que es una entrega muy íntima, donde habla en primera persona con nombre propio conjugando en la escritura, literatura y vida, ficción y realidad, logrando páginas que se van desgranando una tras otra, que aunque se repite en su prosa vigorosa y áspera, original e independiente, sin límites de géneros, atacando ideologías y creencias, esta sería una novela río de no ser por los párrafos que separan una confesión de la otra.

Hablamos de El desbarrancadero y del amor que brota de él, del derroche de ternura y nostalgia de esa infancia, en medio de asesinatos, ajustes de cuentas, atracos, morgues y caos, escrita por la mano de un hombre que es calificado de extremista, nihilista, delirante, misógino, racista y antipopular, pero que -a su vez- en su pecho aún guarda una que otra chispita de amor.

El rey de los provocadores

A excepción de su padre muerto, Fernando no muestra apego por ningún humano. Por eso no vacila en poner mal a medio mundo, con tal de contarnos las cosas “como son”. Eso hace que como narrador ofrezca una visión “insolente, iconoclasta, negra y profundamente pesimista del mundo”, que es criticada por muchos -entre otras, como eso de ponerse en disputa con Gabriel García Márquez-, pero, sin duda, su estilo áspero y vigoroso está en la cumbre de la narrativa colombiana. Dicen de él que es un “delirante que le quiere cobrar a toda una nación el no haber podido ser felizmente homosexual en Medellín, como proclama en todas sus entrevistas”, además de ‘narcisista’ y ‘egocéntrico’ ya que “no soporta al resto del universo, solo se soporta a sí mismo, sus opiniones, sus diagnósticos, y las personas cuyo pensamiento es fiel copia del de él”. Esto último él mismo lo ha escrito en sus novelas. Y aunque señalen que el tono de su narrativa “es el del odio, la furia, el resentimiento contra un país que le quitó todo”, y que se trata de un “sujeto posnacional que se interesa únicamente en descomponer, destrozar, arruinar todo aquello que tenga que ver con lo nacional, o simplemente un reaccionario y conservador que busca una Colombia fascista”, el tono melancólico que insiste en olvidar -y que por eso mismo no deja de recordar-, desde una ternura agresiva y escalofriante que no tiene otro interés que la propia Colombia, está ahí, late y se desborda a medida que se adentra más y más en su familia, el odio que nació en el hogar, que para Vallejo salió desde ese hueco negro de donde venimos todos, de los múltiples embarazos de su madre, a la que reprocha una y otra vez haber traído tanta boca a este mundo, incluida la de él: “Traer niños al mundo es un crimen. Yo no caigo en la trampa de la sociedad colombiana que le obligaba a uno a casarse con una mujer y tener hijos, en vez de eso elegí acostarme con muchachitos y así no hacerle el mal a nadie”.

En el documental La desazón suprema -que Luis Ospina le propuso realizar a Vallejo sobre su vida, cuando se lo encontró en una fiesta- se explora, con abundante y muy honesto material gráfico, la personalidad de Vallejo y su relación con el arte, con Colombia, con los animales (véase cuánto amor tiene hacia los perros: ha donado a dos fundaciones $ 150 000 provenientes del premio FIL de Literatura, más $ 70 000 que le pagó la Editorial Alfaguara por la publicación del compendio de su biblioteca literaria y en 2003 habría hecho lo mismo con los $ 100 000 del premio Rómulo Gallegos), su relación con todo.

Nos ofrece exquisitos detalles de su vida en clave ficticia, de su forma de actuar, tan impulsiva pero con palabras que cortan y que van descascarando todo a su paso. Hay un Fernando que se baña en la piscina de su casa, con sus hermanos, a los que aprendió a odiar por encima del amor, y luego un Fernando que recorre con nostalgia, después de muchos años, la misma casa, el mismo ‘infierno’, donde creció.

También hay un Fernando que se quiebra y llora al leer un fragmento de la novela La Virgen de los sicarios: “Con su aguja gruesa, una vitrola en la cantina tocaba un disco rayado: ‘Un amor que se me fue, otro amor que me olvidó, por el mundo yo voy penando. Amorcito quién te arrullará, pobrecito que perdió su abrigo muy solito va. Caminar y caminar, ya comienza a oscurecer y la tarde se va ocultando...’. Y los ojos se me encharcaban de lágrimas mientras dejando atrás a Bombay, para siempre, volvía a sonar a tumbos, en mi corazón rayado, ese Senderito de amor que oí de niño en esa cantina por primera vez esa tarde”. Y cómo no encharcarse los ojos con aquella prosa que vibra como una melodía interna. Otra vez vemos al niño, siempre al niño corriendo calle abajo mientras la vida pasa.

En la cinta, una de sus hermanas habla abiertamente de El desbarrancadero, y cuenta -a estas alturas como anécdota- que el libro tuvo que se ocultado de su madre -que en la novela ocupa protagonismo, igual que su hermano Darío y su padre-, a quien Fernando llamaba ‘la Loca’, además de ‘gallina ponedora’, ‘lacaya de Dios’, ‘mandona’, entre otros términos, porque a pesar de todo, seguía siendo la madre de los demás.

Fernando habría dicho en una entrevista: “Mi mamá fue una mujer muy loca que tuvo muchos hijos y una casa que fue un manicomio. Hay cuentas mías con ella muy complejas que a lo mejor no podría captar en un libro. De todas maneras, ella murió hace poco y ya está en la libreta de mis muertos”. El desbarrancadero se logró ubicar en los quince primeros lugares de la lista confeccionada en 2007 por 81 escritores y críticos hispanoamericanos y españoles con los mejores 100 libros en lengua castellana de los últimos veinticinco años. Además con ella obtuvo el Premio Rómulo Gallegos en 2003.

También evoca un recuerdo fascinante: una sala pequeña, abarrotada. El cine como un templo. El entrechocar de unas espadas. Y una película en frente. Toda una fascinación hermosamente expresada en un fragmento en su novela Los caminos a Roma (1988): “De la mano de mi padre entré al cine. Tal vez por causa de esa primera impresión para mí todo cine es un templo. Pero uno que embriaga no con incienso ni con latines de coro y presbiterio, sino con luces y sombras que pugnan en la oscuridad. Retumbó un cañonazo atronador y el templo se volvió barco: una nave pirata al abordaje. Y ahí voy yo, el Corsario Negro, parche negro en un ojo y el otro echando chispas iracundas de colores, al abordaje con mi cimitarra de mango incrustado de rubíes y esmeraldas. Tas-tas-tas-tas. Son las espadas, el entrechocar de espadas. Tumbo uno aquí, tumbo otro allá, el que se me atraviese se muere, salto a la goleta inglesa y por entre arboladuras, jarcias, mástiles, volando en una cuerda, aterrizo en la cabina del capitán y lo hago prisionero... Nunca, nunca, nunca he sido más feliz que en medio de esa humareda y de esa matazón… Esa tarde de domingo, en esa salita abarrotada, al abordaje de un entrechocar de sables, así y ahí y entonces nació mi amor por el cine”, señala Vallejo en el documental.

Volcando su ‘vacío’ en el cine (por esos tiempos, según Fernando, no sabía escribir), hizo los guiones de películas que él mismo dirigió: Crónica Roja (1977) y En la tormenta (1980), ambas sobre la violencia en Colombia -que fueron prohibidas durante una época en ese país-, a las que seguiría, en 1983, Barrio de campeones. Además del éxito rotundo de La Virgen de los sicarios, rodada en 1999 y dirigida por Barbet Schroeder. Después diría: “Las dos películas colombianas que hice me quedaron muy regulares, pues los paisajes de Colombia, las montañas inmensas, los ríos tormentosos, fantásticos, qué los iba a tener aquí. Yo lo que logré plasmar era una décima parte de lo que tenía en la cabeza y en el corazón”.

Cuando el lenguaje del cine lo desilusionó, se dedicó de lleno a la literatura. “Hacer cine ya no me interesa. Yo pienso que es un lenguaje muy menor al lado de la literatura y que la literatura es un lenguaje muy menor al lado de la música. Lo del cine es un lenguaje muy pequeño al lado de la palabra, es un lenguaje muy artificioso. La palabra no es artificiosa, la palabra está íntimamente ligada a lo que es el ser humano. Llegué a la conclusión de que era un lenguaje muy artificioso, y que el cine es un embeleco del siglo XX y que no va a durar mucho más”, dijo.

Su pasión por la música también es admirable, alguna vez dijo que le hubiera gustado ser músico, de niño tocaba el piano, el saxo, la trompeta y hasta el violín. Su gusto por Mozart, Chopin, Gluck y Richard Strauss es destacable, pero cree que no tiene música en el alma, no la siente, no es más que un intérprete, se convenció de que tenía que dedicarse a la palabra, a la literatura, “que estaba más a su alcance”.

Amar intensamente pero no más de un día

Uno de los textos que más se acercan a la vida amorosa de Fernando Vallejo se titula ‘El único hombre al que ama Fernando Vallejo’, escrito por Iván Gallo en la revista Las 2 orillas, publicado en abril de este año. A pesar de que en anteriores declaraciones Fernando ha dicho “he amado intensamente pero no más de un día, el amor para mí se me hace muy efímero”, Gallo nos regala detalles de la convivencia junto al artista David Antón, con quien el escritor colombiano vive en México, donde es otro.

David Antón y su pareja conviven desde 1971. A sus 86 años, Antón es, con más de seiscientos montajes, el escenógrafo más prolífico de México. A sus logros en el teatro, en el que se cuenta el haber trabajado en obras de Alejandro Jodorowsky o de Arthur Miller, se suma un premio Ariel, el Óscar mexicano, por el diseño de arte que hizo en Rastro de muerte de Arturo Ripstein, lo que sin duda alguna deslumbró a Vallejo.

“Cuando no está diseñando en la misma mesa en que lo hace desde hace cuarenta años, está sentado en un larguísimo y cómodo sillón de cuero en donde escucha desde una melodía de Mozart a un bolero de Leo Marini. El apartamento por lo general está lleno de invitados. Él no tiene que moverse de su trono de cuero, para eso está Fernando. Él es quien cocina y sirve los tragos. Cualquier colombiano que toque la puerta del apartamento de Antón será atendido y debidamente alimentado. Antón, a diferencia de su pareja, está al tanto de las vanguardias artísticas. Por lo menos tres veces a la semana va al cine o al teatro, muchas veces sin Fernando, quien prefiere quedarse en casa viendo esos programas de chismes que tanto disfruta. Esta armonía hogareña se rompe cuando suena el teléfono y el apacible amo de casa se transforma en el monstruo. A Antón no le gusta escuchar esa sarta de procacidades que puede decir Vallejo en una entrevista y, aunque sabe que es una pelea perdida, siempre le reprocha esa actitud; es el costo que tiene que pagar por vivir con un provocador profesional”, señala Gallo.

Y así, Antón figurando como el ‘pararrayos’ en donde el alma del poeta ha descansado en las últimas cuatro décadas, es quien ha sabido llevar su genio intempestivo y quien atempera su furia y su siempre notable amargura. Ante eso es preferible quedarnos con esta imagen: “Cuando Antón sale, debido a la intensa vida social que lleva, suele llegar muy tarde. Al volver casi siempre suele encontrar a Fernando desahogándose frente al computador. Sigue hasta su cuarto y se acuesta en la cama. Deja la puerta abierta para verlo desde allí escribir. Entonces y bajo el arrullo del incesante tecleo, David Antón se va quedando dormido”, culmina Gallo. “Lo único que necesita uno es amor y un perro”, habría dicho Antón. Fernando tiene ambas.

¿Nos dará Vallejo algo de amor antes de irse con su señora Muerte? Este autor, lleno de conocimientos sobre áreas muy diversas, desde la religión hasta la biología, pasando por la gramática o el cine y volviendo sobre la literatura, ¿escribirá algún día algo sobre esta etapa de paz y unión con Antón, en que de lo último que se hable sea de Colombia?

En 2008, en una entrevista realizada por Jaime De la Hoz Simanca, Fernando señaló: “en el último año no he escrito una línea. El año pasado no escribí nada y tampoco leí un solo libro. El tiempo vacío lo llené escuchando música en casa, pues desde hace muchos años no salgo a la calle, no aguanto el ruido de afuera”.

Ahí está Vallejo, encerrado en su casa de México, escuchando boleros de Leo Marini y José Alfredo Jiménez; también a Chabela Vargas, música latinoamericana de los sesenta, porros, tangos y milongas argentinas. Dicen que se está poniendo viejo. Por eso siempre carga en su chaqueta un gotero oftalmológico con el que controla sus problemas de visión. La vejez se le viene encima. Y con los años los recuerdos pesan tanto, que son como guirnaldas colgando desde la calle Perú, entre la Ribón y Portocarrero, a mitad de la cuadra, subiendo a la derecha, hasta el primer cuarto de esa casa con tres ventanas de rejas blancas donde Fernando nació. A estas alturas ya no hay cabida para el odio. Aquel globo de helio que lo deslumbró de pequeño, por novedoso y fantástico, ahora no le queda más que soltarlo, dejarlo ir. “... Ahora sé que lo que me está ordenando ese sueño es volver a ese cuarto de esa casa a esperar la muerte para que así, después de haber recorrido tanto no haya avanzado ni un palmo... Yo aspiro a morirme en Colombia, en la casa en que nací”, habría dicho, paradójicamente de la casa de la que tanto reniega y a la que no deja de recordar y escribir.