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Pequeños incidentes (rockola, espina de tuna, dioses ebrios)

Todo estaba de maravilla hasta que don Gerardo, uno de los personajes de la cantina de don Carlitos, sacó una bolsa de tunas y la puso sobre la mesa. —Sírvase, Carlita, con confianza. Acepté. Para ser sincera, no necesitaba más de lo que ya tenía: un hervido y las canciones que salían de la rockola Wurlitzer que —más que rockola— era una máquina del tiempo. Apenas 25 centavos y dos canciones de alto calibre empezaban a rodar por el salón. Podía caerse el mundo, no importaba, yo estaba en pleno viaje a la mismísima médula del pasillo ecuatoriano. Olimpo Cárdenas, Carlota Jaramillo, las hermanas Mendoza Suasti y el Ruiseñor de América eran los capitanes de la nave. Pero don Gerardo insistió tanto que no quise ser descortés. Tomé la fruta con cuidado y ni bien la llevé a mi boca sentí un pinchazo. Era una espina; una minúscula y cabrona espina. Traté de quitármela enseguida, pero sólo acabé hundiéndola en mitad de mi labio. Mi expresión fue evidente, así que les conté lo ocurrido a los compañeros de mesa. —Parecería que te pinchó el amor, me dijo Mariela empuñando la copa y riendo junto a Sergio y el loco de la esquina. Pero lo cierto es que el amor me había pinchado hace tiempo. Lo que ahora sentía era una molestia al estirar los labios, ergo al cantar, y eso, en el fondo, era lo que me preocupaba. No quería interrumpir mi emoción.

Afortunadamente todo continuó de maravilla. Hundí mi labio en la copa, a fin de matar cualquier bacteria, y me limité a disfrutar de la rockola, de esa generosa Wurlitzer que ahora me entregaba  —más añeja y más clara que nunca— la voz de Daniel Santos, cantándome una versión gloriosa de Obsesión, y logrando, por un momento, que yo olvidara la mía.

DOS

La magia de mi oficio radica, entre otras cosas, en el arte de observar. Me adapto como un camaleón a los colores de la historia. Soy esta que va escribiendo jeroglíficos en una libreta maltrecha y soy, a la vez, todas las risas, las voces y los cantos de estos siete viejos que ahora brindan frente a mí, en la picantería Tiwintza, en el corazón de La Tola. Por momentos todos se alborotan y por momentos todos callan con las miradas perdidas en algún recuerdo.

Alguien interrumpe la voz de Julio Jaramillo, que desde una pequeña radio canta Cinco centavitos, para evocar al “mamaza”, un requintista anónimo que según cuentan tocaba como un Dios. “El negro Guillermo”, en cambio, recuerda a un músico ciego que solía contratar en la plaza de Santo Domingo para dar serenata a una muchacha cuyo nombre hace tiempo olvidó. La muchacha nunca lo aceptó, pero el ciego llegó a ser su mejor amigo.

Mientras lo escucho, reconstruyo todo en mi cabeza como una detective que acumula datos y pistas y que siente vértigo ante ese remolino de palabras.

¡Salud, Carlita —me dice don Cristóbal— por los viejos tiempos! —¡Salud!, le digo sonriendo. Don Cristóbal avanza a la siguiente mesa y yo me quedo sola, pensando si algún día llegaré —con el cabello ya blanco— a decirle ¡Salú, por los viejos tiempos! a alguna muchacha ávida de historias, recordando este momento.

TRES

La espina se incrustó en mi labio más profundo de lo que creía. Han pasado tres días y la pequeña molestia se ha vuelto un punto rojo que late y arde todo el tiempo. Frente al espejo, estiro mi boca como si estuviese sonriendo. Duele. La sonrisa es falsa, pero la mueca es real. Estirado el labio, el punto rojo se vuelve blanco y casi puedo escuchar la risa triunfal de la espina, alojada cómodamente en su nuevo hogar.

Lo comenté en casa y creen que el labio puede llegar a infectarse, que lo mejor sería que me revisara un médico, pero he descartado esa opción, sobre todo por tiempo. Lo poco de espacio que me queda libre no lo quiero gastar en ir, esperar y volver de un lugar lleno de batas blancas. Así que intentaré sacarla por mis propios medios. Esta noche leeré a Walter Benjamin.

CUATRO

Ninguno de mis métodos resultó. Me lo merezco, por terca.

CINCO

Mi válvula paranoica se activó. ¿Y si en verdad esa espinita de tuna llegara a infectarme? ¿Y si entonces...  Sé que es una exageración, pero al mismo tiempo sé que no. Al fin y al cabo este mundo está lleno de historias en las que aparentemente no pasaba nada cuando de pronto sucedió.

En 1941, el escritor norteamericano Sherwood Anderson (quien ayudó a William Faulkner a publicar su primera novela La paga de los soldados en 1926) se tragó un palillo en medio de una fiesta, durante su estancia en Panamá, y posteriormente murió de peritonitis.

Por su parte, el dramaturgo Tennessee Williams murió sentado en su baño. Trataba de abrir con la boca un bote de pastillas, cuando de pronto el tapón salió disparado directamente a su garganta, finalmente lo asfixió.

Jack Daniel, el fundador de la destilería radicada en Tennessee que fabrica el famoso whisky que lleva su nombre, murió en 1911 a causa de una contaminación por bacterias en la sangre, seis años después de haberse lastimado un dedo del pie por patear su caja fuerte al olvidarse la combinación.

Pero una de las muertes más extrañas fue la de Esquilo (456 a.C.), considerado como el primer representante de la tragedia griega. El dramaturgo decidió exiliarse al campo después de que el oráculo predijese que iba a fallecer aplastado por una casa. Poco tiempo después, un buitre quebrantahuesos dejó caer una tortuga desde gran altura justo sobre el lugar donde se encontraba Esquilo. El caparazón golpeó su cráneo ocasionándole una muerte instantánea.

Al parecer el oráculo no se equivocó.

SEIS

Han pasado seis días y la espina sigue aquí. Nada ha cambiado, salvo que ahora nos llevamos mejor. Hemos llegado a un acuerdo, si yo no la activo con el diente ella me deja en paz. El puntito no ha crecido, buena señal. Supongo que en algún momento mi propio labio lo expulsará. Hasta tanto volveré a la cantina de don Carlitos para escuchar historias del barrio y de viejos locos a los que siempre he sentido hermanos. Don Gerardo prometió estar puntual, en la misma mesa, con una bolsa de tunas. Me alegrará mucho verlo, pero esta vez me limitaré a lo que dicte mi corazón: una copita de hervido, la añoranza de mi amor en la distancia y la música de una vieja Wurlitzer que por décadas ha sido templo de grandes dioses —ebrios, luminosos y eternos— dioses que siempre, estoy segura, me acompañarán.

 

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