La avenida empinada que rodea lateralmente el mercado de San Roque por el flanco norte, también conocida como ‘la tuentifor’, es una de las arterias por donde se alimenta este templo-antro de verduras, hierbas, textiles, muebles e incluso tecnología obsoleta, quizás robada. Todo parece tranquilo al amanecer en este mercado popular quiteño, los vendedores de frutas ocultan aquellos productos menos agradables, otros vocean sus promociones entre los numerosos altares de vírgenes y santos que dotan de un aire místico al lugar. El movimiento es febril. Los diminutos cargadores con sus gambas —artefacto de carga ancestral que permite llevar grandes pesos sostenidos con la frente— son los personajes más severos de toda la microsociedad de San Roque. Sin duda, el corazón de este viejo mercado, que late desde antes de que salga el sol, se encuentra en la zona de los cadáveres. Adaptándose a esa inicial escasez de luz, las doñas del mercado colocan un foco ahorrador sobre su mercancía: lenguas, vísceras, patas, pulpa: un desfile rojo con precios al por mayor.
Una a una, las miradas se concentran en una figura discordante, monumental. De entre el frenético movimiento comercial se erige una silueta que desentona con el andar rápido de las vendedoras y sus clientes. Con más de un metro ochenta de altura, una gran manzana de Adán y ojos claros, con un velo de plástico que en realidad es una de esas redes que sirven como recipiente para las mandarinas, un atuendo de luto que culmina con un cinturón negro brillante y un anaco, una peculiar viuda transita por los todavía oscuros pasillos del mercado. Su nombre es Samuel. Al descollar a todos quienes la rodean, es difícil que su andar pausado no se perciba desde al menos cinco metros a la redonda. Detrás de él, tampoco pasa desapercibido el cabello rosado de María Emilia Escudero, artista quiteña, quien persigue a esta espectral figura con una cámara por todos lados. Se pueden escuchar los cuchicheos y siseos, aunque algunas personas prefieren ignorar a esa viuda masculina que sostiene entre sus manos un hueso de gran tamaño, mucho más ancho que su delgado brazo; elemento que solo aporta más interrogantes. ¿Qué está haciendo esta viuda peculiar, tan temprano, en uno de los refugios más acérrimos del espíritu popular quiteño?
—¿Qué va a hacer con ese hueso? —pregunta una de las señoras desde su puesto, con una mirada cautelosa pero que no puede ocultar el brillo del asombro.
—Sopa —responde la viuda.
—¿Sopa? Pero eso ya está mordido por el perro.
Algunos no quieren mirar a la cámara, otras lo hacen con curiosidad. Son las 06:22. El performance es una danza entre la cámara y los gestos de Sam, un chispazo en un entorno donde seguramente le pesan cientos de miradas. Decenas de patas de pollos forman parte del cuadro, Sam utiliza un chorizo como bufanda. Lo cotidiano sirve para transfigurar la realidad.
‘Monja, viuda, soltera, casada…’ Una versión quizás más madura, ciertamente más compleja, de este juego, es la forma en la que Samuel Brown, performer originario de Pittsburgh, se propuso conocer Ecuador. Su misión es encarnar algunos de los arquetipos de mujeres quiteñas, distorsionando y divirtiéndose con las reglas de juego que han existido tradicionalmente para asumir la feminidad en la capital andina. Junto a María Emilia Escudero, a quien conoció en la Universidad de Wheaton, en Norton, Massachusetts, recorren la ciudad de Quito buscando colores, texturas, pero sobre todo historias que han recopilado a partir del proyecto Trans-meat.
— ¿Por qué se pone esa mascarilla? —pregunta una señora en su puesto de venta de pollos.La gorra le cubre la mitad de la cara.
—Está de luto —le explico.
—¡Ah! ¡Yo pensaba que había venido un payaso! Chirisiqui sin calzón, así andan allá, nosotros no andamos así —contesta.
—Sí tiene calzón, simplemente es una viuda —replico al comentario, algo descabellado: Sam no podía estar más vestido.
—¿Viuda alegre?
—¡Eso mismo!
No es la primera vez que los gestores de Trans-meat visitan el mercado de San Roque. De hecho, de allí salió el gran corazón de bovino que se exhibe actualmente en un par de fotografías en la galería Arte Actual de la Flacso. Y es que la exposición de la carne cruda es un elemento constante dentro de una propuesta artística que combina performance con fotografía. La propuesta radica en vestir a Sam de diferentes arquetipos de mujeres quiteñas y lograr que interactúe con la ciudad y con la carne —cruda generalmente—, buscando en la apropiación de los espacios cotidianos y en la interacción con la gente una estética propia. “El aspecto político de nuestro trabajo no es el gesto de sostener un corazón; es que logramos negociar, establecer vínculos; visitamos espacios populares donde la figura de Sam trasciende lo cotidiano. Lo que cambió a la gente, y nos cambió a nosotros, es que logramos comunicarnos”, explica María Emilia.
¿A qué nos referimos cuando hablamos de trans?
Etimología: que atraviesa.
Transmutar, transgénero, transexual, transfiguración, transporte, transgredir.
Para María Emilia Escudero y Samuel Brown, lo trans es básicamente dejar las posibilidades abiertas. Trans es la posibilidad de apropiarse de una frontera.
En San Roque, algunas personas no quieren siquiera mirar a la cámara de María Emilia, otras lo hacen con curiosidad desde sus puestos. Muchos piensan que se está filmando algo para la televisión, otros solo quieren pasar rápido, pues tienen muchos negocios que atender. Son las 06:22. María Emilia y Sam se conocen bien: cuando ella saca la cámara, Sam ya sabe dónde colocarse, cuando él hace un gesto ella se mueve rápidamente para captarlo. El performance es una danza entre el ojo de María Emilia —la cámara— y los gestos de Sam, un chispazo en un entorno donde seguramente le pesan cientos de miradas. Decenas de patas de pollos forman parte del cuadro, Sam utiliza un chorizo como bufanda, lo cotidiano les provee elementos para transfigurar la realidad. Las doñas de los puestos nos preguntan qué hacemos, yo aprovecho para preguntar a qué hora llegan al mercado, a qué hora se van. ¿Dónde está la obra de Trans-meat, en las fotografías en gran formato que cuelgan en la galería o en ese irrumpir en la cotidianidad de San Roque para poder llevar una conversación más allá de una simple transacción comercial?
—Él es hombre, debería vestirse como hombre.
—A él le gusta. ¿Usted piensa que no le queda bien?
—No. Dios creó hombre y mujer, que seamos honestos.
—¿Por qué vestirse así lo hace menos honesto?
—Porque él es hombre… Bueno, para un disfraz no está mal.
Para narrar su experiencia, Sam y Emilia eligieron exponer fotografías en que los colores y los detalles dan cuenta de la capacidad de protagonismo que tienen los espacios comunes. Así como esta vez florece ante nuestros ojos, en el mercado de San Roque, el rojo de las carnes, la luz neón de los altares, la combinación de los diversos granos que generan magníficas texturas, también encontramos, por ejemplo, la mirada de María Emilia interactuando con Sam en el viejo parque de diversiones de la última planta del centro comercial Unicornio, al norte de Quito, popular entre quienes vivieron su niñez en los años noventa. Una de las fotografías muestra la pata quebrada de un unicornio que forma parte de un carrusel, y parece que un hueso sobresale con morbidez.
Temprano en la mañana, los altares de las vírgenes, y en menor medida los de los santos, manifiestan su esplendor en el mercado de San Roque. Alfredo —oriundo del barrio, ubicado en la parte occidental del centro de Quito—, quien trae pescado de la Costa, nos explica: “Toda la vida han estado ahí esas vírgenes, son del mercado, entre todos se organizan para colocarlas”. Ahí está el Señor de la Buena Esperanza, por allá la Virgen de las Mercedes, quienes traen prosperidad, consuelo, sanación. El mercado es un templo-antro, y evidencia una necesidad visceral poco común en nuestra cultura de combinar la carne con lo divino.
Una de las fotografías de gran formato expuestas en la muestra de Trans-meat —de la colección Bathroom Virgin—, muestra a Sam en un plano cercano, dentro de una ducha, performando una virgen y con el rostro pintado de azul y blanco, al tiempo que sostiene un dildo fucsia de manera ceremonial. “Para llegar a hacer esta fotografía, tuvimos que conversar sobre masturbación con mi abuela. Si no hubiese hecho esta foto, esta conversación jamás se habría realizado”, explica María Emilia. ¿Dónde está la obra de arte? ¿En el logro estético de las imágenes o en aquella conversación distópica? Son solo dos lados de una misma moneda.
—¿De dónde es él?
—De Estados Unidos —le respondo a Mónica, una vendedora que trabaja en el mercado desde que era niña. Trae sus productos de Manabí, Puembo, Pifo, Marianas de Calderón. En su negocio aparecen miles de puntos cardinales.
—¿Y por qué está vestido así?
—Le gusta tomarse fotos con esa ropa. ¿Qué le parece cómo le queda ese vestido?
—Es de mujer creo, ¿no?
—Sí, de mujer.
—Ese es el anaco de los indígenas, se ha puesto con correa.
—Le gusta mezclar los estilos.
—Y ese pantalón, ¿de Alemania?
—Ni idea.
—Sí, de Alemania es.
Sam sostiene un pequeño conejo que Beatriz Yanpay, vendedora del mercado, consiguió de un negocio de venta de animales. Con ella ya había conversado María Emilia previamente, y le advirtió que quería hacer unas fotos en su local. Asimilar un lugar implica entender a las personas que lo habitan, respirar su aire, dejar que las rígidas formalidades se evaporen. María Emilia había querido hacer fotos allí, en el puesto de Beatriz, desde hace varios años. Se trata de un pequeño zoológico con patos, pavos, pollitos, cuyes, gallinas, conejos, gatos, codornices, palomas. Todos vivos, todos aglomerados en un edificio de jaulas. A cambio de unas monedas, Beatriz faena a los animales detrás de su kiosco. Arriba el filo helado, ¡y abajo!
El día de la inauguración de la muestra en Arte Actual, “alguien escribió en el libro de comentarios que no se justifica la muerte de un animal ni aunque sea arte. En principio estoy de acuerdo, pero hay otra parte que me dice: bueno, la gente no va y protesta cada vez que McDonald’s le enseña una hamburguesa”, dice María Emilia sobre la reacción que tuvieron algunas persona al ver impúdicamente pedazos de carne en las fotografías, pero sobre todo, por la cabeza de un cerdo congelado que era parte de la exposición.
Mientras vamos en busca de sitios para hacer fotos, Blanquita, otra de las vendedoras, nos trajo comida de regalo, así, porque sí. Luego nos hacen preguntas.
—¿Por qué está de luto?
—Es para un proyecto.
—No sabíamos por qué estaba de luto.
—Sí, estoy de luto, por esta vaca creo —dice Sam, y levanta el hueso.
—Le queda hermoso su vestido, le queda genial.
—Bueno, quizás si se pusiera una faja en lugar del cinturón sería mejor. La faja que usan las indígenas. De esas se consigue abajo, puede costar cinco dólares.
—¡Gracias!
La galería Arte Actual estaba repleta el día de la inauguración de Trans-meat, el pasado 26 de agosto. Los asistentes mirábamos la propuesta fotográfica con copas de vino en aquella sala blanca del museo y en medio del murmullo de otros artistas e interesados en el arte. Era como un espejismo: ¿Dónde está la obra de arte? La exposición muestra una cabeza de cerdo dentro de un gran cilindro de hielo; una ‘niña’con rostro de mariposa; una puta lidiando con los ocho falos del pulpo; el salón de belleza de Camila Villa, Tijeras Locas, quien contrata a gente de la comunidad GLBTI... Todos esos gestos inmortalizados en el museo... ¿De qué color es la sangre que late detrás de todos ellos? Para entenderlo, propuse a María Emilia y a Sam inaugurar un nuevo capítulo de la muestra. Así nació la viuda Sam que se paseó con un gigantesco hueso, roído por los perros, por los pasillos del mercado de San Roque.