Si recordáramos todo, cada olor, cada palabra, cada rasguño doloroso, cada orgasmo, cada gota de sudor, cada pesadilla, la vida sería, con seguridad, una experiencia incomprensible e intolerable. Si no fuésemos capaces de componer nuestra propia historia, no aquella que vivimos físicamente, biológicamente, sino la que podemos contarnos, la que somos capaces de soportar, flotaríamos en una lucidez inaudita y desesperante, paralizados en algo parecido al espantoso desvelo de los dioses.
Borges fantaseó con ello cuando concibió la memoria interminable de Irineo Funes, el que no podía olvidar, en cuya mente se conserva cada fragmento de segundo y todo es absoluto y omnipresente, sensorial y vivo a cada instante. Borges destruye el pasado convirtiéndolo en un presente eterno y definitivo. Hay mucho en Funes que tememos, hay mucho que nos repugna: su memoria total lo vuelve monstruoso y poco humano.
Santiago Páez, en su novela Olvido, traza el camino contrario. La mujer que protagoniza esta historia, en cambio, es humana en un sentido esencial. Su rutina insignificante, repetitiva y fútil, es sencillamente la parte visible, lo que ella puede tolerar del claroscuro de su existencia, que intuimos dolorosa, cruel, acaso bella y placentera; en todo caso, brutalmente intensa.
La memoria cumple esa función en la naturaleza humana. Sabemos por Freud que aquello que nos resulta triste o incómodo se pierde en la oscuridad del inconsciente. Sabemos por San Agustín que no hay, en realidad, un pasado ni un presente, y menos un tiempo que todavía no ocurre. Paul Ricoeur nos demuestra que lo único que podemos experimentar como humanos, en relación con el tiempo, es lo que somos capaces de narrar, lo que podemos componer como un relato. Se incluye nuestra propia vida, que es, en esencia, un cuento: el cuento que hilvanamos y nos contamos sobre nosotros mismos, hecho de fragmentos, de trozos de vida que no nos hacen daño y nos ayudan a construirnos con cordura.
En esta novela, parece ser ese el dilema primordial: qué hacer con una carga vital tan intensa que es imposible de sobrellevar. ¿Qué hacer?: echarla al olvido.
Este dilema ofrece a Páez la oportunidad de poner en marcha una variedad de mecanismos narrativos ciertamente vasta y efectiva. Como protagonista de la novela, el personaje de la mujer que olvida se ve enfrentado a un extraño imperativo: reconstruir una vida, la suya, que ella misma ha vuelto ajena y ha desterrado de su conciencia. Este planteamiento inicial dota al personaje de una complejidad que el lector debe asumir con empeño, pues en adelante participará de este insólito proceso en el que acompañará, a tientas, la reelaboración angustiante de una vida que se ha desintegrado en la memoria.
Sabemos por Freud que el inconsciente almacena en la mente imágenes, representaciones simbólicas de lo que hemos contemplado o percibido alguna vez en nuestra vida terrenal o en el sueño infinito de la imaginación. En Olvido, la memoria está representada como una serie de fotografías que la mujer va encontrando casualmente. Su inicial indiferencia se transforma en sospecha y finalmente en estupor cuando se da cuenta de que esas imágenes tienen mucho que ver con ella.
Este es el recurso narrativo fundamental en la novela. Cada fotografía constituye una suerte de portal, de vaso comunicante hacia otro espacio, hacia otro tiempo, hacia otro mundo que ha sido suprimido y que existe solamente como fantasma, como sombra, como lejano reflejo.
Los retazos de memoria que se materializan en las fotografías ofrecen una posibilidad limitada y débil de reconstruir la historia de la protagonista. Esta es, ciertamente, la cualidad narrativa más llamativa de la novela, pues el lector, atado a la conciencia de la mujer, carece, igualmente, de indicios que le lleven a averiguar algo que no sea lo que ella misma va descubriendo. Así, en un momento determinado, deberemos aceptar que eso es lo único posible y que, por lo tanto, no podremos jamás reconstruir completamente la historia.
El formalismo y el estructuralismo plantearon dos categorías esenciales para comprender la narrativa y sus mecanismos: distinguieron los hechos narrativos tal como sucederían cronológicamente, en el orden natural del tiempo, y los conceptualizaron bajo el término ‘historia’; los opusieron al resultado de la manipulación de este material, que se consigue mediante prospecciones y retrospecciones, elipsis, ralentizaciones y otros mecanismos. Esto es lo que se denomina ‘trama’. En Olvido, nos encontramos frente a un relato en el que, hábilmente, se nos ha ocultado lo más importante de lo que debería ser la historia de la novela, que jamás se cuenta, sino que se muestra fragmentariamente en las viejas y literalmente olvidadas fotografías que la protagonista va hallando.
No sabremos, pues, quién es realmente esta mujer, cuáles son sus motivaciones, qué la llevó a la soledad, quiénes la rodearon, a quién amó, quién la hizo sufrir, en dónde fue feliz. No lo sabremos porque su vida está poblada por fantasmas diluidos en su inconsciencia que reaparecen como personajes de escenas fotografiadas. El olvido, esa forma de soportar la vida, se extiende en la novela como una niebla espesa que todo lo oculta.
Por eso es tan significativa la escena en la que, hacia el final de la obra, la mujer, extraviada ya y ajena al tiempo, se pone a dibujar pájaros al vuelo. ¿Cuál es el sentido de esos trazos? ¿Qué significan esos pájaros? La respuesta que aflora espontáneamente es tan simple como estremecedora: nada. La vida humana no puede tener substancia ni alma sino porque se configura como una historia, como una cadena de hechos que podemos contar y recordar. Sin memoria, en el olvido, es imposible sentir y hablar de la existencia. Lo demás es el vacío.