El Telégrafo
Ecuador / Martes, 26 de Agosto de 2025

De ‘horrorismos’ gais

Aunque es un cliché, aquella afirmación de que todos nos acordamos del lugar donde recibimos la noticia del atentado de las Torres Gemelas en 2001 tiene su razón de ser. Y es que si bien los espeluznantes hechos sucedieron lejos, muchos ecuatorianos desde su inicio nos adentramos en esa historia mediática —algunos incluso de modo literal, como fue el caso del cantautor Delfín Quishpe, que años después del evento hiciera una autoficción del suceso en su conocido video Torres Gemelas—. Durante algún tiempo las imágenes de dolor, miedo e incertidumbre nos ubicaron en esa Nueva York lejana al mismo tiempo que familiar, y nos permitieron lamentar esas vidas que perecieron.

Los noticieros se han encargado de recordarnos que la de Orlando es, en EE.UU., la masacre humana más significativa después del 11 de septiembre de 2001. Salvando las distancias entre las imágenes de ambos sucesos (espectacularidad, difusión e, incluso, la ilusión de cercanía) es probable que en un futuro recordemos el lugar donde recibimos la noticia del atentado en la discoteca Pulse o, al menos, la red social que nos la reveló. Lo peligroso de esta vinculación (y que se ha vuelto más evidente con los últimos informes del FBI y la posible vinculación del asesino con ISIS) me parece que radica en empezar a exigir, en medio del lamento por esas vidas perdidas, una suerte de posicionamiento gay planetario que tome la posta frente al terror global.

Como persona que deambula entre las etiquetas homosexual, marica, gay y que se identifica como latino migrante me siento interpelado por estas acciones y estas vidas de modo más directo (sí, tengo un dolor en medio del Orlando). Y a pesar de ello, quiero evitar hablar desde el terror, pues como comenta la teórica Adriana Cavarero esta palabra, y las acciones corporales que esconde, de algún modo se vincula a esa peligrosa retórica actual del terrorismo; que en Ecuador, por ejemplo, ha servido para acusar a líderes indígenas que se han opuesto al régimen actual.

El terror (del latín terreo) se vincula al miedo del cuerpo y su necesidad de huida. El horror (del verbo latino horreo) en cambio, es esa reacción corporal que ante el pánico nos paraliza y demanda recomposición para seguir adelante. Las imágenes del 11 de septiembre, por ejemplo, en las que, por el miedo incontrolable los cuerpos corren de modo desenfrenado, sin tiempo para repensar otra alternativa que la supervivencia, son una buena metáfora que articula lo que es el terrorismo contemporáneo. Carrera a tropel que ha llevado, con demasiada simpleza y urgencia a ciertos gobiernos poderosos, no a parar la violencia y el terror sino a reproducirlo más cruentamente, usando, además, argumentos civilizatorios globales que han terminado dividiéndonos entre buenos y malos, constituyendo así identidades inmóviles y perniciosas. El ‘horrorismo’, que nos paraliza y obliga a reconstituirnos, intenta vincular a víctimas y testigos para pensar la violencia de modo más profundo y dialógico, volviendo a las experiencias corporales como mediadoras para tomar acciones que no reciclen con tanto ímpetu esa violencia.

Estas palabras que escribo en primera persona (una primera persona llena de privilegios, cabe aclarar) se adscriben al ‘horrorismo’. Ante la distante cercanía creo que el testimonio teorizado, que evita avivar el terrorismo y sus tipologías, es una de las pocas salidas que tengo para hablar del horror de ciertos cuerpos aquí y allí. Y para hacerlo, confieso, una serie de preguntas que no puedo responder del todo me acechan, ¿cómo honrar a esas vidas humanas que ya no están y, al mismo tiempo, pensar en otras vidas análogas que aún están? ¿Qué enseñanzas podemos tener las personas sexodiversas del sur de lo ocurrido en Orlando? ¿Cómo y hasta dónde debe llegar la solidaridad marica? ¿Están sirviendo las identidades LGBTI para negociar las geopolíticas globales con el ámbito local?

Tres saltos de sobrevivencia para seguir en movimiento

1. Wasapeo con un académico latino-estadounidense que acabo de conocer en una conferencia en Nueva York. Joseph, que también es marica, me cuenta que después de lo de Orlando se ha quedado sin discurso. Veo que en su Facebook publica una entrevista que una cadena de televisión le hace fuera de Stonewall Inn, la discoteca que en 1969 marcó el inicio de los disturbios que hoy conocemos como orgullo LGBTI.

En Estados Unidos la palabra gay (que significa literalmente “festivo”) fue un intento identitario de esquivar el terror. Desde un activismo asertivo y lúdico en los años sesenta, así como desde prácticas cotidianas marcadas por nuevos modelos de apropiación de la ciudad y el cuerpo, se intentó desafiar ese pasado homosexual, ligado a la enfermedad y el delito para tener existencias más coloridas. La literatura gay, gracias a esos procesos, por ejemplo, propuso personajes más complejos y vitales. Anteriormente, la narrativa anglosajona, tal como estudia Jeff Nunokawa estuvo caracterizada por personajes cercanos a la muerte que, en gran medida, replicaban las historias de millones de personas marcadas por una suerte de destino fatal en función de sus deseos y orientaciones sexuales.

Hace varios años viví en Louisville, la capital del Estado de Kentucky, que orgullosamente decía tener la segunda discoteca gay más grande de Estados Unidos, Connections. Allí (estudiando en la universidad, comiendo pollo frito, bailando en la discoteca) conocí esas tramas literarias y vitales que me ayudaron a empoderar mi propia liberación sexual. Un sentir gay que implicaba comunidades más allá de lo nacional pero que no podía desconocer las loca-lidades.

2. Recuerdo mi vuelta a Ecuador, en 2002, después de mi estancia en el norte (que irónicamente mis colegas estadounidenses siempre me recuerdan que es el sur). En Quito releí Un hombre muerto a puntapiés de Pablo Palacio y presencié con horror el caso de Jairo Giraldo, asesino de 10 personas gais. Vía e-mail y gracias a mis amigos maricas me había enterado ya de esas muertes homofóbicas a las que la policía, aparentemente, no lograba encontrar un móvil homófobo. Algunos decían que no podíamos ir a la discoteca por miedo a que nos maten y otros argumentaban, en cambio, que la discoteca era el espacio más seguro, porque allí el asesino no entraría. Una vez condenado Giraldo recuerdo que en el programa La Televisión que dirigía Freddy Ehlers, salió un tío de la última víctima que fue quien permitió la captura. Pensé que iba a clamar justicia para su sangre, pero se limitó a aclarar que su sobrino muerto no era maricón… Esos meses (es[t]os años) estuvieron, también, poblados de muertes de personas travestis, que sobre todo ejercían la prostitución en la calle. Cuerpos que, irónicamente, no podrían entrar en Matrioscha, la discoteca marica que más recuerdo de mi primera juventud. Mis locas mayores cautas me decían que en todo caso debía tranquilizarme y disfrutar de la fiesta, que la ciudad había mejorado para nosotros en esos años post-1997 en los que al menos la homosexualidad había sido despenalizada. El horror homosexual y la posibilidad gay, habitantes ambos en la misma discoteca, son recuerdos inalienables de mi querido/odiado Quito.

3. El pasado 23 de abril, por Sant Jordi (el día del libro que se celebra en esta poscolonial capital editorial del mundo que es Barcelona y que hace poco, irónicamente, me ha dado mi ciudadanía española) le regalé a mi marido, y siguiendo la tradición de la fecha, una novela: Un baile de muerte. En este relato, cercano al best seller y en formato tragicómico, un cura esquizofrénico se propone poner una bomba en la fiesta gay más grande del mundo, que se celebra en un parque acuático cerca de la Ciudad Condal. No sé bien por qué compré el libro. Quizá porque el año pasado que asistí a la fiesta del parque acuático (que de hecho existe y que es un espacio bastante uniformizante con un fuerte sesgo de clase) detrás nuestro, en la fila de la entrada, un chico dijo en voz alta algo perturbador: “Si un terrorista pone una bomba aquí desapareceremos”. Aunque novela y comentario anónimo estaban influenciados por esa retórica terrorista que busco evitar, supongo que, al menos la literatura, más si es camp, siempre ha pensado que hay que reírse de esos posibles miedos que ni siquiera en el país más gay-friendly del mundo, de acuerdo con algunas noticias que han salido en los últimos días, han logrado desvanecerse.

4. Estos tres saltos entre espacios y tiempos (lo que Halberstam ha denominado tiempo queer, y que se asemeja al tiempo andino, que quizá debemos pensar desde una perspectiva cuy-r) en los que yo asumo un lugar de testigo, me permiten comentar una cosa: que la identidad gay es un producto de esa poderosa globalización de génesis capitalista que el historiador (gay) John D’Emilio, por ejemplo, enunció con demasiado optimismo. Y aunque está llena de apropiaciones personales y culturales, también está marcada por flujos migratorios marcados desde designios geopolíticos.

La mayoría de personas fallecidas en la discoteca Pulse en Orlando fueron gais y latinas. Varias noticias que han salido en estos días afirman que eran vidas menos protegidas por un sistema estadounidense, país que todavía no ha sabido lidiar las consecuencias cotidianas provocadas por la Doctrina Monroe y la Política del Patio Trasero, cuya aplicación en América Latina creó gais de primera y (maricas) de segunda en función de la colonialidad.

En España, desde donde escribo y traspaso ahora yo la distancia/cercanía a mis lectores, el horror para ciertas vidas no termina por la misma matriz colonial. Por ejemplo, las inmigrantes gais/maricas (no comunitarias) son/somos las más vulnerables al contagio de VIH/sida y, asimismo, la diferenciación entre expats, migrantes del sur y personas ilegalizadas, a expensas de la segura identidad gay que nos podría cobijar a todos, doy fe, es aún insalvable. En el caso latino, a pesar del independentismo actual en Cataluña, el Pride, que es la organización que se encarga de las venideras festividades del orgullo LGBTTI, tiene como logotipo a un Cristóbal Colón de color rosa, demostrando cómo se construyen los imaginarios diversos neolocoloniales de modo homonacional. Por ello, en este junio coexisten orgullo y vergüenza respecto a las alteridades que habitan estas tierras. Pedro Lemebel, en su visita a Stonewall, decía que lo “gay es blanco”, y Néstor Pelongher, buscando la genealogía sexo-disidente latinoamericana, refiriéndose a los sodomitas exterminados por la Colonia afirmaba que “Safo tiene su reino en el Golfo de Guayaquil”, pues entendían que el horror tenía muchas fuentes.

De ninguna forma este corto análisis busca justificar las acciones de Omar Mateen, quien quizá no se sintió cómodo con la etiqueta gay y sus prácticas, y por eso hizo lo que hizo; tampoco intenta dejar de poner como principal motor de este y otros terribles actos de odio similares al heteropatriarcado, alimentado constantemente por todas las religiones monoteístas. Sin embargo, creo que desde el horror(ismo) y desde una perspectiva que busque comunidades internacionales en diálogo es legítimo preguntarnos cómo esa identidad gay, ahora clave en el diálogo internacional de derechos humanos de sexodiversidades, parece no ser suficiente en los disímles espacios de creación comunitaria que valoran todas las vidas de la misma forma. Esa tarea de propuesta loca-lizada es la tarea que nos concierne realizar desde América Latina y sus diásporas.

En cuanto a las acciones más inmediatas, pensar la convivencia y la acción contra el horror y el terror no solamente requiere de #lovewins, de #jesuis, de plantillas de arcoíris en Facebook. Para tener acciones coherentes lo primero que hay que comprender es que muchos cuerpos homodeseantes del sur, con diferentes jerarquías, privilegios y vivencias, hemos tenido largos recorridos, en medio de países y escritos, buscando ese lugar seguro que ayude, como decía la escritora chicana Gloria Anzaldúa, a retar a la ‘homefobia’, ese miedo a volver al hogar plagado de odio. Por ello, creo que de las muchas posibles imágenes, aquella que debe quedar estática en nuestras mentes de los sucesos de Orlando, desde la lejana proximidad, es la de que muchas de esas vidas que ya no están además de sexodiversas eran migrantes del sur. Y es ese el horror que, después de petrificarnos, debe suscitar una recomposición en este mundo que quiere levantar cada vez más muros entre países como propuesta de convivencia mundial y regional.

¿Qué hacer, entonces, desde la distante cercanía ecuatoriana para decirle a la gente sexodiversa que viene con prisa y miedo que no tiene que correr por su vida?, ¿cómo demostrarle que no hay complicidad con el terror (y el horror) en sus historias personales y compartidas? Doy una sola sugerencia: al ver correr a una tortillera haitiana, una marica colombiana, un arroz-con-chancho cubano, venezolano o peruano la persona con privilegio debe permanecer serena pero no despreocupada, con mirada empática pero no condescendiente, y delicadamente abrir los brazos para que cuando pase esa otra persona sienta, en esa tierra que no es suya, el arropamiento de otro cuerpo. El más coherente homenaje a la víctimas es ese abrazo, real o metafórico, que abre las puertas a un hogar que busca combatir los múltiples miedos del cuerpo.

Miro una foto de un superviviente de Orlando. Apellido: como el de Cristóbal, Colón. Nombre: Omar, que en árabe significa “larga vida”. Acostado, con una sonrisa, él se reconstituye como muchas comunidades LGBTI(ETC) lo han hecho en el presente y el pasado. En ese ambiente de esperanza, recuerdo que hace una semana la Asamblea Nacional del Ecuador (esa que no ha querido reformar la imposibilidad de adopción no heterosexual o el aborto) declaraba acertadamente el Día Nacional de la diversidad sexogenérica y reconocía esos esfuerzos del activismo, y en menor medida del arte y la academia, realizados por casi 20 años. De súbito dejo de sonreír. Me acuerdo que la Constitución de 2008 niega los derechos de familia de las personas sexodiversas y que la ciudadanía universal declarada en ella ha sido una promesa retórica que ni el Estado ni la sociedad han podido ni cercanamente cumplir. Se me ocurre que igual que hace varios años la discoteca debe seguir siendo un espacio complejo de horror y orgullo, donde no solamente se puede sonreír.