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Mamá, quiero una bici (literaria a pedal)
Alguien nos ha subido a una bicicleta, pero no sabemos andar en ella.
Los primeros metros los recorremos con ese impulso,
pero si no empieza uno a pedalear por su cuenta, acabará cayéndose.
Andrés Trapiello
Pensamos en nuestra primera bicicleta como si de nuestra primera novia se tratara. Unos con nostalgia, otros con dolor. Más allá del cliché romántico, montar en bicicleta es una experiencia de conocimiento de las facultades, tanto físicas como mentales. Los poetas, los novelistas y los cineastas, sobre todo estos últimos, han sabido aupar el mito en razón de esa experiencia.
Mi padre solía contar que uno de los recuerdos más inolvidables de su niñez era cuando un niño rico le permitía una vuelta en su bici nueva, como pago por haberlo empujado toda la tarde. Cuando mi abuelo pudo permitirse comprarle una, se levantaba —mi padre— todas las mañanas para limpiarla, y ahora sus amigos más pobres tenían que empujarlo. Se había convertido, en cierto modo, en un niño rico.
Yo no era un niño rico, pero recuerdo con gran lucidez mi primera bicicleta BMX. Y también recuerdo el sabor de la tierra y la sangre, pero sobre todo pienso en la primera vez en la que fui soltado a la carretera. Porque, como dice Marc Augé:
“El primer pedaleo constituye la adquisición de una nueva autonomía, es la escapada, la libertad palpable, el movimiento en la punta de los dedos del pie, cuando la máquina responde al deseo del cuerpo e incluso casi se le adelanta. En unos pocos segundos el horizonte limitado se libera, el paisaje se mueve. Estoy en otra parte, soy otro y sin embargo soy más yo mismo que nunca; soy ese nuevo yo que descubro (Elogio de la bicicleta)”.
Esta experiencia es vital en tanto acelera el descubrimiento del mundo. Es el lento saboreo de la eternidad. De cualquier cosa uno puede olvidarse, menos de montar en bicicleta. Puede uno volverse a subir en una después de muchos años y recuperar ese conocimiento en un instante. La bici está ligada a la historia personal. Parecen obviedades, pero no es tan obvio que detrás de la historia de la bicicleta hay una poética, es decir una literatura que ha hecho de este vehículo un instrumento como la lengua: es por medio de la bicicleta que me relaciono con el mundo, aunque no pueda designarlo directamente.
La historia de Occidente recoge los primeros rastros de la bicicleta en un apartado de la obra Codez Atlanticus de Leonardo da Vinci, en la que el maestro italiano ya había diseñado un medio de transporte con dos ruedas y una transmisión de cadena como la que se usa en la actualidad, tres siglos antes de su tiempo. Paco Ignacio Taibo II, en La bicicleta de Leonardo, nos relata bien el episodio del hallazgo:
“Hace apenas unos pocos años, en una de las múltiples restauraciones del códice, y tratando los conservadores de sacar a luz los reversos ocultos por la encuadernación, en la página posterior del folio 133, donde Leonardo había trazado un estudio arquitectónico de una fortaleza circular, aparecieron unos dibujos pornográficos (del tipo que en México son conocidos como “el gallito inglés”) y, mucho más importante, lo que indiscutiblemente parecía una bicicleta. […] todos ellos habían sido realizados en el siglo XVI, más de trescientos años antes de que la bicicleta fuera inventada, y trescientos cincuenta años antes de que el invento de la bicicleta llegara a la sofisticación del diseño allí mostrado”. (La bicicleta de Leonardo)
En América Latina, la historia de la bicicleta está relacionada casi siempre con una memoria nostálgica rural, provinciana. Los grandes mitos, como las bicis, nos han venido sobre todo de Europa, de los corredores de ruta como Coppi o Armstrong, tan vilipendiado hoy en día. Pero también del cine. ¿Quién no recuerda El ladrón de bicicletas, Cinema Paradiso, La muerte de un ciclista y Las bicicletas son para el verano, entre tantos otros clásicos donde la bici es un símbolo? Pero no es del cine de lo que quiero hablar, sino de la literatura.
A propósito de la primera, El ladrón de bicicletas, solo hasta hace algunos años pude encontrar la obra en la que se había basado Vittorio de Sica para su famoso film. En efecto, El ladrón de bicicletas es una novela de un autor y pintor ahora poco conocido llamado Luigi Bartolini, una obra que él mismo consideraba “antiflaubertiana” y antidecimonónica”, una novela “donde el anónimo héroe recorre esa Roma post-Mussoliniana llena de conversos, demócratas renacidos, sanguijuelas estraperlistas y “siervos fascistas” en busca de la pandilla de cuatreros miserables que acaba de birlarle el vehículo”, como afirma Kiko Amat. De hecho, lo único que se salva de esa realidad es precisamente la bicicleta. Porque Bartolini “desromantiza” la figura caricaturesca del poeta ciclista bajo el imperio de Verlaine:
“Uno que se divierte escribiendo poesías, opuestas a las de Verlaine, recomendando la caza de los ladrones y el desprecio de los ladrones. Bien se ve que Verlaine, cuando en la prisión de Mons alternaba con sus queridos ladrones, todavía no sabía andar en bicicleta. Pero como existe una caricatura de Verlaine en la que el poeta se autorrepresenta ciclista, me atrevo a suponer que no existían, en su época, tantos ladrones, en Arles, como hoy existen en la sola plaza del Monte, en Roma, o que entonces, hace seis años, los ladrones sentían un poco de respeto o de piedad por los poetas”. (El ladrón de bicicletas)
Precisamente, el mito del poeta ciclista nace en el siglo XIX y deviene de la figura del dandi montado en su draisiana, velocípedo precursor de la bicicleta moderna inventado por el barón alemán Kart Drais en 1817. Su función principal era divertir a la aristocracia para que pudiera pasearse sin problemas por los jardines y parques de las principales ciudades europeas. Era un juguete conocido como dandy horse de ruedas macizas, sin pedales, que solamente se podía impulsar mediante la fuerza de las piernas. Era un objeto de culto del romanticismo más liberal.
Así, la bicicleta estuvo directamente relacionada con la idea romántica decimonónica de fundir al hombre con la naturaleza, arquetipo que pervive frente al vehículo símbolo de la modernidad capitalista: el automóvil. La bicicleta es ahora metáfora de resistencia, entre otras cosas. Sin embargo, hasta finales del siglo XIX, las bicicletas eran excesivamente caras para un trabajador medio, podían costar hasta tres veces más que su salario.
Solo hasta 1909, año en que se realizó el primer Giro de Italia, se redujo su valor hasta aproximadamente el salario medio. Las dos guerras mundiales detuvieron el desarrollo masivo de su producción. Solo después, en la posguerra, hacia la década de los cincuenta, las sociedades europeas —sobre todo las clases medias empobrecidas— la empezaron a utilizar como medio utilitario de transporte y de trabajo. De allí que los ladrones de bicicletas fueran tan comunes. Y por ello Bartolini arremete contra ellos y resemantiza la figura del poeta en bicicleta del siglo XIX, ya que ahora es el poeta proletario de la segunda mitad del siglo XX:
“Por un poeta como yo, que precisamente necesita su bicicleta como el pan que come. Si el pan le sirve para saciar su hambre sin gastar cumplidos, la bicicleta representa para él como otro pan: el pan del bienestar espiritual. De aquel bienestar espiritual que ya conozco y que se logra únicamente después de haberse alejado de la ciudad por lo menos una docena de kilómetros, más allá de la periferia del suburbio. Tengo, por consiguiente, necesidad, absoluta necesidad, de la bicicleta para eclipsarme, para escapar, para alejarme de la sociedad humana”. (El ladrón de bicicletas)
El juguete aristocrático del artista del siglo XIX, del dandi necesitado de libertad, se convierte en el siglo pasado en medio de huida. El poeta quiere escapar de una realidad que le resulta insoportable. Ese proceso es propio de la sociedad capitalista, pero acumula un significado ideológico que junta a la bicicleta con la figura del autor. El poeta en bicicleta es, entonces, un revolucionario, un solitario incomprendido. La obra de Bartolini encarna ese ideal, que adquiere un nuevo matiz en torno a la clase media.
La bicicleta ya no era un juguete aristocrático, sino más bien una herramienta que se popularizaría en las décadas de los sesenta y setenta, cuando la contaminación atmosférica por los gases de los automóviles incrementaría el interés hacia su uso, debido también a la grave crisis mundial del petróleo durante esos años. De allí que en algunas ciudades europeas se establecieran carriles para bicicleta y rutas de ciclistas propias.
En América Latina, la figura del poeta en bicicleta subsistiría durante esas décadas, y encarnaría también un fuerte componente de lucha ideológica contra las sociedades anquilosadas en una razón aristocrática. Y, por supuesto, contra la literatura endogámica heredera del siglo XIX.
En esa lucha por romper con el canon, los poetas se abanderan de esa postura y vuelven necesaria una revisión de la historiografía literaria y, sobre todo, del uso de la lengua. Entonces, el poeta en bicicleta se vuelve el portavoz de una literatura coloquial, más acorde con la razón proletaria, socialista, si se quiere. En Ecuador, serían los tzánzicos, los “reductores de cabezas”, quienes en la voz de Raúl Arias tendrían un “manifiesto poético” llamado, precisamente, Poeta en bicicleta (1975), que tan bien reza:
Ah, poetas de mi tierra,
poetitas de mierda
con quienes aprendí a conocer
una nueva enfermedad:
la trinofobia.
Poetas de poetas,
esqueletos de oficina,
telefónicos versos,
dominicales y amarillos,
sálvensesipueden,
novios de la muerte,
vividores de la luna,
no se sorprendan
cuando guiando mi bici
les caiga encima,
transeúntes de vías láctea
y lean el periódico amarillo
al otro día:
“Poeta Zutano,
recuperándose.
Le cayó encima
un ángel de cien metros”.
La bicicleta ocupa un lugar central de esta literatura iconoclasta, actúa como metáfora de una nueva visión de la obra, pero, desde luego, bajo una gran influencia política. El poeta en bicicleta se enfrenta al poeta de frac y corbata, a lo correcto en razón de mantener el estatus quo. La poesía se sube a la bicicleta para movilizar el lenguaje, acercarlo a la realidad. Al menos en ese tiempo, ese era su cometido.
Por eso no era raro que se pensaran revoluciones en bicicleta, como aquella imaginada e ideal que nos relata Mempo Giardinelli en La revolución en bicicleta (1980), la historia de un ex oficial del ejército de Paraguay, Bartolomé Gaite, que aguarda, casi siempre montado en su “caballo de acero”, la ocasión adecuada para una nueva insurrección:
“Montó en la bicicleta y se dirigió a su casa, diciéndose que su mala suerte parecía no tener límites. Algo que ratificó muy pronto, cuando abandonó el pavimento y cruzó por el viejo puentecito de madera y tierra que había quedado de las inundaciones de 1966. Súbitamente, observó que el manubrio temblaba demasiado. Había pinchado una goma”.
El personaje, exiliado, revolucionario, espera con paciencia. La bicicleta es un ejercicio de paciencia, pero también espacio ideal para la reflexión. Montado en una bicicleta, Gaité espera cambiar el mundo. Esta es la bicicleta de la literatura latinoamericana de los ochenta.
Pasado el siglo XX, tanto la literatura como las bicicletas se insertan en nuevos debates, en posturas ideológicas de otro orden. Las bicicletas se relacionan directamente con preocupaciones como el crecimiento de las ciudades, la vida sana y el respeto por el medio ambiente.
Ahora, la bici se ha convertido en un signo de progreso, en el sentido ecológico; se ha vuelto un medio de lucha contra la velocidad postcapitalista. Pero también en el sentido humano, porque la bicicleta se apropia, o reapropia, de la fuerza y el potencial físico ante una vida automatizada, domesticada, inmediatista. Ya lo decía Arístides Vargas en Bicicleta Leroux:
Las bicicletas son seres humanos organizados de otra manera, una analogía mecánica, las bicicletas… qué gran invento para que el alma pedalee. Se puede llegar muy lejos con una bicicleta. Claro que la bicicleta es una máquina desamparada, quiero decir que se la puede ofender y abandonar, ¿ve? Hasta en eso se parece a una persona, si las personas tuviésemos ruedas, seríamos bicicletas.
Analogía mecánica que permite repensar la condición del ser humano en el mundo. Y por ello también se vuelve una utopía en tanto la realidad concreta del mundo globalizado la avasalla. La bicicleta es un ideal como la poesía. La literatura se ha encargado de sublimarla, de instaurar un mito. La bicicleta podría ser el instrumento de la revolución, de una revolución que transforme las ciudades, pero ¿es posible esa transformación? Volvamos a Augé:
“Así, lo que está en juego cuando hablamos de recurrir a la bicicleta no es algo menor. Se trata de saber si, frente al auge de un urbanismo galopante, que amenaza con reducir la ciudad antigua a una concha vacía, con transformarla en un decorado para turistas o en museo al aire libre, es posible restituirle algo su dimensión simbólica y de su vocación inicial de favorecer los encuentros más imprevistos. Se trata, sencillamente, de devolver sus cartas de nobleza al azar, de comenzar a romper las barreras físicas, sociales o mentales que anquilosan la ciudad y de devolver el sentido a la bella palabra ‘movilidad’”.
Entonces, la figura del poeta en bicicleta debe mirarse también desde esa posibilidad, compleja, acuciante. Y, por ello, quizá, la poesía latinoamericana contemporánea tiende al performance, a la comunión y el diálogo con la velocidad de una sociedad de la que se advierten solo fragmentos. Nos subimos a una bicicleta cuyo pasado mítico se enfrenta con una sociedad cyborg, una bicicleta noble con el paisaje, pero extremadamente cara. Y así, quizá sea mejor hacer caso al buen consejo de Bartolini: “No vale, francamente, la pena de correr el peligro de perder mi noble vida por una bicicleta. ¡Es mejor conservar la vida para otras ocasiones!”.