El Telégrafo
Ecuador / Martes, 26 de Agosto de 2025

Mario Vargas Llosa, el laureado escritor peruano, acaba de alcanzar el octavo piso de una vida marcada en su mayor parte por los destellos luminosos que surgen del éxito y la fama, pero que, a momentos, también se ha desviado de curso cuando las turbulencias políticas y los entuertos de alcoba lo han arrastrado hacia zonas algo más sombrías.

Confieso que soy un gran admirador de una parte de su obra: mucho de lo que escribió al inicio y lo encumbró al boom; también algo de lo que hizo entremedias, que incluye sus fabulosos ensayos, y un poco de lo que han sido sus últimos escarceos literarios.

Su vida privada me tiene sin cuidado, salvo en lo que atañe a aquella parte que se vio reflejada en la irónica y deliciosa novela La tía Julia y el escribidor, que devoré con entusiasmo en mi temprana adolescencia. Lamenté, eso sí, el último escándalo rosa en el que se vio envuelto. Pero no lo lamenté porque me hubiera importado el rompimiento de su larga relación anterior o por haber resentido, condenado o envidiado de algún modo su nueva conquista amorosa, sino porque precisamente fue él quien sacó a la luz de forma magistral y descarnada los vicios actuales de la información en ese grandioso ensayo titulado La civilización del espectáculo, y, para su desgracia, desde hace poco más de un año, el autor de tan magnífica obra ha sido uno de los principales protagonistas del trivial y bochornoso espectáculo de la prensa que se dedica a diario a enlodar a la gente con el chisme y el disparate.

En cuanto a lo literario, que es en realidad lo que interesa sobre un autor, el mayor peso de su obra está en los primeros años de su quehacer como novelista, con libros grandiosos como La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en la catedral. También en esos años iniciales merece un lugar importante la irónica y divertidísima novela Pantaleón y las visitadoras.

La ciudad y los perros, su ópera prima, fue mi primera lectura vargasllosiana. De ella salí tan conmovido que, durante mucho tiempo —y a pesar de que no conocía el Perú— me convencí de que yo también había sido alumno del Colegio Militar Leoncio Prado, de que conocía a la perfección el Callao o Miraflores y que el Jaguar, Arana o el Poeta habían sido mis compañeros de aula. Uno de los fragmentos memorables de esta novela dice:

Cuando el viento de la madrugada irrumpe sobre La Perla, empujando la neblina hacia el mar y disolviéndola, y el recinto del Colegio Militar Leoncio Prado se aclara como una habitación colmada de humo cuyas ventanas acaban de abrirse, un soldado anónimo aparece bostezando en el umbral del galpón y avanza restregándose los ojos hacia las cuadras de los cadetes. La corneta que lleva en la mano se balancea con el movimiento de su cuerpo y, en la difusa claridad, brilla. Al llegar al tercer año, se detiene en el centro del patio, a igual distancia de los cuatro ángulos del edificio que lo cerca. Enfundado en su uniforme verduzco, desdibujado por los últimos residuos de la neblina, el soldado parece un fantasma. Lentamente, pierde su inmovilidad, se anima, se frota las manos, escupe. Luego sopla. Escucha el eco de su propia corneta y, segundos después, las injurias de los perros que desfogan contra él la cólera que les causa el final de la noche.

Vargas Llosa, La ciudad y los perros

Fue precisamente en esa época —gracias a esta novela y a otras lecturas de los integrantes del boom latinoamericano— que caí en la maravillosa adicción a la lectura.

Tanto La casa verde como Conversación en la catedral llegaron a mis manos un poco más tarde. Quizás por esa razón las aprecié con mayor madurez, aunque esta nunca resulte suficiente para comprender del todo obras de tanta hondura y complejidad.

Más allá de la trama y los múltiples hilos conductores de las dos novelas, si algo logró conectarme con ellas, con cada una en su momento, fue la enmarañada arquitectura que caracteriza a esa época narrativa del escritor, un estilo en el que los lectores se ven atrapados desde el inicio por los tentáculos que se originan en varias historias, y en cientos de piezas que, lentamente, con precisión, con rigor y belleza, encuentran su lugar en el enorme rompecabezas que cada uno de estos libros encierra entre sus páginas. Conversación en la catedral tiene uno de los mejores inicios de toda la obra que ha producido Vargas Llosa:

Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar, despacio, hacia la Colmena. Las manos en los bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avanzan, también, hacia la Plaza San Martín. Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento”.

Vargas Llosa, Conversación en la catedral

La producción literaria de Vargas Llosa durante los años ochenta, ya con el reconocimiento bien ganado por las obras referidas en las líneas precedentes, inicia en un punto alto con La guerra del fin del mundo, novela también de estructura laberíntica (tanto o más que La casa verde y Conversación en la catedral), que ha recibido innumerables elogios pero que, personalmente, no logró atraparme como las anteriores, quizás por la densidad de la trama central, que recrea la masacre de Canudos en Brasil durante la última parte del siglo XIX. A pesar de esta dificultad personal para entrar en aquella historia, su forma intrincada de narración, una vez más, me pareció realmente brillante.

Es probable que la cota más baja de la obra de Vargas Llosa se encuentre en el periodo comprendido entre 1984 y 1997, en el que aparecieron novelas como Historia de Mayta, ¿Quién mató a Palomino Molero?, Lituma en los Andes (Premio Planeta 1993) y Los cuadernos de don Rigoberto, entre otras. Más allá de la consecución del Planeta por Lituma en los Andes —los premios, sabemos, no garantizan la calidad de una obra literaria—, ninguna de las novelas publicadas en estos años alcanzó los niveles estéticos ni el profundo viaje hacia la condición humana que sí había logrado con sus obras precedentes.

Aquello que se dice por ahí, de que hay obras que superan tanto las expectativas que, para los grandes maestros, resultan una carga insuperable ha sido en la literatura una máxima de cumplimiento regular. Sin embargo, en la obra narrativa de Mario Vargas Llosa es posible encontrar dos etapas de picos elevados, muy por encima del resto de su prolífica obra: la que produjo en sus inicios con las novelas ya descritas, y la que surgió a partir de 2000 con la publicación de La fiesta del chivo.

Me atrevo a decir que La fiesta del chivo ha sido una de las novelas cumbres del Nobel peruano. La trama de esta obra se desarrolla en la República Dominicana de la época de Rafael Leónidas Trujillo, aquel tirano que gobernó a su país durante más de tres décadas recordadas especialmente por sus crímenes y sus perversiones. La novela relata en tres historias que discurren paralelas —entre constantes saltos de tiempo y de espacio— los días aciagos de la dictadura del ‘Chivo’ —como se le conocía a Trujillo—, los excesos brutales del ejercicio del poder totalitario, y lo que sería en la historia la preparación, ejecución y el trágico desenlace de la víctima y de los victimarios.

Su participación activa en la política peruana, le trajo a Vargas Llosa más problemas que satisfacciones —que es lo que le sucede a casi todos los políticos de paso—. Y no me refiero necesariamente a la derrota que sufriría en la carrera presidencial frente a Alberto Fujimori en 1990, tampoco a la persecución que sufrió en aquel régimen de rasgos totalitarios, sino a la distracción temporal que supuso para él, un escritor meticuloso y trabajador, entregado a fondo a la tarea literaria, dejar de lado su vocación y su verdadera pasión, para terminar enfangado en el lodazal de la política.

De esa experiencia fallida como aspirante a la presidencia del Perú, Vargas Llosa sacó material para su obra El pez en el agua, una suerte de memorias ensayísticas sobre su carrera política y la contienda con Fujimori.

La última etapa como novelista (2003-2016) ha sido más bien de altibajos. Un artículo del suplemento español ABC Cultural se refiere a esto:

Quizá La guerra del fin del mundo fuera la última gran novela de Vargas Llosa, aunque es una obra que a este lector le resulta fría, quizá por la distancia creada por el marco histórico, y luego muchas otras obras, novelas casi todas de cariz político. Al lado de la celebrada La fiesta del chivo, caídas inexplicables como El sueño del celta, obra convencional que busca, quizá, la eficacia deprimente de los ‘best sellers’.

Andrés Ibáñez, escritor español

Novelas como Las travesuras de la niña mala, El paraíso en la otra esquina o El héroe discreto, a pesar de su prosa limpia, trabajada con la precisión de un escribidor obsesivo, no llegaron a convertirse en grandes novelas, independientemente de que algunas de las historias allí recogidas y ciertos personajes que deambulan entre sus páginas son bien logrados.

Su última obra, Cinco esquinas, que recrea precisamente la asfixiante y corrupta época de Fujimori, pese a ser una novela ciertamente predecible, tiene la virtud de mantener al lector pegado a sus páginas, atrapado en una vorágine de intrigas y corruptelas, pero especialmente en una fascinante red de aventuras eróticas que evoca momentos elevados de su literatura.

Ahora, cuando tenemos que ver hacia otro lado y referirnos a los ensayos publicados y a su vastísima producción de artículos de prensa, los claroscuros de Vargas Llosa se atenúan, casi hasta desaparecer.

La solidez de pensamiento y la acidez de su crítica, su sublime interpretación de obras maestras y grandes personajes de la literatura, y su magnífica y refinada prosa, han logrado que estas obras resulten imprescindibles para un lector: La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary; La verdad de las mentiras, un análisis profundo sobre 25 piezas literarias de trascendencia universal; La tentación de lo imposible, ensayo magistral sobre Los Miserables de Victor Hugo; El viaje a la ficción, estudio sobre Juan Carlos Onetti, el autor y la obra; y La civilización del espectáculo, obra que ha resultado ser una especie de boomerang en su vida. Estos trabajos constituyen un acervo de enorme valor para la literatura.

El Mario Vargas Llosa articulista de opinión ha sido quizá el más criticado por su posición política no alineada con algunos regímenes de la izquierda latinoamericana ni con las dictaduras del continente. Pero sus textos, al margen de ideologías y pugnas políticas con las que se puede estar sintonizado o en franco desacuerdo, son composiciones periodísticas de un extraordinario nivel intelectual.

Quienes no han leído su obra por razones políticas o antipatías personales, o tan solo lo han hecho en parte por los mismos motivos, se han perdido de uno de los autores más importantes de la literatura universal, autor con claroscuros como todos, pero con una obra que ha trascendido las fronteras del tiempo y del espacio como pocos.